A comienzos de 2006 bulle bajo la superficie una Argentina diferente a la mostrada por los medios de difusión masiva y asumida como verdadera por dirigencias de todo género. Lejos de la consolidación de una perspectiva de estabilidad política, sostenido crecimiento económico y gradual mejoría de la situación social, es todo lo contrario lo que el país tiene por delante en un horizonte no tan lejano como suponen quienes centran su accionar en preparar candidaturas para 2007 y 2011.
Esta afirmación no parte de lo ocurrido en Las Heras, Santa Cruz, en la segunda semana de febrero. Aquella potente sublevación con base en una huelga obrera y derivaciones aún en curso, es un signo por demás elocuente; pero volverán a equivocarse quienes pretendan hacer de esa lucha el centro para interpretar la coyuntura y afirmar una estrategia.
A la vista de conductas recurrentes respecto de luchas importantes de los trabajadores, pero excepcionales y aisladas respecto del estado y el curso de la totalidad de la clase obrera y la sociedad argentinas, es obligado subrayar que el fenómeno al que aludimos es más amplio, más profundo y complejo que el mostrado por la huelga y movilización de Las Heras. Se trata del fin de un período histórico en toda América Latina, en un marco de crisis estructural capitalista a escala mundial que una vez más ingresa a una fase de agudización. En Argentina esa fuerza gravita con trazos propios, marcadamente contradictorios, al punto de desdibujar y confundir los rasgos determinantes de la coyuntura.
No hay manera de delinear y aplicar una política correcta en Argentina sin partir de aquella realidad mundial y regional. La vacuidad de discursos elaborados a partir de conceptos que apelan a supuestos principios, y eluden el análisis de la situación sobre la que se debe actuar, deriva de la inexistencia no ya de una organización internacional de los trabajadores, sino de la añeja deformación del pensamiento revolucionario que induce a relacionarse con la realidad a partir de supuestos «principios», en lugar de partir de ella observada con una metodología científica, es decir, materialista y dialéctica.
Un siglo y medio atrás Engels denunciaba con mordaz precisión esta deformación:
«el pensamiento no puede jamás obtener e inferir esas formas de sí mismo, sino sólo del mundo externo. Con lo que se invierte enteramente la situación: los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final, y no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se abstraen de ellas; no son la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los principios, sino que éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la naturaleza y con la historia. Esta es la única concepción materialista del asunto, y la opuesta concepción del señor Dühring es idealista, invierte completamente la situación y construye artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento, de ciertos esquematismos, esquemas o categorías que existen en algún lugar antes que en el mundo y desde la eternidad»(1).
El idealismo como concepción inconsciente domina el pensamiento y la acción no sólo de cuadros sindicales y sociales, sino y de manera sobresaliente, el de la militancia revolucionaria.
Argentina es el modelo perfecto de los resultados que semejante conducta por parte de cuadros y organizaciones revolucionarias produjo sobre la coyuntura nacional: en medio de una profunda crisis económica, con masas en la calle (aunque sin presencia del movimiento obrero como tal) en espontánea rebelión interclasista contra los fundamentos mismos del sistema, licuado el poder político burgués y con las clases dominantes carentes de aparatos políticos y sindicales con capacidad de tomar control de la situación, la coyuntura fue entregada sin disputa al capital, que logró recuperar la iniciativa, recomponer un aparato político e imponer un liderazgo a partir del PJ (con el apoyo silente de la UCR), en detrimento de cualquier variante que reivindique una revolución aun en el más amplio e indefinido de los sentidos de este concepto. Tal inesperado desenlace provocó una mezcla de desaliento en la militancia y confusión en los cuadros medios, y dio lugar a crisis y rupturas en los partidos y organizaciones sin excepción. Esta vez no se trata sin embargo de una crisis más en la inexorable dialéctica de una organización revolucionaria, que se renueva y depura al compás de la lucha de clases. Se trata de la prolongación aumentada de la crisis detonada con el derrumbe de la Unión Soviética dos décadas atrás y que ahora ha llegado a su punto terminal.
En Argentina la militancia revolucionaria organizada o semiorganizada en estructuras de tipo partidario suma decenas de millares de militantes formados y abnegados. Es una fuerza potencialmente decisiva frente a la eventual ruptura del equilibrio político entre las clases dominantes y la entrada del país en un estado de descontrol que pudiera derivar rápidamente en situación revolucionaria. Como veremos más abajo, esa perspectiva no es impensable y ni siquiera es lejana. Pensar y actuar la Revolución en Argentina es hoy, ante todo, pensar y actuar para articular de manera efectiva una respuesta política que permita recomponer esa masa militante, esa inmensa fuerza desperdigada y desnortada que, pese a ser una clave en cualquier desenvolvimiento de la vida social, carece de protagonismo político efectivo (y esto es así incluso para aquellas organizaciones y cuadros que se han sumado al gobierno), sencillamente porque carece de estrategia de lucha por el poder.
De modo que la búsqueda de una respuesta inmediata pero con largo alcance que resuelva el juego de fuerzas centrífugas, instalado en todas y cada una de las organizaciones que se definen a sí mismas como revolucionarias, constituye una tarea de primer orden de importancia.
Militante, partido y sociedad
Ninguna de las organizaciones y dirigencias revolucionarias, que en 2001 confundieron la operación estratégica de un sector burgués con una ofensiva revolucionaria del proletariado y sus aliados, ha hecho una revisión crítica de sus posiciones. El pasaje de aquella supuesta ofensiva revolucionaria a la victoria del PJ en 2003 y la desaparición electoral de las izquierdas, completada hasta la reducción de éstas a la nada en 2005, no ha merecido una línea de reflexión que busque la causa de estos errores inverosímiles. Tal conducta equivale a admitir que el predominio político de las clases dominantes es fatal; que una alternativa revolucionaria no puede disputar la ideología y la expresión electoral de las masas y que la revolución vendrá por arte de magia. Es el espontaneísmo economicista llevado a su máxima expresión de incapacidad e irresponsabilidad; es la base sobre la cual se crea en el militante un mecanismo de enajenación permanente, que le impide comprender el estado de la conciencia de la clase en un momento determinado y, por lo mismo, le cierra el paso a la elaboración y aplicación de tácticas capaces de ensamblar en el proceso vivo, contribuir efectivamente a la evolución positiva del conjunto y su vanguardia natural. En cambio, se produce el fenómeno contrario: militantes y dirigentes se distancian de los sentimientos y la comprensión del obrero, el estudiante o el vecino de un barrio en conflicto; al no comprenderlos es imposible educar, persuadir y organizar, tareas fundamentales de todo militante revolucionario. Así, para relacionarse con el movimiento vivo sólo queda hacerlo a través de imposición, sea por manipulación, maniobra de aparato o autoritarismo. Fatalmente esa conducta hacia el exterior se traslada hacia las relaciones internas de la organización, que en un proceso inconsciente para la mayoría de sus componentes se transforma en un aparato burocrático, ajeno a la noción de partido revolucionario leninista.
No importa cuánto se reivindique el nombre de Trotsky y se condene al stalinismo: eso es precisamente la reiteración, mutatis mutandi, del proceso de degeneración que sufrió en los años 1920 el Partido Comunista de la Unión Soviética.
Esta dinámica de inocultable degeneración, sin embargo, no admite una respuesta lineal, de contragolpe mecánico, a saber, la negación del papel de vanguardia y del concepto leninista de partido. Existe y debe existir una distancia subjetiva y objetiva del militante revolucionario respecto no sólo del ciudadano corriente, sino incluso de quienes se involucran circunstancialmente en un proceso de lucha. Las diferencias entre un revolucionario socialista y un hombre o una mujer resueltos o empujados a la lucha social, son muchas y muy hondas. La exterioridad del militante en relación con un movimiento de lucha social tiene una base objetiva y reivindicable: al asumir la perspectiva anticapitalista y dedicar su vida a la revolución, una persona cambia valores y conductas y se distancia del ciudadano común. Negar esa diferencia es propio de quienes encubren con retórica la cobardía o la falta de determinación para romper con el modo de vida burgués. Asumir una existencia de lucha afecta el lugar del individuo en la sociedad, sus relaciones familiares, su cotidianeidad en todos los sentidos, e inexorablemente lo diferencia de su entorno, excepto cuando está entre compañeros, ámbito por definición minúsculo en relación con el conjunto social. Un hombre o una mujer dispuestos a sumarse a una organización revolucionaria, a asumir las reglas que esto implica, a consagrar su vida a la lucha contra el sistema, no es -no puede ni debe ser- igual a quien, con mayor o menor conciencia de ello, trata de lograr un lugar en la sociedad capitalista; no es igual a quien incluso con conciencia de la explotación y la injusticia, en su vida personal está dispuesto a someterse al yugo diario del capital pero rechaza el concepto y la práctica de disciplina revolucionaria. Trazarse objetivos individuales es lo opuesto de asumir una perspectiva de vida revolucionaria. Determina conductas y forja caracteres diferentes. Un revolucionario, decía Rosa Luxemburgo palabra más o menos, vive con un pie en el presente y otro en el futuro. Es decir, vive en un desgarramiento constante.
