Introducción
Definir la relación entre clase y partido es el mayor desafío teórico-político de una organización revolucionaria marxista. Su resolución requiere como punto de partida conceptos precisos respecto de ambos; aunque sólo tomará cuerpo en la práctica, es decir, en la existencia del partido revolucionario inserto en las masas trabajadoras, conviviendo en una contradicción permanentemente replanteada.
La naturaleza conflictiva de esa relación estriba en que el partido revolucionario se hace realidad, toma existencia palpable, en una clase que, llamada por el lugar que ocupa en el sistema de producción capitalista a abolir el capital, no es sin embargo revolucionaria en acto, sino potencial y eventualmente.
Esta contradicción a menudo se resuelve en un desvío de genuinos revolucionarios que, constatando empíricamente que en determinada coyuntura la clase obrera no ayuda al fortalecimiento de una organización revolucionaria, giran la vista en busca de otros ámbitos de militancia, aparentemente más dúctiles a la idea de un cambio social profundo.
A la inversa, pero de manera complementaria, fuerzas o dirigentes insertos profundamente en la realidad obrera, suelen adoptar comportamientos conciliatorios que, eventualmente, se traducen en formulaciones políticas e incluso teóricas de neto carácter reformista.
Como punto de partida de estos desvíos de enorme -y a veces trágica- trascendencia política, está el hecho de que el proletariado no es revolucionario por definición, en todo momento y lugar. Esa es una noción ajena al marxismo, impuesta por una concepción apologética, funcional a la política de conciliación de clases del stalinismo, pero que ganó también a buena parte de los epígonos de Trotsky, muchos de quienes mistifican hasta niveles grotescos la noción de proletariado revolucionario. La otra cara de esta medalla es la incomprensión de la naturaleza, carácter, función y forma del partido revolucionario.
Marx, Lenin y el propio Trotsky sostenían respecto de la clase obrera una caracterización objetiva, confrontada con el carácter cuasi religioso que llegó a tener el concepto en la mayor parte de las organizaciones que se reivindican marxistas. (Esto, claro está, antes de que los vientos huracanados de los últimos tiempos trajeran una nueva moda, no casualmente sostenida por aquellos que mistificaban al proletariado y ahora sostienen que la clase obrera… ya no es el «sujeto de la revolución», y enfilan sus afanes hacia los así llamados «nuevos movimientos sociales»).
La calificación de clase en sí y clase para sí en Marx, el tan citado como mal comprendido y manipulado Qué Hacer de Lenin, son pasos en la elaboración teórica y la resolución política de una contradicción que Trotsky expuso como punto de partida de su Historia de la Revolución Rusa.
La clase obrera en sí -los trabajadores sin conciencia y organización de clase- lucha espontáneamente por sus intereses inmediatos. Si bien esto puede dar lugar a grandes choques sociales y tensionar al extremo el orden burgués, todo ocurre por definición dentro del sistema capitalista. Lenin lleva esta noción al punto de afirmar que no hay lucha de clases si no hay conciencia de clase por parte de los explotados.
La clase obrera para sí -es decir, cuando ha adquirido conciencia de su lugar en la sociedad y de la posibilidad de producir sin necesidad de los capitalistas- se sitúa social y políticamente de tal manera que, en determinadas circunstancias, cobra un impulso revolucionario capaz de derrocar el poder burgués y echar las bases de una sociedad de productores libres, democráticamente organizados, que ejercen su fuerza de clase a través de un Estado propio contra los intentos restauradores del capital.
Pero en la adquisición de esa conciencia está como factor irremplazable el partido revolucionario marxista; el partido de los comunistas, cuya función será tanto o más necesaria en las etapas históricas subsiguientes, es decir para afirmar y sostener -antes y después de la toma del poder político- aquella conciencia alcanzada.
La contradicción entre el partido de los comunistas y la clase cuyos intereses históricos asume consiste no sólo en que en el inicio su tarea requiere transformar la clase obrera en sí en clase obrera para sí, la espontaneidad en organización y conciencia, la lucha economicista en lucha de clases. El problema se agiganta cuando los primeros pasos ya han sido dados. Porque el desenvolvimiento normal de la vida social y económica de la clase obrera tiende constantemente -salvo en momentos excepcionales de la historia- a reproducir una conducta conservadora, economicista, de clase en sí. En ese punto -es decir, cuando se ha dado un paso relevante en el plano de la organización de masas o, más aún, cuando se ha accedido al control político de la sociedad- el papel del partido revolucionario es, si cabe, más relevante en términos históricos que en la propia lucha por el poder.
Esa tendencia intrínseca al conservadurismo tiene causas culturales de raigambre profunda -con todo lo que esto significa para la psicología de las masas y su conducta colectiva- pero tiene sobre todo asidero en una práctica social que, si no es drásticamente transformada en los momentos previos, durante y después de una lucha revolucionaria victoriosa, continuará reproduciendo la conciencia economicista, egoísta, sin horizonte común, propia de la vida social en una sociedad capitalista. Tanto más poderosa será la gravitación de esa fuerza y tanto más ardua la tarea del partido de los comunistas para contrarrestarla, cuanto mayor sea el tiempo que medie entre la conformación de organizaciones sociales y políticas de masas de los explotados y la confrontación de clase contra clase en lucha franca por el poder. La constitución -ineludible- de aparatos, tiende a crear una capa de funcionarios que, en ausencia de concepciones y líneas de acción para contrarrestarlo, poco a poco van afirmando intereses propios y mezquinos, que se apoya y a su vez potencia aquella fuerza inercial al conservadurismo. La historia de los grandes partidos obreros, en primer lugar el Partido Socialdemócrata de Alemania, lo atestigua.