El reformismo resolvió la contradicción integrando organizaciones y militantes al sistema. Ser socialista, desde esa perspectiva, es como no gustar del fútbol o negarse a pasar horas frente a un televisor: una extravagancia sin mayores consecuencias; uno es diferente del compañero de trabajo o del vecino, pero eso no se traduce en una práctica de vida diferente en lo sustancial a la de los demás.
Lejos de negar esa diferencia, una genuina dirección revolucionaria debe asumirla como virtud que a la vez es un riesgo constante para la relación del militante con la sociedad en su conjunto y con la clase obrera en particular. «El revolucionario es el escalón más alto en la especie humana», decía el Che. ¿Es incorrecta, o acaso arrogante, esta definición? Filisteos de diferentes congregaciones se apresurarán a decir que sí. Allá ellos, felices con sus pantuflas. Nosotros reivindicamos la superioridad de quien esté dispuesto a la generosidad, la entrega, el sacrificio de vida y muerte que supone esforzarse por comprender las causas de la explotación y la degradación y dedicar la vida a luchar contra ellas. No cejaremos en la tarea de convocar a la juventud a atreverse a ocupar un lugar en ese sitio, que lejos de todo privilegio, por el contrario sólo garantiza la satisfacción del combate colectivo y de una victoria que no es individual ni inmediata.
Esta reivindicación intransigente no supone ensalzar la diferencia, sino justamente lo contrario: exige entablar un combate sin tregua por igualar a las masas en la comprensión de las lacras del capitalismo, en la voluntad de luchar contra él, en la integración a instancias organizativas que permitan el desarrollo de la conciencia y la militancia de la clase obrera, las juventudes y el conjunto de la sociedad explotada y oprimida.
Una dirección revolucionaria debe saber que las virtudes que hacen excepcional a un militante, no lo eximen de los vicios y debilidades propios de cualquier ser humano; que la generosidad no excluye la mezquindad; que la humildad es lo contrario de la altanería pero que ésta anida en aquella. Y, sobre todo, que el indispensable conocimiento teórico de la realidad no supone la posesión de respuestas adecuadas en cualquier momento y lugar. A la vez, la respuesta espontánea de un movimiento vivo en situación de lucha puede ser el máximo punto de apoyo para interpretar la realidad y transformarla. La incomprensión de la naturaleza y dinámica de un conflicto determinado puede desatar una cascada de consecuencias aberrantes, en medio de la cual las condiciones distintivas de un militante se transformen en lo opuesto al valor positivo que implica asumir una posición de vanguardia. Eso ocurrió, por ejemplo, durante la erupción de Asambleas como consecuencia del estallido de la convertibilidad y la caída del gobierno de la Alianza, en 2001/2002. En aquella oportunidad el error garrafal de caracterización respecto de la coyuntura en curso -error en cuya base está la inconsistencia teórica y la irresponsabilidad política de direcciones autoproclamadas- puso literalmente a la militancia contra el pueblo. (Empleamos deliberadamente esta categoría equívoca para subrayar que en aquella formidable movilización no participó la clase obrera en tanto que tal).
Es inseparable la capacidad de la burguesía y el imperialismo de retomar el control de una situación escapada de sus manos, de la conducta de las dirigencias de organizaciones que se consideran revolucionarias. Hoy estructuras tales como Patria Libre (integrado al gobierno), Movimiento Socialista de los Trabajadores (fracturado y sin rumbo), Partido Comunista (reducido a su minimísima expresión luego del cataclismo electoral del cual fue voluntario artífice en las elecciones parlamentarias de octubre último), o Partido Obrero (capaz de celebrar un resultado del 0,4% de los votos como una victoria, porque en dos poblados obtuvo concejales con elevada votación, poco antes de que esos mismos concejales rompan con la organización lanzándole las peores pullas), están cada uno en un sitio por completo diferente del cuadro político actual. Pero todos estuvieron juntos en la realidad invertida del pensamiento idealista, que transformó las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 en el prólogo del asalto al poder y, en lógica consecuencia de la concepción respecto del papel de la vanguardia en una revolución, los lanzó a copar la conducción de las Asambleas para barrer a alegados reformistas y traidores y alistar a las masas para ocupar la Casa Rosada.
Al menos las direcciones de Patria Libre y del recientemente autodisuelto Partido Comunista Congreso Extraordinario fueron consecuentes y ahora, bajo el comando victorioso del cavallista jefe de gabinete Alberto Fernández y la mirada escrutadora del duhaldista ministro de Interior Aníbal Fernández, entraron por fin a la Rosada y están llevando a cabo su revolución. El resto de aquel espectro se debate en la disgregación de sus filas mientras repite que Néstor Kirchner es idéntico a De la Rúa y toma cada expresión de lucha reivindicativa como prueba contundente de la voluntad de las masas por acabar «con todos» para declarar de inmediato la revolución socialista. En el paroxismo de la incongruencia, este conjunto se fractura a su vez en tres grandes corrientes: una pretende reeditar en Argentina el (hasta hace algunos meses) victorioso modelo frenteamplista uruguayo; otro definió con precisión teórica su objetivo y lanzó la consigna «frente de izquierda 100%»; y un tercero, más consciente de la magnitud de la debacle, trata de tomar distancia del ultraizquierdismo desenfrenado y oscila entre la reiteración morigerada de sus desvíos anteriores y la asunción de una estrategia revolucionaria marxista.
Este último sector ha abierto una posibilidad de debate, autocrítica y recomposición, al dar lugar a una «Autoconvocatoria por el reagrupamiento y confluencia política de los luchadores, las fuerzas populares y la izquierda». Aunque en la oscura noche ultraizquierdista todos los gatos son pardos, ésta es sin duda una oportunidad de debate serio en pos de la recomposición del pensamiento y la militancia marxistas. La participación leal en esa instancia tiene sin embargo como condición el rechazo, intransigente e igualmente franco, a la idea de que es posible alcanzar el objetivo clave de recomposición de fuerzas y fundación de un genuino partido revolucionario apelando a la suma aritmética de las concepciones pseudoteóricas y las conductas políticas con las cuales los equipos dirigentes se hicieron responsables del desastre actual. No hay nombres en el índex; pero hay conceptos, conductas, metodologías, que no tienen ni jamás tendrán lugar en un partido capaz de asumir y llevar a cabo las tareas de la revolución socialista en Argentina.
Esto es tanto más evidente, cuando aquellos mismos ejemplos se repiten en cada conflicto puntual, en los que el accionar de una línea de vanguardia transforma al militante en lo contrario de lo que debe ser. Allí está, como uno más entre innumerables ejemplos, lo ocurrido en Las Heras. Un conflicto reivindicativo de singular potencialidad, desembocó en lo que la militancia debe tomar como signo de alerta rojo: una vez más en la historia argentina las camarillas internas del peronismo utilizaron la lucha social para dirimir por la violencia sus conflictos internos por el reparto del poder. Una vez más, la mayoría de las fuerzas revolucionarias confundieron el significado táctico y estratégico de una batalla puntual. El resultado ha sido por enésima vez que el gobierno, en cuyas filas están los responsables del asesinato del policía, monopolizó la defensa de los derechos humanos y, a través de la burocracia sindical, transformó en victoria propia el resultado victorioso de la lucha reivindicativa.
Los capitanes de pacotilla que llevan una y otra vez a la derrota a sus soldados, no pueden ser comandantes. Tanto menos, si los combatientes son representantes de las nuevas generaciones de obreros que buscan un camino para sus anhelos de reivindicación social, no hay el menor espacio para la transacción con ellos. Una línea política de tal manera errada en medio de cualquier lucha social transforma al activista en irresponsable actor de una frustración con efectos letales para la clase obrera en su conjunto: divide a las bases, desmoraliza a quienes se embarcaron en la lucha, aísla a la vanguardia, fortalece a los aparatos burocráticos y sus dirigentes. La vanguardia se niega a sí misma en tales condiciones.
Si no asume y resuelve este conjunto de contradicciones, una dirección que se pretende revolucionaria no es lo contrario de aquellas que se asumen reformistas, sino la contracara gritona de la asimilación al sistema. En consecuencia, si esta contradicción no es resuelta correctamente desde una comprensión teórica ajustada y con una mano política férrea, el militante es arrastrado a la falsa opción de transformarse en un energúmeno que vocifera y condena mientras a su alrededor crece el vacío, o desistir de edificar una organización de vanguardia.
Las vacuidades con las que se condena el concepto y la práctica de vanguardia, haciendo el elogio mentiroso del democratismo y la horizontalidad, calaron en franjas demasiado anchas del activismo en todas partes, no sólo porque suenan como música de ángeles a los oídos de la pequeña burguesía conflictuada, impulsada a enfrentar las aristas más descarnadas del capitalismo pero renuente al combate frontal contra el sistema. La penetración de nociones tan primarias, es inseparable de la degeneración de la noción de partido revolucionario de vanguardia.
El resultado en la coyuntura actual es que la militancia se divide en dos grandes conjuntos: el que apartado de la realidad concreta de las masas se encapsula en un mundo virtual sostenido a fuerza de dogmatismo e irracionalidad, y el consustanciado con el movimiento vivo pero atrapado por él, negado a la organización y a la responsabilidad histórica de la vanguardia, incapaz de dirigir la fuerza espontánea hacia la lucha política de masas y la confrontación efectiva con el poder real. Aquél entrega por omisión la resistencia social a las garras político-ideológicas del capital; éste, reiterando el giro clásico del oportunismo y el centrismo, se subordina a las corrientes que, invariablemente, impulsan la burguesía y el imperialismo para afrontar situaciones de crisis extrema con medidas radicales por definición destinadas a impedir la ruptura con los límites del sistema.
De manera que la incomprensión del momento histórico, la corrupción organizativa, la degradación del papel del partido revolucionario ante la sociedad y la impotencia que deriva de esto, son aspectos inseparables de un mismo fenómeno. Se comprende así la negativa de ciertas dirigencias de izquierdas a observar la propia conducta a la luz de resultados calamitosos: corregir un milímetro en caracterizaciones y tácticas exige cambiar de cuajo todo el discurso táctico y estratégico, todas y cada una de las columnas sobre las cuales estas organizaciones y dirigentes se han sostenido durante décadas.
No parece probable esperar que esas dirigencias fallidas se suiciden. Pero es menos probable -y, desde luego, inaceptable- que innumerables cuadros revolucionarios sinceramente entregados a la causa del socialismo se inmolen por persistir en una actitud ya no acientífica, ajena al pensamiento marxista, sino directamente irracional.
Está planteada entonces una revisión profunda y franca de las caracterizaciones que derivaron en tácticas y resultados hoy a la vista de todos. La UMS propone a toda la militancia revolucionaria empeñarse en esta tarea. No para proclamar vencedores, sino para hallar explicaciones y respuestas. Para avanzar en la comprensión teórica de nuestro tiempo, del mundo y el país sobre el cual debemos actuar. No es posible que Kirchner y el PJ avancen en la recomposición del poder político de las clases dominantes, que un espejismo burgués conquiste la conciencia de los trabajadores y el pueblo, sin que la militancia (incluidos sectores revolucionarios hoy alineados con el gobierno) se disponga a articular una respuesta eficaz en función de una genuina revolución social.
Valor táctico de una estrategia basada en la clase obrera
Decíamos antes que pensar y actuar la Revolución en Argentina es hoy, ante todo, pensar y actuar para recomponer la inmensa masa militante revolucionaria neutralizada por su fragmentación y falta de conducción estratégica. Pero este propósito carece de cualquier perspectiva de éxito si se apoya en sí mismo. El llamado «frentismo de izquierda» (forma bastarda del sectarismo reducido a los límites de una estructura partidaria única), no resuelve una perspectiva para la militancia revolucionaria por la sencilla razón de que no es una solución para la perspectiva de la clase obrera.
No es posible organizar, galvanizar y conducir hacia la victoria revolucionaria una vanguardia, al margen de lo que ocurra con aquello que da sentido a ocupar un lugar en la primera línea: la fuerza social de la que se destaca. Aquí hay dos temas: en primer lugar, cuál es la fuerza social a la que se refiere una organización política; en segundo lugar, cómo se relaciona con ella.
En los últimos años en Argentina las organizaciones que se denominan marxistas no podrían haber estado más distantes del pensamiento y de la práctica que en su momento asumieron Marx y sus genuinos continuadores: tomaron como base social de la revolución a los desocupados; y con cuadros recién salidos de la Universidad, vestidos de pobres y con pretensiones de protagonismo, se plantaron ante ellos como jefes, para pedir «subsidios» (traducción apenas disimulada de limosna). Por añadidura, no pocas de las organizaciones que en fila pasaron a bautizar organizaciones «piqueteras» (otro dislate conceptual) con siglas idénticas a las de sus partidos y en más de un caso adoptaron el modus operandi propio de lo más corrupto de la partidocracia burguesa, cobrando un porcentaje de aquella limosna. Caricatura de una caricatura, los «movimientos piqueteros» en realidad arrastraron a los partidos que los habían creado.
Nadie podría minimizar o relegar la importancia táctica y estratégica de la masa de excluidos por la crisis del sistema. Una organización que incurriera en ese error, quedaría irremediablemente por fuera de una perspectiva cierta de lucha revolucionaria y toma del poder político. Con la aparición de organizaciones de desocupados se vieron expresiones de abnegada solidaridad, búsqueda sincera de formas alternativas para la sobrevivencia, y de formas organizativas que prefiguran una línea de trabajo fructífero para la concientización y organización de grandes contingentes humanos arrojados a la miseria extrema, la ignorancia y la degradación. Sin embargo, incluso esas expresiones nuevas e innovadoras de la lucha contra el sistema, fueron en más de un caso desviadas, manipuladas y esterilizadas por una combinación de desvío teórico y oportunismo político propiciado no sólo por individuos y pequeños grupos a la caza de notoriedad, sino principalmente por organizaciones que hallaron en esa base social la posibilidad de crecer como partidos revolucionarios y lograr un lugar en la vida política nacional. El camino recorrido en pocos años fue de la aparición genuina y espontánea de obreros desocupados y sus familias (principalmente como resultado de la privatización de YPF) que apelaron al corte de rutas para hacerse oír, al copamiento de los remanentes de esas luchas y la movilización de desocupados en torno de la demanda de subsidios. Contingentes de familias desesperadas por el hambre eran cotidianamente cargadas en ómnibus para ser trasladadas al centro de Buenos Aires a «hacer piquetes». Se teorizó la práctica de cobrar un porcentaje de los subsidios para sostener «la organización» y se legitimó la idea de que sólo quienes asistían regularmente a las actividades «piqueteros» tenían derecho a las bolsas de alimentos y las remesas concedidas por diferentes estamentos del gobierno.
Como cada partido creó su propio «movimiento piquetero» y la práctica contagió a pequeños agrupamientos militantes en el conurbano bonaerense, los cortes de calles y rutas se multiplicaron. Hubo un período en que literalmente todos los días se producían numerosos cortes de calles y accesos a la Capital Federal. Los trabajadores con ocupación no podían llegar a sus lugares de trabajo. En una ciudad donde diariamente se desplazan de 8 a 10 millones de personas son presumibles los conflictos creados por tal metodología de protesta. Una derivación de extraordinario valor potencial, como es la adopción de una identidad por parte del luchador social, se transformó en su contrario: la «identidad piquetera» tomó la forma de hombres y mujeres (la mayoría de ellos jóvenes, con indudable decisión de lucha) encapuchados y esgrimiendo palos que en no pocas ocasiones eran usados contra quienes reclamaban por el derecho a desplazarse y en cualquier caso amedrentaban a buena parte de la sociedad.
El hecho extraordinariamente positivo de que un excluido pueda afirmarse como individuo en una lucha colectiva, se transformó en rechazo individual a la sociedad excluyente mediante una conducta marginal. Lejos de condenarla, los partidos la enaltecieron como expresión de combatividad y desdeñaron cualquier esfuerzo por impedir la fractura social y política que este accionar aceleró.
El poder político burgués actuó con habilidad ante el fenómeno: para «mantener el orden», ordenó a la policía acordonar un área de varias cuadras alrededor de los «piqueteros», con lo cual a menudo una marcha de 50 ó 100 personas producía la paralización de sectores enteros de la ciudad, por regla general los centros de actividad comercial, administrativa y bancaria. El corte de los puentes de acceso a la Capital impedía o dificultaba el transporte de los trabajadores, que debían disponer de dos, tres o más horas adicionales para llegar a sus trabajos o regresar a sus hogares. Por supuesto y por razones obvias esto nunca ocurría en las zonas ricas de la ciudad, donde viven la burguesía y las clases medias altas. Con el tiempo, los servicios de inteligencia del Estado pasaron de la observación a la acción, armando sus propios grupos «piqueteros», que agredían a ciudadanos no ya como el resultado presumible de la situación, sino como método para ahondar y ampliar la fractura que el caos cotidiano producía en la sociedad en general y, marcadamente, en la propia clase trabajadora. Ajenas a los efectos ideológicos y políticos de mediano y largo plazo que esta deriva social generaría, las dirigencias supuestamente marxistas se aferraron al accionar irracional que promovía un «piquete» por hora y anunciaba un «argentinazo» por mes, mientras la clase obrera como tal, distante en todos los sentidos de los desocupados y cada día más enfrentada objetiva y subjetivamente con los «piqueteros», se mantuvo desmovilizada y por fuera de proceso político en marcha. Los medios de incomunicación social, en su salsa, condenaban a los «activistas» y clamaba por el «orden», echando nafta al fuego del malestar generalizado de una sociedad en la que se hizo patente la fragmentación extrema, al punto de que cada individuo asumió como y propia y normal una actitud de enfrentamiento constante con quienquiera tenga en su proximidad.