Tal dinámica del accionar del proletariado como conjunto -y téngase en cuenta que el punto de referencia es un conjunto heterogéneo; por veces extraordinariamente desigual, al punto que confunde respecto de si se trata o no de componentes de una misma clase- se transforma en una fuerza social contraria al flujo revolucionario, si no media la presencia constante, enérgica, de un partido de los comunistas, empeñado en educar y capacitado para dirigir en cada oportunidad que las circunstancias lo hagan posible.
Antes, durante y después de la lucha por el poder para los organismos de masas del proletariado, contrarrestar esa dinámica intrínseca requiere muchas cualidades de un partido de los comunistas.
La comprensión del fenómeno es, naturalmente, la primera condición. Esto presupone una dirección sólidamente formada en la teoría marxista; una posición filosófica materialista dialéctica como herramienta permanente para el análisis y la acción, que eluda las trampas del idealismo y el pensamiento mecanicista en todas sus formas. Porque esta tendencia opera sobre la única clase que, por su ubicación en el sistema de producción, tiene intereses objetivos frontalmente contrapuestos con la burguesía; la única clase que objetiva, estructuralmente, cuenta con todas las condiciones para asumir hasta las últimas consecuencias una posición revolucionaria en un momento dado del desarrollo capitalista.
Son idealistas, sin atenuantes ajenas al marxismo, las concepciones que ubican el rumbo reformista o francamente termidoriano de organizaciones de masas de los trabajadores como simple resultado de «la traición» de algunos dirigentes.
Son idealistas, sin atenuantes ajenas al marxismo, las concepciones que interpretan esa tendencia objetiva al conservadurismo como necesidad o incluso como posibilidad de respaldo en el largo plazo a posturas evolucionistas, reformistas.
En todo proceso de lucha hay dirigentes proclives a la traición. Pero la historia lejana y reciente prueba que en no pocas oportunidades la conducta de numerosos dirigentes políticos o sindicales que se desbarrancaron por la pendiente del reformismo y el conciliacionismo de clases encuentra explicación en la propia conducta de las masas y su poderoso influjo múltiple sobre los cuadros. Para quien se considere marxista, es indiscutible el principio de que la historia forja los hombres que necesita. Pero esto no puede ser entendido sólo en el sentido de la aparición de líderes revolucionarios capaces de encabezar la voluntad insurgente de las masas en un momento dado. También es válido cuando la marea cambia de signo y se produce un reflujo de las masas.
En ese punto, no es sólo la voluntad revolucionaria de un cuadro militante -aunque este sea un factor fundamental- la que cuenta para definir su conducta. La clave está en la comprensión histórica de la coyuntura, en la interpretación profunda de la dinámica de la lucha de clases, la asunción plena del papel del militante comunista en las diferentes fases del combate y, último pero en primer orden de importancia, esa clave reside en una concepción nítida, imposible de ser confundida, acerca de la relación entre clase y partido revolucionario(2).
Cada individuo es un mundo en sí mismo y está claro que el carácter de cada uno cuenta en los momentos cruciales de la historia. Pero reducir la decisión de cuadros dirigentes ante encrucijadas de muy difícil resolución a una mera cuestión de carácter -para no hablar ya de la reducción a la condición de traidores- es impropio de un pensamiento que se pretende marxista. Eso es una caricatura, que con lenguaje pseudo revolucionario contribuye a desarmar a la vanguardia y, en consecuencia, facilita el curso de las masas y sus dirigentes naturales hacia la contrarrevolución.
La interpretación científica de esa lógica interna en el devenir de la clase obrera llevó a la afirmación -en la teoría y en la práctica- de la necesidad imperativa de un partido de los comunistas, un partido democrático y a la vez centralizado, con una dirección formada en la teoría científica de la revolución y un empeño permanente, tenaz, para que esa formación sea patrimonio de todos y cada uno de los militantes, de manera de conformar un organismo sensible y ágil, capaz de aprehender la realidad en toda su complejidad y extensión para estar en condiciones objetivas de afrontar coyunturas de reflujo con propuestas revolucionarias que contradigan el estado de ánimo circunstancial de las masas sin por ello aislarse de ellas.
Esto es, en definitiva, lo que se resume en el concepto, tan malversado, de leninismo. (Tal comprensión de la situación, digámoslo de paso, presupone instrumentos que permitan conectar directamente a esos cuadros con la realidad planetaria, es decir, estructuras internacionales de los trabajadores y una organización internacional de los comunistas).
En esas instancias de reflujo o de confusión, desmoralización o cansancio, desde luego, cuenta el carácter de dirigentes claves. (Véase si no el peso de la ausencia de Lenin en 1925, o el papel de Fidel Castro frente al derrumbe de la Unión Soviética y el impacto demoledor que esto tuvo sobre el conjunto del pueblo y la clase obrera cubanas y sobre millones de comunistas en el mundo). Cuenta también, y no en medida menor, una autoridad real del partido frente a las masas, previamente ganada en años de lucha consecuente, y encarnada, de manera orgánica y con el máximo de eficiencia, en mujeres y hombres cuyas vidas y conductas plasmen en el accionar cotidiano aquello que se propone a las masas.
Pero todo ese conjunto de factores -en el cual queda como escoria, es decir, como desecho en la producción de una herramienta poderosa, el papel de los traidores, o los débiles de espíritu y convicción que se deslizan hacia la traición- presupone una teoría consistente de lo que es un partido de los comunistas, del papel de las clases en la lucha social y de la relación entre clase y partido.
Bases materiales para un debate
Por regla general, cuando se discute acerca de la construcción del partido revolucionario marxista estas cuestiones están fuera del ámbito de la polémica. En nuestra opinión, sin embargo, al excluir esta base material en la consideración de la lucha anticapitalista, toda la argumentación se ubica en un plano abstracto y gradualmente arrastra a los contendientes a una concepción metafísica, inequívocamente idealista, que luego se trasladará al accionar político y la construcción organizativa, produciendo resultados letales, cuando no directamente catastróficos, que con total independencia de la voluntad de la militancia contribuyen con las necesidades del capital y transforman a abnegados revolucionarios en agentes inconscientes de una política contraria a la revolución.
Claro que para arribar a la consideración de este problema crucial, el punto de partida es la noción marxista del papel de la clase obrera en el derrocamiento del capitalismo y la edificación del socialismo. La cosa cambia cuando la premisa misma es puesta en duda o, directamente, negada. En tales casos, el pensamiento, la organización y la práctica política retroceden más de un siglo y se hunden en la ciénaga del pragmatismo populista, reformista o ultraizquierdista.
En la primera parte de este trabajo analizamos las así llamadas «Tesis Fundamentales» del XIX Congreso del PCA(3). Señalamos allí una concepción que, desde diferentes ángulos, desplazaba a la clase obrera del centro de una estrategia de lucha, postergaba hacia un remoto e indefinido futuro el objetivo socialista de esa estrategia y, en consecuencia, desdibujaba el concepto de partido comunista en un vagaroso Movimiento Político de Izquierda, promotor a su vez de un no menos brumoso Frente de Liberación Nacional y Social.
En aquella oportunidad habíamos postergado la tarea que ahora encaramos: observar el informe del Comité Central así como otros documentos preparatorios o resolutivos del XIX Congreso, centrando el foco en la relación clase obrera-partido de los comunistas, para demostrar por qué el PCA lleva a cabo en el movimiento obrero una política no sólo errática, zigzagueante, sino directamente contrapuesta con las necesidades inmediatas y de largo plazo para una estrategia revolucionaria socialista.
En nombre de la «recreación del marxismo», promesa a cumplir en un futuro indefinido, los documentos en cuestión rompen amarras con principios teóricos y políticos fundamentales: a saber, el materialismo dialéctico como herramienta de análisis, el materialismo histórico como fundamento para la interpretación de las clases y su dinámica, las nociones económicas claves de El Capital, la teoría del partido revolucionario y su plasmación en el partido de Lenin y en la Internacional Comunista de los cuatro primeros Congresos(4).
Al mismo tiempo, estos materiales aluden constantemente a nociones implícitas en el cuerpo conceptual de las organizaciones que se reivindican marxistas en general y del PCA en particular (el «leninismo», entre otras tantas), pero vacías de contenido, de modo que cada uno ponga en ellas lo que quiera o pueda. Complementariamente, y como ya se señalara en la primera parte de este trabajo, se yuxtaponen posiciones y presumiblemente voluntades diferentes pero sin explicitar cuáles son las diferencias, en qué se fundan y cómo plasmarán.
El resultado es una endemoniada confusión en relación con el trabajo del partido en el movimiento obrero, en la que cada uno podrá encontrar una frase en respaldo de la posición que sustenta, pero que, por eso mismo, lejos de afirmar una concepción, trazar una estrategia y posibilitar una línea de acción, produce todo lo contrario y desarma en términos absolutos a los cuadros y activistas del PCA en el movimiento obrero y sindical.
Un documento distribuido junto con las Tesis y el informe del Comité Central como material de discusión específico, titulado La Clase Obrera y la Organización Sindical, fechado en julio de 1995, lleva al paroxismo el discurso de la confusión y la vaciedad.
Resumiendo los conceptos centrales expuestos por las Tesis, ya analizadas, el documento comienza así: «El diseño de una línea de trabajo en el seno de la clase obrera debe realizarse desde el enfoque de cómo avanzar en la acumulación revolucionaria, de construir poder popular con el objetivo de la conformación de un nuevo bloque político social de cambio».
Hace falta talento para resumir en tan pocas líneas semejante disloque en todos los órdenes imaginables.
El arquitecto de la perspectiva de trabajo del PCA en la clase obrera «diseña» su proyecto con foco en la «acumulación revolucionaria». Según esta concepción, el partido de los comunistas no debe ir a la clase para educarla y organizarla como tal, sino para medrar. El partido es exterior a la clase. No «acumula» cuando ésta se fortalece en términos de conciencia y organización, sino cuando suma militantes a su estructura, la cual pondrá al servicio de «crear poder popular»(5). Ese «poder», bajo control del PCA a través de su «acumulación», se pondrá a disposición de «un nuevo bloque político social de cambio».
La caricatura trivial de teoría marxista se transforma en máscara trágica en el accionar político. Y esto no es un pronóstico. Con estas nociones, en los últimos años el PCA ha transitado diferentes «bloques político-sociales de cambio», ha promovido expresiones ficticias de «poder popular» y ha logrado «acumular» una serie innumerable de reveses que diezmaron sus filas, reduciéndolo a un espectro de lo que fue hasta no hace mucho tiempo en la clase obrera, dejando un tendal de valiosísimos luchadores hoy desmoralizados y dispersos.
Si en los dos primeros objetivos de la frase citada el PCA no se diferencia en absoluto de organizaciones guerrilleras del pasado reciente o de sectas sindicaleras actuales de diversa denominación, en el tercero se identifica plenamente con las expresiones más crudas del reformismo. He allí la base teórica (por decirlo así), de los permanentes bandazos a derecha e izquierda en la conducta del PCA en el movimiento obrero.
A renglón seguido el documento busca tomar distancia verbal de los teóricos recreadores y reafirma que «La clase obrera sigue siendo el sector más dinámico del campo popular, el rol de la misma será fundamental para derrotar al neoliberalismo».