Ahora bien: esto no resultaba de la sublevación de los condenados de la tierra, sino de la práctica cotidiana de lo que dio en llamarse «movimiento piquetero», que en los hechos involucraba a una franja minúscula, proporcionalmente insignificante, de la masa de desocupados. Esta, mientras tanto, comenzó a invadir silenciosamente la ciudad en cada atardecer, para revolver la basura en busca de comida y restos vendibles. Ese ejército taciturno de seres humanos arrojados a un estado de indigencia y degradación sin mesura también recibió un nombre, que lo identificaría como nuevo actor del colapso argentino: los «cartoneros». Cuando al caer el día la ciudad salía del caos provocado por algunos cientos, a veces miles, de «piqueteros», surgían en las sombras decenas, probablemente cientos de miles de «cartoneros».
Inicialmente estos nuevos protagonistas de la cotidianeidad porteña provocaron el espanto del ciudadano común que en la puerta de su casa, en el país de las vacas y los trigales, veía personas comiendo de las bolsas de basura. Del horror a la compasión, y luego al rechazo por los efectos devastadores sobre la higiene urbana, los trabajadores ocupados y las clases medias pasaron finalmente a la indiferencia. El gobierno de la ciudad, progresista, como se sabe, tuvo la iniciativa de proponer que se separara la basura utilizable de la demás, para facilitar la labor de los «cartoneros», a los que además se les daría un uniforme y una credencial. Esta osada línea de intervención no prosperaría. Pero tuvo la virtud de mostrar la capacidad de respuesta social del capitalismo de nuestro tiempo, además de corroborar que, cuando irrumpe la crisis, los reformistas son tan ridículos e inocuos como quienes arrojan brújula y bandera y caen bajo los efectos de la enfermedad infantil del comunismo.
Mientras tanto, las usinas ideológicas y políticas del capital local e imperialista avanzaron sistemáticamente en sus planes. Al cabo de un período la propia práctica en las estructuras «piqueteras» hizo una selección a la inversa y los aparatos fueron ganados por el clientelismo. Quienes resistieron esa dinámica, quedaron aislados. Y la sesuda teoría del «partido piquetero» se reveló en toda su condición visionaria: las estructuras más significativas (y en más de un caso genuinas) de esa base social, se incorporaron al gobierno, donde son ahora el ala combativa de un partido que desesperadamente trata de construir la burguesía para salir del cementerio de sus aparatos políticos del pasado. Las que nacieron y existieron como apéndices de aparatos partidarios se disgregaron. Otros agrupamientos, inervados por militantes abnegados y honestos, buscan un camino de salida.
Al margen incluso de un juicio de valor, es innegable que el sector numérica y políticamente más significativo de lo que dio en llamarse «movimiento piquetero» fue cooptado por el gobierno y asimilado al sistema. Sus dirigentes son funcionarios; y sus bases clientes del aparato político que intenta formar el sector del capital que se hizo del poder con el golpe de mano de diciembre de 2001. En el otro extremo, los «cartoneros» -es decir, la masa de desocupados y excluidos- sin cesar creciente, es ya parte del paisaje natural de Buenos Aires, con apenas un dato diferenciador, provocado por la reactivación económica: en ese ejército inerme de miserables hay menos hombres adultos, más mujeres y, sobre todo, más niños.
Es el rostro espantoso, intolerable, insostenible, de la crisis capitalista. Sólo que, aunque golpea a los ojos de cada habitante, se oculta a la mirada por un fenómeno de negación colectiva y aparece como exactamente lo inverso y domina la percepción social en Argentina y más allá de las fronteras: la supuesta solución de la crisis, atribuida al gobierno Kirchner, sin considerar o comprender hechos tan obvios que subleva tener que repetirlos: el colapso político lo revirtió la burguesía durante el gobierno de Eduardo Duhalde; la crisis económica no resolvió ninguna de las causas estructurales que provocaron la explosión y… todo el cuadro político actual es inexplicable sin un factor decisivo: el papel de las dirigencias autoproclamadas revolucionarias.
Este desenlace, que pone en cuestión el curso de Argentina durante todo un período por delante, tiene responsables. No hablamos de individuos sino de concepciones encarnadas en organizaciones. Y no es posible achacar esa responsabilidad a aquellas que están descartadas por definición, es decir, las que no propugnan la revolución social. Por tanto, hay que buscarlos entre las que, desde los 80 hasta el último período reseñado más arriba, en lugar de procurar a todo precio y por todos los medios la unidad social y política de los trabajadores y sus aliados, por sobre las diferencias ideológicas, culturales y partidarias que naturalmente existen en los millones de explotados y oprimidos, propiciaron una respuesta revolucionaria mediante la incorporación de esa masa diversa en todos los sentidos a supuestos «partidos» o «frentes» de izquierda, que no son partidos porque no son parte real de la clase obrera; y por no ser partidos, no pueden tampoco ser un frente real aun cuando se presenten bajo una misma sigla.
Simultánea y paralelamente, aquellas líneas de acción chocaron con la tarea primera en medio de la crisis expresada en última instancia en el desmoronamiento de la URSS y sus derivaciones posteriores en todo el planeta: la recomposición de las fuerzas revolucionarias marxistas a escala nacional e internacional.
A cambio, la militancia ha asistido al espectáculo de «direcciones» que, tras interpretar que el proletariado mundial estaba a la ofensiva en 1990, en pos de la revolución y el socialismo, por sí y ante sí alumbraron aparatos insignificantes a los que denominaron Internacional. Con la misma técnica que luego se utilizaría en relación con el «movimiento piquetero», cada pseudo partido creó su propia internacional; envió cuadros a «influenciar» a revolucionarios subdotados de otros países, necesitados de la conducción incluso táctica de aquellas direcciones, cuya primera tarea consistió en mostrar que todas las demás eran, en realidad, contrarrevolucionarias al servicio del imperialismo. Cuadros talentosos, con acervo teórico de inmenso valor, resolvieron financiar un militante aquí, otro allá, para que su internacional orientara la revolución en cada país. Y de paso, que denunciara a Fidel y el PC de Cuba por su papel contrarrevolucionario dentro y fuera de Cuba. Cuando apareció Chávez en el escenario, se apresuraron a explicar que era un bonapartista al servicio del imperialismo…
Parece una mala comedia; pero es el entramado real en el que se formaron y actuaron millares de hombres y mujeres que, justamente, trataban de acceder al «escalón más alto de la especie humana». Las leyes inexorables de la dialéctica producen a menudo resultados crueles: cuanto más abnegado y esforzado el militante, más enajenado su accionar; cuanto más prolongada su vida de luchador y más intensa su participación en los combates de estos años, más consolidadas las deformaciones conceptuales y metodológicas.
No hay margen para la ilusión de que este resultado pueda revertirse con revistas de teoría, debates y reuniones. Aunque todo ello sea necesario, sólo la irrupción del movimiento obrero real en la lucha social y política podrá rescatar esa masa militante malograda por la encerrona histórica que tocó en suerte.
Rasgos de la nueva etapa histórica
El derrumbe de la URSS dio lugar a un fenómeno múltiple, incomprendido o no asumido en toda su magnitud hasta hoy. En apretada síntesis se puede resumir en dos aspectos determinantes:
- ruptura de todas las barreras objetivas y subjetivas que condicionaban y limitaban a los países centrales (imperialistas) en la economía mundial capitalista; imposición arrolladora de las expresiones más brutales de la ley del valor en todas las economías nacionales y en todos lo planos de cada sociedad; explosión del desarrollo de las fuerzas productivas mediante la revolución científico-técnica y, en consecuencia, crecimiento absoluto y relativo del proletariado industrial en la sociedad.
- dilución hasta la desaparición de la noción de socialismo como alternativa al capitalismo; proceso masivo y acelerado a escala mundial de pérdida de la conciencia de los trabajadores; consecuente debilitamiento y/o extinción de partidos obreros en todo el mundo; adaptación de los restantes (con apenas excepciones), a la idea y la práctica de que el capitalismo es invencible y sólo se puede intentar obtener mejoras dentro de él; desarme ideológico, organizativo y moral, de cientos de millones de trabajadores y decenas de millones de revolucionarios en todo el mundo; condena a la confusión, el individualismo y la enajenación a cientos de millones de jóvenes, precisamente en el momento de su incorporación al ejército proletario internacional numéricamente más poderoso de todos los tiempos y en una coyuntura de crisis sin precedentes del sistema. Más rápido aún que la proletarización masiva de profesionales antes independientes y la incorporación aluvional de nuevos proletarios en áreas extremadamente sensibles para el funcionamiento del sistema (como por ejemplo los técnicos y programadores en computación), se produjo el fenómeno de desideologización y alienación completa de más de la mitad de la población mundial, es decir, miles de millones de seres humanos. Mientras crecía a ritmo desconocido el proletariado en sí, menguaba hasta extinguirse el proletariado para sí.