Véase bien: la clase obrera sigue siendo el sector más dinámico. Es probable que en la intencionalidad de los autores, esto suponga una afirmación de principios. Y lo es. Pero no de principios marxistas. La sociedad no se divide en «campos» en los cuales los marxistas debamos hurgar en busca del «sector más dinámico». Dicho sea de paso, la evaluación no se corresponde en absoluto con la situación actual. Si algo es evidente en la coyuntura que atravesamos es la falta de dinamismo de la clase obrera. Son mucho más «dinámicos», (paraatenernos a la expresión del documento) «sectores» como el movimiento de mujeres, el movimiento estudiantil y hasta los grupos ecologistas! Pero eso no es, desde luego, lo más importante. Lo que verdaderamente pesa y define los fundamentos ideológicos del documento es que reivindica a la clase obrera por ser «un sector» del «campo popular». Esta inversión de los conceptos se trasladará mecánicamente al accionar político, poniendo cabeza abajo al PCA en relación con lo que debería ser su tarea en la clase obrera, y actuando en cambio para hacerle cumplir el papel de complemento del «campo popular», lo que en buen romance significa ir detrás de algún nucleamiento pequeño burgués o burocrático, como enseguida veremos en las resoluciones del Congreso.
La definición ideológica profunda continúa de inmediato cuando el documento «diseña» el horizonte programático para esa batalla: un «proyecto de justicia y humanismo revolucionario».
Sin dar respiro y con un perfecto sentido del equilibrio los autores buscan neutralizar posibles ataques de los recreadores con la siguiente frase: «(ese proyecto) no sólo es tarea de la clase obrera, ésta, conjuntamente con otros sectores integrantes del bloque político social deben ser parte de la concreción de ese objetivo».
Ya está. En las primeras ocho líneas el documento clausura de manera definitiva cualquier posibilidad de que la militancia del PCA realice en la clase obrera una tarea revolucionaria de concientización, organización y orientación política, y en consecuencia se fortalezca como partido capaz de ganar la confianza de las masas, organizar a la vanguardia y asumir el papel de guía y ariete en la lucha por el poder.
Pero en las dos líneas siguientes, el documento asume que estos objetivos, que en nuestra opinión definen a un partido de los comunistas, no son los suyos. Dice, sin anestesia: «El rol del PCA en esta construcción es estratégico, en su tarea de ir ganando la conciencia y la voluntad del campo popular».
Traducido: el «sujeto» en cuestión es ese «campo popular», constituido, como ya se adelantó, por la clase obrera y «otros sectores integrantes del bloque político social», ante el que el PCA está llamado a cumplir un «rol estratégico», consistente en «ir ganando la conciencia» para «un proyecto de justicia y humanismo». Es por esta razón que el PCA no debe ser disuelto, como decidió no hace mucho, con esta misma base conceptual, un ala de la dirección, mientras la otra vacilaba.
Pero no se alarme el lector. Este PCA tiene la responsabilidad estratégica de defender un humanismo… «revolucionario»
Clase obrera y partido según el PCA
La virtud inocultable de este breve documento es que resume en las primeras diez líneas lo que en las Tesis y el informe del CC demanda cuarentitrés carillas de gran tamaño(6).
En el capítulo IV del Informe, bajo el título Nuestro Proyecto, al llegar al punto 5, subtitulado La organización de los trabajadores y el pueblo, se hallará en el ítem b (el lugar es ya toda una definición) el subtítulo esperado: Nuestra política en el movimiento obrero.
Allí leemos, en las primeras líneas: «La direccionalidad y el aseguramiento (sic) de la consecuencia del proceso de resistencia exige un rol determinante del movimiento obrero. Esto convoca a un replanteo de nuestra política y nuestra práctica en su seno».
Sería difícil no concordar con el objetivo de que el PCA replantee su política y su práctica en el movimiento obrero. Pero otra cosa es acordar con el fundamento de ese replanteo.
Como un eco del documento antes citado, aquí se ratifica que la importancia del trabajo en el movimiento obrero deviene de la necesidad de tener asidero en algo sólido para garantizar la «direccionalidad» del sujeto en el cual los recreadores cifran su estrategia.
Voluntariamente o no, conscientemente o no, aquí se afirma una concepción -por entero ajena al marxismo- de las clases en general y del lugar del proletariado en la sociedad capitalista.
No se trata de una explícita confrontación teórica con el marxismo; ni de una abdicación ideológica formal. Se trata de un deslizamiento pragmático, que justamente tira por la borda cualquier referencia teórica para considerar una estrategia revolucionaria y centra sus afirmaciones en la defensa del PCA como aparato.
Ese es el punto de observación y el presupuesto constante de todos los materiales presentados al Congreso, el objetivo permanente y dominante de todo y cualquier posicionamiento.
De tal manera, pueden convivir sin conflicto encendidos discursos reivindicando la tradición comunista con posiciones ajenas en grado absoluto a ella. Y no nos referimos ya a lo que consideramos la genuina tradición comunista, que excluye al stalinismo y sus cultores. No son pocas las afirmaciones de los documentos y los oradores del Congreso que harían revolver en sus tumbas a los dirigentes históricos del PCA.
He aquí una notable paradoja: en el XIX Congreso se rindió culto -y la expresión no es un lugar común, sino que quiere significar la actitud adoptada- al viejo PCA, al tiempo que se enunciaban posiciones formalmente opuestas a las sostenidas por la conducción histórica.
Ese culto a la dirigencia tradicional es un mal trago para por lo menos un sector de la dirigencia actual, necesario sin embargo para contrarrestar el acoso de la fracción ortodoxa que construye una estructura paralela a la del PCA oficial. No obstante, tengan o no conciencia de la implicancia de sus afirmaciones, quienes tiempo atrás encabezaron la rebelión y denunciaron (son sus propias palabras de entonces) «un partido stalinista, conciliacionista de clases, reformista y burocrático», formulan ahora los postulados teóricos no explícitos de aquella antigua conducción, que bajo una retórica pseudomarxista (tomada del PCUS), sostenían una posición que desembocaba, para poner apenas un ejemplo, en un frente único con radicales y conservadores contra el Partido Laborista en 1946.