La negativa a asumir ese momento histórico mundial y, a partir de allí, la coyuntura regional y nacional, redundó en la imposibilidad de comprender el papel objetivo del gobierno de Eduardo Duhalde primero y Néstor Kirchner después: la lucha interimperialista y el ahogo de las sub-burguesías locales asociadas, sobre la base de la completa ausencia de una opción teórica encarnada en la voluntad y la conciencia de millones de ciudadanos, le daba al capital una excepcional vía de escape.
El saldo inmediato está a la vista, como señala el reciente Congreso extraordinario de la UMS, publicado en Eslabón Nº 65: «la burguesía no sólo retomó el control social y la iniciativa política, sino que ganó a buena parte de las organizaciones sociales y políticas identificadas sinceramente con la revolución. A otro contingente, no menos sincero y no menos revolucionario, al menos en las formulaciones e intenciones subjetivas, la burguesía lo arrinconó en el aislamiento sectario».
Dejemos de lado en esta oportunidad lo ocurrido a las corrientes e individuos que se dejaron convencer por falacias tales como «el fin del proletariado», la «invencibilidad del capitalismo», la «crisis irreversible del socialismo», entre otras vaciedades dominantes durante los últimos años. Al otro extremo del derrumbe militante, las víctimas de la enfermedad infantil del comunismo, impedidas de comprender la extraordinaria complejidad del mundo real reprodujeron deformaciones históricas del pensamiento revolucionario: espontaneísmo (como vimos se llegó a proponer un ‘partido piquetero’); localismo llevado a límites absurdos (ahora Las Heras), idealismo mecanicista como base para el razonamiento (interpretación antojadiza de la realidad mundial, imprevisión primero y ceguera después ante un fenómeno de las dimensiones de la Revolución Bolivariana).
En suma, la transmutación del análisis de la realidad por el recurso sistemático al petitio principii, es decir afirmar aquello que se debe demostrar, apelar a formulaciones abstractas válidas para todo tiempo y lugar, impidieron comprender la extraordinaria complejidad de la coyuntura histórica, tanto a escala mundial como nacional. Pero, atención: ninguna complejidad debe oscurecer lo obvio y relegar o confundir el dilema que tienen ante sí las clases dominantes en Argentina.
Eduardo Duhalde y luego, en otras condiciones, Néstor Kirchner, llevaron a cabo una exitosa operación política que, en una paradoja sin precedentes, recuperó credibilidad por parte de una sociedad hastiada y en desesperada sublevación, mientras daba una nueva vuelta de tuerca en la traslación de ingresos a favor del capital. Sin embargo, contra la opinión predominante, hay que afirmar que esta operación exitosa carece de base material para prolongarse en el tiempo sin saldar de manera neta la confrontación esbozada en 2001/02. Las causas objetivas y subjetivas que produjeron aquel choque social espontáneo, abortado y transformado en su contrario por la inexistencia de organizaciones capaces de asumir las necesidades de las masas y la complejidad de la lucha revolucionaria, lejos de haberse resuelto, han agravado en todos los sentidos.
Por mucho que la realidad esté distorsionada y disfrazada, la tensión de fuerzas entre burguesía e imperialismo de un lado, trabajadores y conjunto de la población del otro, late en los cimientos de la sociedad; explota aquí y allá de los modos más diversos e inesperados; busca expresión y dirección política de clase; y no encontrándolas corre el riesgo estratégico de invertir su sentido y transformarse en fuerza contraria a la revolución social. Pero permanece bajo la superficie de las relaciones sociales y no deja por un instante de agravarse.
Para decirlo todo de una vez: enmarcada en la lucha interimperialista por el reparto de mercados mundiales, Argentina -indiferenciada en ese punto del resto de América Latina- está de lleno en una transición convulsiva dominada por una de las condiciones clave de una situación revolucionaria: los de abajo ya no quieren y los de arriba ya no pueden vivir como hasta ahora.
En su célebre clasificación, Lenin describió cuatro condiciones para reconocer una situación revolucionaria:
«Estamos seguros de no equivocarnos cuando señalamos los siguientes tres síntomas principales (de una situación revolucionaria): 1) cuando es imposible para las clases gobernantes mantener su dominación sin ningún cambio, cuando una crisis, en una u otra forma, en las ‘clases altas’, una crisis en la política de las clases dominantes, abre una hendidura por la que irrumpen el descontento y la indignación de las clases oprimidas. Para que estalle una revolución no basta, por lo general, que ‘los de abajo no quieran’ vivir como antes, sino que también es necesario que ‘los de arriba no puedan’ vivir como hasta entonces; 2) cuando los sufrimientos y las necesidades de las clases oprimidas se han hecho más agudas que habitualmente; 3) cuando, como consecuencia de las causas mencionadas, hay una considerable intensificación de la actividad de las masas, las cuales en tiempos ‘pacíficos’ se dejan expoliar sin quejas, pero que en tiempos agitados son compelidas, tanto por todas las circunstancias de la crisis como por las mismas ‘clases altas’ a la acción histórica independiente. Sin estos cambios objetivos, que son independientes de la voluntad, no sólo de determinados grupos y partidos sino también de la voluntad de determinadas clases, una revolución es, por regla general, imposible (…) la revolución no se produce en cualquier situación revolucionaria; se produce sólo en una situación en la que los cambios objetivos citados son acompañados por un cambio subjetivo, como es la habilidad de la clase revolucionaria para realizar acciones revolucionarias de masas suficientemente fuertes como para destruir (o dislocar) el viejo gobierno, que jamás, ni siquiera en las épocas de crisis, ‘caerá’ si no se lo ‘hace caer’»(2).
Toda clasificación -más si trata de relaciones sociales- tiene rigideces y limitaciones que la inhabilitan cuando en lugar de ser tomada como síntesis teórico-políticas se la adopta como fórmula matemática. Excluida esa actitud, estas reflexiones de Lenin no sólo constituyen una formidable guía para la acción, sino que, en los dos primeros puntos señalados, calzan con inusual justeza con la realidad argentina actual. Nadie podrá dudar que los de abajo no quieren vivir como lo hacen, y los de arriba no pueden sostenerse como hasta ahora (¡por eso Kirchner es Presidente y el diario La Nación se limita a repetir columnas insultantes, la más de las veces traducidas del inglés!). Sólo algunos propietarios de empresas periodísticas, algunos titulares de organismos encargados de estadísticas públicas y ciertos políticos enajenados, dudan que la segunda condición planteada por Lenin se verifica –en este caso sí- con precisión milimétrica en el país: «los sufrimientos y las necesidades de las clases oprimidas se han hecho más agudas que habitualmente».
Pero falta, y de manera absoluta, la tercera condición: no hay «una considerable intensificación de la actividad de las masas». Mucho menos está presente «la habilidad de la clase revolucionaria para realizar acciones revolucionarias de masas suficientemente fuertes como para destruir (o dislocar) el viejo gobierno».
Partido y dirección
La contradicción entre la aguda vigencia de las dos primeras condiciones y la no menos estridente ausencia de la tercera ha confundido una y otra vez a la militancia. En los años 70, con una lectura arbitraria y mecanicista de Trotsky, se concluyó que sólo faltaba «el factor subjetivo», entendido éste como el partido, el cual a su vez era entendido exclusivamente como la existencia de un equipo que se atribuía las capacidades de una conducción revolucionaria.
Ahora, cuando el dilema vuelve a plantearse y con mayor agudeza aun que cuatro décadas atrás, es literalmente de vida o muerte que la militancia revolucionaria no vuelva a incurrir en el mismo error de simplificación (para nada exento de interés individual y corporativo).
Es preciso asumir en toda su dimensión y múltiple proyección la afirmación de que «los cambios objetivos son independientes de la voluntad, no sólo de determinados grupos y partidos sino también de la voluntad de determinadas clases», y la certeza de que el «factor subjetivo» no puede ser reducido a un equipo de dirección autoproclamada, porque una dirección es inseparable de la masa a la que en teoría debe encabezar, y mientras ésta tenga una subjetividad ajena a la idea de revolución estará faltando un factor objetivo determinante, que cerrará el paso a una dirección revolucionaria real, es decir, real en el devenir diario de la sociedad, del movimiento de masas.