La relación entre partido y clase expuesta en los documentos del XIX Congreso es de puro cuño stalinista: el partido es un aparato y la clase un medio instrumental a través del cual aquel aparato busca sus objetivos.
La paradoja se explica porque con la desaparición de la Unión Soviética es necesaria una «recreación» del marxismo que profesaba el PCUS y sus acólitos. Pero esta recreación no sólo es necesaria: ahora es posible.
Antes, cuando la «ortodoxia» marxista estaba guardada tras los muros del Kremlin, cualquier desvío verbal de las sagradas escrituras era, naturalmente, una herejía. Y se pagaba caro. El mismo partido que proclamaba la posibilidad del socialismo en un solo país y la coexistencia pacífica con el imperialismo, publicaba por millones las obras de los clásicos (a menudo retocadas, para ocultar datos históricos claves o justificar conductas). Esta contradicción era una necesidad. Porque la burocracia que había expropiado al proletariado y encarnaba la degeneración de la Revolución Rusa, se presentaba no sólo ante el proletariado soviético, sino ante los explotados de todo el mundo, como legítima continuadora de aquella revolución. Y esa función requería, a la vez, renegar en los hechos de la teoría marxista y defenderla en los papeles.
Ahora, esta última parte de aquella necesidad no existe más y opera en toda su amplitud sólo la primera. De allí que mientras en la ex Unión Soviética la inmensa mayoría de la antigua burocracia se desembaraza ostensiblemente del lastre «marxista» y pasa a defender sin tapujos concepciones capitalistas en todos los planos, en el resto del mundo el mismo fenómeno opera sobre partidos que se denominaron comunistas. La gravitación de esa fuerza es tanto mayor cuanto más grande es el partido en cuestión. El partido comunista de Italia directamente cambió de nombre. En Francia, tras rechazar el concepto de dictadura del proletariado se abandonó la formulación litúrgica (jamás real en la existencia del PCF) de centralismo democrático, se diluye el concepto de clase obrera y como plataforma programática se afirman conceptos como éste: «La iniciativa privada es indispensable en la economía (…) luchamos por desarrollar y democratizar el sector y los servicios públicos. Y por establecer efectivamente la libertad de fundar su empresa, para permitir a las grandes empresas aumentar los empleos, los asalariados, las riquezas creadas».
Esto, impensable 15 años atrás, hoy resulta indispensable para el PCF. Desde luego, miles de comunistas italianos o franceses -para atenernos sólo a esos dos ejemplos- rechazan tales postulaciones y emprenden un camino de búsqueda teórica y política que en algunos casos incluye una fractura organizativa y en otros se intenta dentro de esos aparatos.
En partidos de menor envergadura y menor peso en la política nacional, la «recreación», la «amplitud de criterio», el «rechazo al dogmatismo», constituyen un recurso obligado para la sobrevivencia de aparatos creados bajo el reinado del stalinismo.
No hay que desdeñar la importancia histórica de esta situación. Es evidente que está abierta la posibilidad de que a través de esta fractura de aparatos y estructuras contrarrevolucionarias, innumerables luchadores, hombres y mujeres de la vanguardia y la base, accedan en todo el mundo a la comprensión y aprehensión de la teoría de la revolución social.
En el caso del PCA, dirección y bases tienen en los últimos años ese desafío histórico en sus manos. Los documentos presentados al XIX Congreso indican, desafortunadamente, que en este caso la reformulación teórica tampoco tiene su punto de partida en la asunción objetiva de los intereses inmediatos e históricos de la clase obrera, sino en las necesidades de un aparato: el propio PCA.
Formulaciones revolucionarias, cuya sinceridad no ponemos en duda, están sin embargo entrampadas en la dinámica autónoma de un aparato ajeno en los hechos a la clase obrera y que, en consecuencia, no contribuye sino por el contrario traba una reflexión teórica en función de ella.
El pragmatismo no es por tanto sólo una rémora inevitable de una educación stalinista, sino ante todo una exigencia del aparato mismo. Por eso en los documentos y en las intervenciones orales hallaremos una maraña de afirmaciones de todo tipo, en la cual queda atrapada la militancia -direcciones y bases- que busca sinceramente una salida revolucionaria. Pero si en los papeles y las palabras hay enredo y confusión, en la práctica hay una línea consistente con lo único claro para el factor dominante en el proceso de conjunto: la defensa del aparato.
En las filas del PCA, sin embargo, además de una realidad objetiva que deja escaso margen para devaneos reformistas, gravita también la voluntad explícita de muchos de sus miembros, en todos los niveles, de no abandonar la pertenencia a la clase obrera ni la perspectiva de revolución socialista, lo cual lleva a quienes tratan de conciliar posiciones a acuñar fórmulas insólitas, como la de luchar por «un proyecto de justicia y humanismo revolucionario», que remedan un equilibrista sobre la cuerda floja tras haber perdido la estabilidad y a punto de estrellarse contra el piso.
Teoría y política
Deténgase el lector un instante ante un reiterado concepto, que a fuer de repetido puede perder su significado profundo: «Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria».
No es un afán hipercrítico el que nos mueve a sopesar los textos del XIX Congreso del PCA, sino la convicción de que aquella afirmación de Lenin en su ¿Qué Hacer? es el punto de partida de la labor de los comunistas. También es de este maestro de luchadores revolucionarios la sentencia que advierte: «un milímetro de diferencia en la teoría, es un kilómetro de distancia en la práctica».
Llegado a este punto, sin embargo, para proseguir el camino es preciso preguntarse y responder sin ambigüedades: ¿qué es teoría? y, por tanto, ¿qué es teoría revolucionaria?