Los cambios objetivos son independientes de la voluntad de partidos y clases, pero no de la labor acumulada de los revolucionarios. Ésta, sedimentada en conciencia y organización, va sumando cantidades que en un momento (ése sí independiente de toda voluntad y difícilmente previsible) se transforma en calidad y produce el estallido revolucionario.
Hay que subrayar que ese momento teórico difiere en todo y por todo de las cacerolas que atronaron Buenos Aires el 19 de diciembre de 2001 y supuestamente voltearon al gobierno de la Alianza. El subrayado es una advertencia para nada irónica: la confusión de cualquier explosión con una situación revolucionaria acaba con la derrota del movimiento popular sublevado y el aniquilamiento de las organizaciones revolucionarias.
En algunos casos, como en los años 70 del siglo pasado, esto puede significar el aniquilamiento físico de la militancia. En otros, como el período vivido entre 1983 y 2003, significa el aniquilamiento organizativo de formaciones de definición revolucionaria, lo cual significa por extensión la destrucción, desmoralización o neutralización de una fuerza militante clave en la lucha social y política.
No es antojadiza la comparación de 1976 con 2003, aun cuando en más de un sentido se trata del desenlace inverso de un período de conmoción social. El 25 de mayo de 2003, con la asunción de Kirchner y la presencia en sendos actos masivos de Fidel Castro y Hugo Chávez, plasmaba un cambio volcánico en sentido positivo de lucha antimperialista y de emancipación social mientras simultáneamente ocurría un reacomodamiento ideológico-político que ubicaba al borde del abismo a las organizaciones asumidas como revolucionarias. A partir de ese momento, éstas se desplazarían para ingresar al gobierno u oponersele frontalmente y en todos los planos.
No es habitual asumir que un mismo fenómeno pueda concentrar trascendentales factores positivos en el mismo nido en el que ocupan lugares de prevalencia los huevos de la serpiente. Menos lo es afirmar que, o se comprende esa ambivalencia brutal, o se clausura el camino para toda comprensión. Sin embargo ése es el mensaje que necesitamos transmitirle a las y los revolucionarios que en Argentina han luchado y siguen luchando contra el capitalismo:
- el gobierno de Kirchner con los fascistas Gustavo Beliz y José Bordón (para mencionar sólo a los más connotados del Opus Dei entre otros tantos innumerables) y una cantidad igualmente significativa de mujeres y hombres imbuidos de intenciones revolucionarias, abría el 25 de mayo de 2003 un paréntesis dentro del cual se dirimiría nada menos que el curso histórico del país;
- Marx sostenía, en un texto citado una y otra vez en estas páginas, que si bien las sectas tienen justificación histórica en períodos de retroceso de las luchas proletarias, cuando éstas reaparecen, aquéllas son «reaccionarias en esencia»(3). La descripción que hemos resumido aquí no deja lugar a dudas respecto del papel reaccionario de las sectas en este período. Una conclusión lineal, por tanto, afirmaría que el colapso de las organizaciones de la izquierda revolucionaria en Argentina, entendido como destrucción de las sectas de izquierda y resultante de la irrupción del kirchnerismo, es un factor históricamente positivo.
El hecho es que la ambivalencia del oficialismo actual no niega su carácter de clase, de la misma manera que la relatividad del tiempo no impide que un hombre envejezca y muera. El principio de la indeterminación, fruto y motor del pensamiento idealista, traducido en formulaciones corrientes tales como «éste es un gobierno en disputa», empuja a franjas importantes de militantes revolucionarios a una trampa mortal.
No sólo por su origen y composición, sino ante todo por las relaciones sociales de producción de las cuales es heredero y constantemente reproduce en todos los planos y sentidos, el gobierno encabezado por Néstor Kirchner es un engranaje del mecanismo del sistema capitalista. Esto no supone una opinión respecto de las intenciones del Presidente y es tan obvio como el hecho de que el funcionamiento del sistema requería en medio de la crisis un engranaje con particularidades excepcionales. Esa misma excepcionalidad le será demandada al elenco gobernante por la reaparición, bajo la forma que fuere, de la crisis. Sólo que en la próxima vuelta, este equipo catapultado al poder por la crisis será puesto en cuestión por ésta.
Ni en conceptos teóricos o formulaciones programáticas, ni en los hechos puros y duros, durante tres años el gobierno no dio un solo paso destinado a cambiar las relaciones de clase. De manera sistemática ha ocurrido lo inverso; y está a la vista: desde la distribución del producto excedente hasta los alineamientos con la burocracia sindical, desde el destino de los resultados de la recuperación económica (fácilmente mensurable con el nivel del salario real y la salida de 10 mil millones bajo la forma de pago al FMI) hasta el curso de recomposición política que terminó subordinando cuadros combativos a los restos en descomposición del aparato mafioso del PJ, desde la relación con antiguos y nuevos grupos económicos hasta la que se verifica respecto de la población en los actos públicos del Presidente, no podrá hallarse un solo hecho que permita fortalecer ideológica, política, social o económicamente a los de abajo en relación con las clases dominantes. La idea de «dar poder a los pobres para acabar con la pobreza» no sólo no está en el léxico oficial: tampoco está en sus líneas de acción de corto, mediano o largo plazos.
Por eso crece la economía y la pobreza a la vez; aumenta la producción de riqueza y la marginalidad; se recompone el sistema institucional al compás de una degradación vertiginosa de la política: porque el curso del movimiento no va en el sentido de la participación consciente y organizada, en el mejoramiento económico y social, en la educación y el protagonismo de las mayorías, es decir, en el sentido del cambio de relaciones de fuerza y lugar entre las masas, sino en favor del statu quo ante.
Estas afirmaciones no encarnan problemas mayores para quienes por convicción, conveniencia o simple ignorancia, creen que la crisis del sistema ha sido superada y sólo resta mejorar los términos de la distribución y la calidad de las instituciones. Quienes tenemos la certeza de lo contrario, sin embargo, debemos poner manos a la obra para afrontar lo que inexorablemente viene.
Y aquí reaparece el dilema de qué hacer respecto de la legión dispersa de militantes revolucionarios. Pero falta reconocer que tanto la crisis como la respuesta y eventual solución tienen raíz y alcance internacional. Y por lo tanto no es posible dar un solo paso si no se analiza qué lugar ocupa el actual gobierno argentino en ese plano.
La contradicción que polariza a la militancia y la conduce a un callejón sin salida estriba en la imposibilidad de asumir que un dato esencial de la crisis que envuelve al planeta es la lucha interimperialista e interburguesa, que se desenvuelve en el marco de la desorganización y desideologización de la clase obrera mundial. Sin negar ninguno de los factores que hacen de este gobierno un defensor del statu quo ante, es preciso entender que surge como fruto de la lucha interburguesa en el plano interno y de la lucha interimperialista en el plano internacional. Ese origen es tan determinante de su condición como lo es su naturaleza de clase.
Para el pensamiento mágico, para pseudodirecciones irresponsables que no preparan la batalla contra el poder real, esas contradicciones carecen de relevancia. Pero quienes se propongan de verdad desafiar y vencer a la burguesía y el capitalismo no pueden desestimar las contradicciones del enemigo. La distancia entre la victoria y la derrota, entre la vida y la muerte no de una persona, sino de millones y sobre todo de una perspectiva histórica de emancipación y redención social estriba precisamente en la capacidad para intervenir con estrategia y fuerza propias en la múltiple confrontación que ocurre ahora mismo a escala planetaria.
De la misma manera que no es posible avanzar un milímetro en la recomposición de la vanguardia sin partir del estado y la evolución de la clase a la que ésta pertenece y se refiere, es igualmente imprescindible partir de la realidad internacional y regional de la clase obrera y sus aliados. Dar indicaciones para cada país desde un escritorio y enviar portavoces para «influir» en la revolución mundial, es algo más que una caricatura grotesca del internacionalismo: es una concepción y una práctica provinciana de la política. Eso y nada menos es lo que han practicado y siguen practicando los charlatanes irresponsables que desconocen realidades como la Revolución Cubana, encogen los hombros frente a la Revolución Bolivariana, se solazan con la deriva reformista de Lula, recuerdan que ya sabían cómo es Tabaré Vázquez, explican con suficiencia despectiva el vuelco de la situación en Bolivia y para interpretar lo que ocurre en Perú corren a buscar el ADN de un ex militar.
El provincianismo, en el mal sentido de la palabra, llega al punto de que preclaros dirigentes de la revolución mundial acaban postulándose como concejales… y salen chamuscados!
Basta con eso. El internacionalismo es en primer lugar pensar, comprender y actuar desde y para una realidad internacional. La acción revolucionaria internacional implica en primer lugar pensar, comprender y actuar para enfrentar y vencer al centro vital del sistema: el imperialismo estadounidense. En términos históricos, no hay ni podrá jamás haber una revolución victoriosa en un país sin la derrota del imperialismo. No hay ni podrá jamás haber recomposición de la vanguardia revolucionaria marxista sin la afirmación en el tiempo del desarrollo consciente y organizado de la clase obrera, lo cual supone al límite la derrota del imperialismo.