Teoría es la forma que adopta el esfuerzo de conocimiento en la eterna búsqueda del hombre frente a las incógnitas de la naturaleza y la vida colectiva. Toda respuesta especulativa a estas innumerables incógnitas puede ser calificada como teoría. Cuando hace algo menos de tres mil años los pensadores de la época imaginaban que la tierra era una superficie plana sostenida por elefantes, estaban elaborando una teoría para explicarse la existencia del mundo físico. Cuando el brujo de una tribu sacrificaba una adolescente para agradar a los dioses y evitar que cayeran calamidades sobre la comunidad que integraba, rendía tributo a una teoría. Cuando los católicos explican la virginidad de María y la santísima trinidad, o cuando entienden el origen del hombre en Adán y su costilla, sostienen una teoría.
Dicho en otras palabras: con formulaciones teóricas, se pueden sostener las tonterías más absurdas. Y ello no necesariamente violentando las leyes lógicas. Porque esos absurdos aparecen como tales cuando el desarrollo de la vida social permite al hombre avanzar en el conocimiento y dar sustento objetivo a sus especulaciones teóricas. Lo que hoy suena insostenible, incluso ridículo, no tenía tal carácter cuando las condiciones del tiempo en que fue formulado lo hacían no sólo creíble, posible, sino incluso necesario. Porque es justamente sobre esas teorías que el conocimiento se irá desarrollando a través de los milenios.
Resta decir que ese conocimiento, además de no contar con suficiente desarrollo de las capacidades humanas para relacionarse con la naturaleza, tiene otra limitación objetiva: no es ajeno a la condición social de quien lo produce.
Cuando la comunidad humana primitiva comienza a organizarse lo hace en base a la capacidad de obtener un producto excedente. Sólo cuando cada individuo pueda producir siquiera un miligramo más de lo que necesita estrictamente para sobrevivir, será posible una división social que permita el trabajo no inmediatamente productivo de algunos componentes de la comunidad, en la cual, en los remotos inicios, a algunos les cabrá la tarea de defenderla frente a las amenazas físicas (ataques de las fieras, de otras tribus) y a otros de protegerla ante los temores -siempre existentes- de carácter metafísico: la inmensidad del espacio, la oscuridad de la noche, la potencia abrumadora del trueno, el misterio del nacimiento y de la muerte…
La capacidad de obtener un producto excedente y la necesidad de atender estos requerimientos físicos y metafísicos lleva consigo los mecanismos de apropiación de ese excedente. Guerreros y brujos, obviamente, tendrían el privilegio de cumplir su tarea social sin participar de la función primordial de producir lo elemental para la sobrevivencia.
En los orígenes, tales privilegios no estaban disociados de las capacidades especiales de quienes los obtenían, lo cual da al término un concepto diferente: los cuerpos mejor dotados, el carácter más osado, otorgaban el privilegio de morir empuñando las armas contra los enemigos de la comunidad; los cerebros más lúcidos, los espíritus más curiosos, darían al brujo de la comunidad el privilegio de meditar y experimentar a cambio de afrontar las tareas de cazar o sembrar (aunque no lo librarían de la ira de la comunidad si fallaba al curar un jefe o lograr lluvia en el momento necesario).
Con todo, el conocimiento se disociaba del grupo social y fincaba en algunos de sus integrantes. Los intelectuales que hoy trabajan para sostener y reproducir la ideología de las clases dominantes, seguramente rechazarán airados la idea de que sus ancestros son los brujos de la tribu.
Y será apropiada su ira. La comparación es injusta y por ello inaceptable: los brujos de las eras remotas eran necesarios a la comunidad. Quienes cumplen la tarea de aplacar los miedos físicos y metafísicos del hombre de hoy desde instancias que los califican como intelectuales, no lo son. En rigor, son todo lo contrario.
Porque explicar el origen del mundo mediante Adán y Eva, y la redención del hombre por medio del hijo de una virgen -para no poner sino los ejemplos más conocidos- constituyeron en su momento respuestas positivas a las angustias existenciales y materiales del hombre. Pero quien apela a sofisticados recursos para explicar esto mismo en el mundo de hoy, es lo que literalmente -y con prescindencia del sentido peyorativo- significa la palabra reaccionario.
Teoría revolucionaria es, en cambio, la que se apoya en los máximos avances del ser humano en el conocimiento del mundo físico, en los más avanzados métodos e instrumentos para extraer de la naturaleza lo necesario para la vida humana en niveles crecientes de satisfacción, para explicar a la altura de los tiempos y en beneficio de toda la comunidad humana, lo que el brujo explicaba con la invención de dioses y la demanda de sacrificio de inocentes. Intelectual revolucionario será, en consecuencia, quien asuma aquella teoría y estos objetivos.
Tal teoría es revolucionaria por tres razones principales: porque comienza por apoyarse en la ciencia empíricamente fundada; porque debe confrontar -la más de las veces violentamente- con la teoría del statu quo, la teoría establecida; y porque invariablemente, en su desarrollo positivo dará lugar a nuevos avances de la teoría entendida en el sentido filosófico más amplio.
En este marco, la única teoría revolucionaria contemporánea es el marxismo. Porque se fundamenta en los máximos avances de la ciencia (el desarrollo de la sociedad -las dos guerras mundiales y el cuadro económico actual- así como todos los fantásticos descubrimientos científicos de este siglo, desde la fisión del átomo a la comprobación de la existencia de vida en Marte, reafirman los principios del materialismo dialéctico y su aplicación en las obras de sus más lúcidos exponentes, desde El Capital de Marx hasta La Revolución Traicionada de Trotsky, pasando por la Dialéctica de la Naturaleza de Engels o El Estado y la Revolución de Lenin).
Está en la propia esencia de esta teoría revolucionaria, la certeza de que ella misma será superada, dialécticamente negada, con la evolución del ser humano.
¿Pero cuál evolución? Los brujos de nuestro tiempo creen que las maravillas de la cibernética o los recursos inefables de las nuevas tecnologías constituyen material suficiente para que aquella negación históricamente necesaria esté ya dada(7).
No es así, sin embargo. La creación de una red cibernética que convierte al planeta en algo tan accesible como el patio trasero para quien tenga los recursos de ingresar a la internet, el descubrimiento de rastros de vida en Marte, como la teoría de Einstein, son, sin duda revoluciones teóricas de inabarcables efectos prácticos; pero no pueden transformarse por sí mismas en teoría revolucionaria.
El factor ausente es la condición de que tales revoluciones teóricas estén en función de la satisfacción de las necesidades del hombre como especie. La microelectrónica sirve para enviar misiles inteligentes contra pueblos indefensos, cuando está en manos de los guerreros de nuestro tiempo. La computadora y la autopista cibernética sirven para que la opinión pública mundial sea burlada y manipulada por los brujos contemporáneos, que usan medios digitalizados para difundir noticias fraudulentas antes de ir a misa, consultar el horóscopo o encomendarse a San Antonio para conseguir pareja.
¿Qué tendrá que ver todo esto con el XIX Congreso del PCA?
Mucho. Porque la noción relativa a «recrear el marxismo» es apenas la verbalización de una postura que cohabita cómodamente con los brujos y aprendices de brujos que desde universidades, editoriales y grandes medios de difusión masiva, transmiten una teoría reaccionaria, es decir, anacrónica, es decir no científica y por ende, contraria en todos los sentidos imaginables a la idea y la práctica de la revolución.
En primer lugar, hay que subrayar que para que un cuerpo de ideas tenga categoría de teoría debe obrar con arreglo a un sistema lógico determinado. Hemos mostrado no pocas de las incontables incongruencias en las formulaciones de los documentos y, más aún, de éstas con la práctica política de quienes las sustentan.
Pero aun obviando ese aspecto, e incluso afirmando como premisa que la intencionalidad de quienes esgrimen tales posturas es la de obrar en función del derrocamiento del capitalismo y la edificación de una sociedad socialista, está claro que el afán por recrear el marxismo es la asunción de que éste no es hoy una teoría revolucionaria eficiente.
Se nos invita entonces a alumbrar otra teoría. Y aparecen allí, como en el tango de Discépolo, Gramsci, la teología de la liberación y Mariátegui. Y con arreglo a esa recreación se nos explica que «la crisis del capitalismo funciona sola y parcialmente en algunos países centrales. Para los dos tercios de la humanidad sumidos en la pobreza, no funciona».
Un refrán conocido sostiene que «perro que ladra no muerde». Con más galanura, el poeta africano Wole Soyinka canta: «El tigre no proclama su tigritud. Simplemente salta».
Los documentos del XIX Congreso del PCA ni muerden, ni saltan. (Al menos en el sentido que a estas palabras dan el refranero español y el poeta). Apenas amenazan con un golpe derecreación. Ocurre que, cuando entregan sus novedades, se descubre que detrás de ellas no sólo no está la superación de El Capital de Marx, sino sencillamente su negación, cuando no el mero desconocimiento.
Antes de llegar a ese punto, sin embargo, por lo señalado más arriba respecto de la relación entre desenvolvimiento social y teoría revolucionaria, esa amenaza misma es de por sí un distanciamiento de la teoría revolucionaria. Y esto significa, siguiendo la afirmación de Lenin, un distanciamiento de la práctica revolucionaria.
No podría ser de otra manera. Una teoría que para defender la identidad comunista se resiste a tomar como fuente de alimentación la historia verdadera de la Unión Soviética; se resiste a señalar los errores, los crímenes, las funestas consecuencias de unos y otros y las responsabilidades de individuos y partidos en todo este proceso histórico, para en cambio hacer invocaciones emotivas; una teoría que propone enriquecer el marxismo con «los aportes de la teología de la liberación y el nacionalismo revolucionario», es una teoría propia del brujo que ya sabe que clavando la daga sagrada en el pecho de una adolescente no logrará que venga la ansiada lluvia, pero continúa inmolando inocentes con la vana esperanza de conservar su lugar en la tribu.
Se reemplaza así, en el mejor de los casos, una teoría revolucionaria por una apologética, mezclada con fórmulas de ocasión.
Lo que importa en nuestro caso, es que a partir de esto no hay práctica revolucionaria, porque más allá de las causas y justificaciones que se aduzcan, se rechaza o desestima la teoría revolucionaria.
Consecuencias prácticas
A tales concepciones, tal política. El disloque teórico respecto del lugar objetivo de la clase obrera en el sistema, la asunción de conceptos que hacen del partido un mero instrumento inerte al servicio de una fuerza exterior a la clase misma, el abandono de nociones teóricas elementales respecto del capital y su lógica económica y social, redundan necesariamente en una conducta política y propuestas organizativas acordes con estos desvíos. Pero como se trata de una «recreación» sin otro fundamento que la pervivencia, el resultado es una confusión permanente, que desarma por completo a la militancia del PCA en el movimiento obrero.
Ejemplo patético de esto es el llamado Movimiento Político Sindical Liberación. Dice la resolución del XIX Congreso: «En el debate congresal se ha verificado una coincidencia en fortalecer el MPS ‘Liberación’ promoviendo su crecimiento».
Y continúa la resolución: «Por lo tanto la intención del 19 Congreso es darle mayor organicidad a una propuesta política de agrupamiento de un espacio compartido de la izquierda revolucionaria, a la par de ir construyendo una mayor inserción en el seno de la clase a través de su arraigo a nivel de empresas, localidades, provincias y regiones».
Agrupamiento de un espacio compartido de la izquierda revolucionaria.