La dinámica de convergencia de gobiernos actuales no sólo en América Latina y el Caribe sino en el hemisferio Sur del planeta, es una clave para enfrentar a tamaño enemigo. Se trata de gobiernos de muy diferente naturaleza y condición, pero esa convergencia, aun en su contradictorio desenvolvimiento, va en detrimento del control, la base de sustentación y la capacidad de acción del imperialismo. La revolución necesita ese espacio para abrirse paso y defenderse, en momentos en que la crisis estructural lanza al gendarme mundial contra el mundo, con todo su poder destructivo: tras las invasiones a Afganistán e Irak, el Pentágono prepara una agresión atómica contra Irán (probablemente se habrá consumada cuando estas páginas estén impresas) y tiende líneas de inequívoca confrontación bélica hacia Suramérica y el Caribe. No es un problema que otro debe resolver. Es el principal problema de los revolucionarios resueltos a la revolución.
Ahora bien: no hay modo de adoptar una posición sólida frente al gobierno argentino sin asumir este cuadro internacional. Así como resulta transparente que la política oficial no cambió un ápice las relaciones de fuerza entre las masas y las clases dominantes, es igualmente evidente que sí hubo cambios en las relaciones internas de la burguesía y, por lo mismo, del país respecto del imperialismo estadounidense. El proletariado, las juventudes, la militancia, de uno u otro modo comprenden bien el papel del imperialismo, cuyos estrategas están dispuestos a arrojar una bomba atómica sobre Irán con el objetivo de golpear la conciencia de todo el mundo, para sostener su predominio mediante el único medio que le resta: el terror. La militancia revolucionaria en Argentina no podrá relacionarse con las masas sin ofrecerle una respuesta creíble a esta conducta del máximo enemigo de la revolución.
En un contexto análogo -aunque incomparablemente menos grave- se impuso entre la primera y la segunda guerra mundiales la noción teórica de Frente Antimperialista y el accionar político en función de ella; no es un descubrimiento reciente; es una elaboración de la Internacional Comunista en el momento de mayor vigor de la Revolución Rusa y con la participación dirigente de Lenin. Abandonar la política de Frente Antimperialista, sea para reemplazarla con los Frentes Populares o por el sectarismo, es ni más ni menos que abandonar la estrategia de los revolucionarios marxistas.
¿Alguien recuerda la Plaza del No, el 1º de mayo de 1990? Entonces existía Izquierda Unida, que con todas sus insalvables debilidades (4) era cualitativamente diferente de la caricatura patética que compusieron años después el PC y el MST y expiró por fin el año pasado. En aquella oportunidad, IU llevó unas 80 mil personas a la Plaza de Mayo. El país enfrentaba una embestida imperialista brutal, que mediante la figura de Menem devastaría la nación durante la década siguiente.
Pese a nuestra resistencia fueron designados como oradores quienes habían sido candidatos a presidente y vice meses antes. Habíamos planteado que ese punto era para nosotros condición de permanencia en la IU; y determinó nuestra ruptura con ella (5). En representación del MAS, Luis Zamora utilizó la tribuna para… condenar a Fidel Castro!! El otro orador expuso -acaso sin saberlo- la propuesta de lo que desde los años 30, con base en nociones defendidas por Dimitrov ante la ya devaluada Internacional Comunista, el stalinismo denominó Frente Popular (6).
No faltan quienes dos décadas más tarde, y a la luz del derrotero recorrido por Zamora desde entonces, sospechan que su discurso fue obra de un agente contrarrevolucionario infiltrado: ¿a quién si no se le ocurre, desde el interior de IU y como diputado de ese frente, ante una multitud inequívocamente identificada con la Revolución Cubana y su dirección, condenar a Fidel Castro y exigir «socialismo mas democracia» en Cuba? Es difícil enfrentar tal interpretación, pero nuestra respuesta es inequívoca: a un sectario. No hace falta ser agente de la CIA. Recuérdese la frase de Marx: «las sectas son reaccionarias en esencia».
Tampoco el orador impuesto en aquella oportunidad por el PC se libra de interpretaciones capciosas. Su trayectoria posterior contribuye igualmente a abonar la teoría conspirativa. Pero la respuesta es la misma: eso es el frentepopulismo.
No hace falta ser agente secreto del enemigo. El sectarismo y el reformismo desaguan inconscientemente en el territorio de la burguesía y el imperialismo (por eso, dicho sea entre paréntesis, pueden convivir contra toda lógica durante largos períodos en circunstancias determinadas). El hecho es que resulta inseparable lo ocurrido en el período posterior -la anomia de la sociedad, la parálisis de la clase obrera, la desorientación de la militancia ante lo que el mal periodismo denominaría «neoliberalismo menemista»- de lo ocurrido aquel 1º de mayo de 1990. Imposible comprender el vuelco masivo de militancia y grandes sectores del movimiento obrero y la juventud hacia lo que sería el Frente Grande, luego Frepaso y Alianza, sin el impacto divisionista, desmoralizador y confusionista que tuvo aquella Plaza del No.
Pero esto no es sólo pasado remoto e irreversible (perdimos la batalla y el imperialismo se alzó con la riqueza material y moral del país). Se repitió en Mar del Plata, con motivo de la contracumbre y el acto en el que habló Hugo Chávez; sólo que en esa oportunidad, y ante la imposibilidad de tener un protagonismo rupturista, un conjunto de organizaciones optó por hacer su propio acto (7). Y acaba de reiterarse, esta vez como un calco, semanas atrás, el 24 de marzo, en un escenario por completo diferente: en lugar de moverse tácticamente según la estrategia del Frente Antimperialista, las izquierdas súper revolucionarias provocaron un escándalo absolutamente innecesario y rompieron una concentración de mucha gente -tanta como en aquella nefanda Plaza del No- pero ante todo volvieron a actuar contra las bases existentes para un frente antimperialista de enorme y decisiva potencialidad.
Es sencillo cargar las culpas sobre columnas identificadas con el gobierno que montaron una provocación adelantándose a ocupar lugares privilegiados en la Plaza. Pero quejarse porque entren en la escena grupos provocadores, equivale a descubrir que existe un enemigo. ¡Resulta que no podemos estar tranquilos en la Plaza! El nudo de la cuestión, sin embargo, está en otro lado: la lectura de un documento -conocido o no por todos los participantes- que obviamente no representaba el común denominador, es una provocación, aun con el signo contrario, equivalente a la del ala oficialista que participó en el acto.
Hay que advertir de algo a los dirigentes que reivindican la conducta asumida el pasado 24 de marzo en la Plaza de Mayo: sin necesidad de aliados, y sin enemigos, tampoco es necesaria dirección alguna; sencillamente no hay batalla y mucho menos guerra. Una dirección y una vanguardia organizada son necesarios precisamente porque la revolución social, para ser exitosa, debe vencer poderosísimos enemigos, debe enfrentar innumerables batallas y ganar una guerra. Esto sí requiere la capacidad de sostener alianzas y lograr que, si de un lado éstas suman fuerzas en términos materiales, de otro no las resten en sentido estratégico. Es la ciencia y el arte de la política. «A una fuerza material sólo puede vencerla otra fuerza material», decía Marx. Pero este lenguaje es incomprensible para sectarios y reformistas, cada uno empeñado en su propio juego: enfrentar al enemigo con discursos y a los gritos.
El imperialismo a la carga
Lo ocurrido en la Plaza de Mayo el pasado 24 de marzo, así como la sublevación de Las Heras y la más reciente explosión en Subterráneos (que no hemos tocado en estas páginas) prefiguran el escenario nacional de corto y mediano plazos. Todo está envuelto en la ilusión sin fundamentos de que el país ha salido de la crisis económica y tiene un prolongado período de desarrollo y estabilidad por delante.
El único fundamento para esa ilusión es que las clases dominantes han recuperado la iniciativa en todos los terrenos y, paralelamente, la perspectiva revolucionaria y socialista se ha desprestigiado aún más al compás de los desvíos sectarios y sus efectos de fragmentación y debilitamiento tanto de las organizaciones revolucionarias como del movimiento sindical.
Incluso si el elenco gobernante se depurara de sus elementos corruptos, ultraderechistas, mafiosos y proimperialistas y la política oficial se afirmara en dirección a la unidad suramericana y la soberanía nacional, como creen muchos de sus componentes, no habría espacio para la estabilización de ese proyecto. Menos que nunca, en la fase agónica del imperialismo ninguna variante de toma de distancia y asunción de una línea de acción independiente tiene posibilidad de sostenerse sin transponer los límites del capitalismo.
Una corriente no articulada de pensamiento político sostiene que la magnitud de la crisis y la cantidad de frentes de combate que se le abren a Estados Unidos en todas las latitudes impedirá que Washington extienda sus garras para detener el proceso en curso en Suramérica, lo cual daría espacio a franjas del capital no monopolista, entrelazadas con otros centros imperiales y economías de gran porte en el mundo para afirmar un programa no subordinado al imperialismo yanqui. Nuestra opinión es la contraria: Estados Unidos se lanza a la guerra. En todo el mundo. Sea el que sea el costo interno y mundial que deba pagar.
Procesos históricos de este tipo no se desarrollan y resuelven de un día para otro. Y, puesto que su concreción sería extraordinariamente gravoso para el propio imperialismo, éste mismo intenta evitarlos. Pero no retrocediendo, sino tomando caminos que realicen la tarea de destrucción violenta sin su participación directa masiva. A través de los omnipresentes servicios de espionaje; volcando cifras fabulosas para comprar funcionarios, dirigencias políticas, intelectuales, periodistas; introduciendo cuñas en grietas reales del campo que se le opone (como ocurre ahora mismo con la parálisis del Mercosur a partir del choque entre Argentina y Uruguay y las disputas económicas entre Brasil y Argentina, o con el proceso de aceptación uno a uno de Tratados de Libre Comercio, o, peor aún, alentando situaciones internas tales como las que ocurren con el Estado Zulia en Venezuela o el Departamento de Santa Cruz en Bolivia, para dividir países y eventualmente provocar guerras civiles).
En Argentina este accionar tiene otro terreno donde apoyarse y ya están operando agentes visibles y encubiertos para explorarlos y detonarlos: se trata de la fractura social, no entre burgueses y proletarios, sino entre proletarios y proletarios, a partir de la cual es pensable una derivación de enfrentamientos irreparables por todo un período. Dicho en otros términos: el imperialismo y sus agentes internos promueve el fascismo; en el sentido preciso del término y no en la interpretación predominante que le atribuye sólo el rasgo de la violencia o la represión. Fascismo es el recurso del capital para enfrentar la sublevación del movimiento social con sectores de la propia masa oprimida y explotada. Como en la Alemania de los años 30, un sector de la izquierda contribuye inconscientemente con esa dinámica. Hay también en el gobierno franjas que, en este caso con plena conciencia, marchan en ese sentido.
No es la invasión de marines lo que amenaza a Argentina. Es la afirmación de una dinámica ya muy avanzada de disgregación social e impotencia política. Las y los revolucionarios marxistas podemos y debemos detener esa dinámica; enfrentar y vencer no sólo al enemigo de clase, sino a las deformaciones que contribuyen con él.
Plan de acción inmediato
A partir del panorama descripto, Crítica hace una propuesta a la militancia revolucionaria marxista que comprende las urgencias de la hora y está dispuesta a romper con los dos desvíos predominantes en las filas de izquierdas: frentepopulismo e izquierdismo.
Existe un arco muy amplio dentro de las fuerzas revolucionarias en el que hay acuerdo en términos programáticos. Esto es necesario, imprescindible, pero no suficiente. Un Programa no garantiza nada si no existen los acuerdos relativos a caracterización general de la etapa y demarcación de las tareas a realizar.
Las resumimos de la siguiente manera:
- unidad social y política de los trabajadores y el conjunto de sus aliados
- frente antimperialista (de manera diferenciada a escala nacional, latinoamericana y mundial)
- comando unificado de quienes reivindican ambos objetivos desde la perspectiva de la revolución socialista
- convocatoria en todo el país para, sobre la base del involucramiento en la realización de estas tareas, abrir de manera orgánica a partir del comando unificado un período de elaboración, debate y organización, apuntado a la realización de un Congreso Fundacional de un partido revolucionario marxista de los trabajadores.
Tanto la unidad social y política de las masas explotadas y oprimidas como el frente antimperialista son ante todo una política y no necesariamente una instancia organizativa. Determinan una línea de acción que propugna en toda y cualquier circunstancia la dinámica de convergencia como clase y expresión política unitaria. El eje inamovible en cada circunstancia es la no subordinación de la clase obrera y sus aliados potenciales a programas y/u organizaciones burguesas de cualquier tipo; tomando como punto de partida explícito la advertencia de que no es subordinarse a la burguesía asumir las tareas democráticas y antimperialistas que eventualmente encaren direcciones políticas, sindicales o sociales que respondan directa o indirectamente a intereses de la burguesía (y esto incluye en determinadas circunstancias al propio gobierno).
Por ejemplo: la invasión a Irak, la agresión en curso contra Irán y las amenazas crecientes contra Cuba y Venezuela (que se hacen ahora extensivas a Bolivia), exigen la realización de acciones conjuntas con todas las fuerzas dispuestas a oponerse a la guerra. Ese sólo punto basta para promover en el país acciones y, eventualmente, organizaciones coyunturales o regulares, en función de la noción frente antimperialista. Esa instancia, desde una perspectiva democrática, asumirá asimismo la lucha contra la Escuela de las Américas, las bases militares estadounidenses, las maniobras militares con Estados Unidos, etc, al tiempo que promoverá la investigación y la justicia en torno a operaciones represivas como el Plan Cóndor, el Plan Colombia, los programas de pseudo combate al narcotráfico. Asumirá asimismo campañas de información, debate y combate contra el Alca y los TLCs y contra el saqueo permanente de la deuda externa.
A escala hemisférica, con eje y base en Cuba y Venezuela y sus respectivas conducciones, promover un bloque antimperialista continental (que busque incluir a grandes sectores dentro de Estados Unidos, al calor de las movilizaciones de los inmigrantes latinos y la resistencia interna a la guerra), con eje en la Paz, la soberanía y la convergencia político-económica en torno de planes concretos como los que resume programa del Alba. Llamado explícito a los gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia, Brasil, Uruguay y Argentina (probablemente en el corto plazo se puedan sumar Perú y Ecuador), a la convergencia efectiva para constituir la Unión de Naciones Suramericanas y emprender como punto de partida planes de alfabetización, de atención sanitaria a los excluidos, obras de infraestructura tendientes a la integración, instancias financieras propias e independientes de los organismos internacionales del imperialismo, instancias políticas comunes que con base en la elección directa avancen en la edificación de un andamiaje político unitario para Suramérica.
En el plano mundial, promover e integrar una fuerza plural y multifacética que a partir de un punto mínimo: Paz, explore constantemente la posibilidad de incluir además objetivos tales como Fondo Humanitario Internacional, Banco del Sur, etc.
En relación con los trabajadores y las juventudes en Argentina, el objetivo de unidad social y política se apoyará en la recuperación de la historia de lucha, organización y desarrollo político de la clase obrera y el movimiento estudiantil. Los programas de La Falda y Huerta Grande constituyen un punto de partida unificador desde el cual se promoverá la realización de encuentros locales, regionales y nacionales a fin de discutir la necesidad de superar la fragmentación paralizante del movimiento obrero, recomponer las estructuras sindicales de la clase, las instancias gremiales de los estudiantes y la expresión política unitaria de las mayorías.
En el fragor de la realización de estas tareas, el comando unificado impulsará un enérgico proceso de recomposición desde las bases. Un boletín de circulación interna llevará información y orientación al conjunto de los involucrados, y promoverá la creación de organismos de base que a partir del debate de las ideas que comiencen a circular, realice por si mismo la selección de delegados a encuentros locales, regionales y nacionales que deberán desembocar, en fecha a fijar por el propio comando unificado, en un Congreso Fundacional que apruebe un Programa, un Plan de Acción y un Estatuto y dé nacimiento al partido revolucionario marxista de los trabajadores, los estudiantes y el pueblo.
Notas
1.- Friedrich Engels; Anti Dühring. OME 35/Obras de Marx y Engels; Grijalbo, Barcelona 1977; pág. 36.
2.- Lenin, Obras Completas, T XXII, pág. 310; Ed. Cartago. Las bastardillas son nuestras.
3.- Marx a, carta a Bolte, Correspondencia Marx/Engels. Editorial Cartago; Buenos Aires 1987; pág. 260.
4.- No decimos esto ahora: como parte integrante de señalamos desde el primer momento su inviabilidad en la medida en que no cambiase conceptos y métodos elementales. Ver «El abismo y el horizonte»; Búsqueda, Buenos Aires 1994.
5.- Ibid. En ese libro se hallará un documentado relato completo del debate interno en la IU y el Fral.
6.- Véase entre otros «Discurso de resumen ante el VII Congreso de la IC, 13 de agosto de 1935. Jorge Dimitrov, Selección de trabajos. Ediciones Estudio, Buenos Aires 1972, con prólogo elocuentísimo de Victorio Codovilla (téngase en cuenta que este texto fue publicado mientras el PC afrontaba las elecciones del año siguiente con la fórmula Alende-Sueldo.
7.- «Teoría y práctica del frente único antimperialista». Crítica Nº 32; Buenos Aires, octubre 2005-marzo 2006.