«¡¡Válame dios!!» Si algo puede entenderse de esto, es que se trata de un partido político, denominado Liberación, para trabajar en el movimiento sindical de manera orgánica con otros agrupamientos revolucionarias. Un partido de partidos, pero sólo para trabajar en el ámbito sindical. ¿Cuáles partidos? Esa es sólo la parte de menor importancia en la incógnita. Pero antes de adentrarnos en ella continuemos con el texto de la resolución:
«Por ello el 19 Congreso del PCA resuelve:
1) trabajar por la realización del primer congreso nacional del Movimiento Político Sindical ‘Liberación’ para mediados de abril de 1996.
2) impulsar la conformación de la organización regional del MPS Liberación particularmente en la zona metropolitana e interior de Buenos Aires, el litoral, el nordeste, cuyo, Patagonia, centro y noroeste.
3) mandatar al próximo Comité Central a fin de que arbitre las medidas y los medios imprescindibles para aportar a la concreción de la iniciativa formulada.
4) el congreso del MPS Liberación debe contribuir a preparar en mejores condiciones la conmemoración del próximo primero de mayo, al calor de las luchas obreras y populares, y en el camino, avanzar en la construcción de la asamblea nacional de la resistencia.
5) todo el trabajo orientado a darle organicidad, arraigo y construcción en la base del MPSL debe estar acompañado del mejoramiento de nuestra labor independiente en todos los ámbitos donde se actúe con el enfoque de construcción de la central obrera alternativa.
6) disponer toda la fuerza partidaria e incidir en el espacio del combativismo a fin de darle la mayor efectividad posible a la jornada de lucha y movilización resuelta para el próximo 20 de noviembre de 1995″.
Comencemos por el final. Incidir en el espacio del combativismo, además de alumbrar una categoría nueva en la teoría política, constituye por cierto un papel escasamente ambicioso para un Partido Comunista. Pero muy elocuente respecto de los parámetros teóricos que dan marco a la acción y el horizonte de ésta.
Permítasenos apelar a la paciencia del lector para situarnos en el momento de esta proclama. Poco antes de que el Congreso del PCA aprobara esta declaración, con fecha 2 de noviembre el periódico Eslabón, órgano de la Unión de Militantes por el Socialismo, decía lo siguiente respecto de la movilización del 20 de noviembre:
«Cavallista o menemista, oficialista u opositora, la burguesía argentina al subordinar su estrategia económica a la decisión de ‘cumplir con los compromisos internacionales’ (es decir pagar la deuda), renuncia a crear otra alternativa, substancialmente distinta a la de Cavallo, para enfrentar la crisis.
«Pero tampoco surge desde fuera de la burguesía una alternativa distinta para la sociedad.
«La clase obrera no ha podido aún estructurar una respuesta apta para oponerse. No ha podido superar su situación de dispersión y división.
«Es en estas circunstancias que sectores del movimiento obrero -el CTA, el MTA y con la adhesión de la Corriente Clasista y Combativa- convocan a una movilización para el 20 de este mes. Pero el protagonismo de los convocantes no es idéntico. A pesar de que las demostraciones de protesta social en la provincia se suceden una tras otra, el hecho de ser protagonizadas principalmente por el sector de empleados estatales no se reflejó en un fortalecimiento del CTA, que los representa por intermedio de ATE. Por el contrario, el CTA perdió el papel protagónico conquistado en la Marcha Federal. Está más debilitado que entonces y no se debe a una negligencia organizativa, sino a una incapacidad para crear esa opción distinta a la de los partidos burgueses, pese a que era uno de sus objetivos fundacionales. Por el contrario, cada día más, aparece como núcleo sindical de la oposición burguesa y condiciona su futuro al accionar de esa fuerza política.
«La simple suma de movilizaciones es incapaz de superar esta carencia de propuesta política independiente del movimiento obrero. La renuncia a un paciente trabajo de reconstrucción de la unidad política y social de los trabajadores, desde la base, con una visión diferente a la de las fuerzas burguesas para superar la crisis, trae como resultado práctico, concreto, que deja sin opciones.
«La división existente se consolida, porque ningún sector del movimiento obrero, en particular el proletariado industrial, puede sentirse motivado a sobrepasar a sus dirigentes gremiales, cuando intuye que toda la protesta se resume en conseguir un diputado o un intendente más para la oposición.
«La presencia de los marxistas en las movilizaciones debe servir para propagandizar la necesidad de una organización y una política independientes de los trabajadores»(8)
Son dos ópticas; más que opuestas por el vértice, ajenas en concepción y aplicación: incidir en el combativismo, o bregar por una política independientes de los trabajadores.
Aparte las concepciones, sin embargo, están los hechos: ahora sabemos qué pasó el 20 de noviembre. Ante todo, la movilización fue cuantitativamente inferior al punto de referencia obligado, la Marcha Federal. Por causas que veremos más abajo, fallido su intento de transformar el Foro Sindical en un aparato capaz de negociar de igual a igual con la dirección del CTA, el PCA convocó a «toda la izquierda», a marchar en una columna por fuera y contra el CTA. (Sí; esto proponía la misma dirección que pocos días después, en un Congreso, pondría a votación este texto ya citado: «Nuestro trabajo en el CTA debe poner especial atención en agrupar a la izquierda en su seno»).
En la reunión convocada por el PCA y a la que acudieron prácticamente todas las organizaciones de izquierda, sólo la UMS se opuso a la táctica planteada por los convocantes. El acuerdo inicial de «la izquierda» se desgranó luego, en reuniones posteriores, y el resultado fue una magra columna del PCA y algunos aliados circunstanciales, que más pareció el cortejo fúnebre con el que se daría el último adiós al Foro Sindical.
Con todo, aunque sin columna unitaria, esa izquierda tendría en la concentración una inesperada victoria: la consigna de lanzar una huelga general sería sorprendentemente adoptada por los tres oradores del acto. En lo que apareció como un torneo de irresponsabilidad, Víctor De Gennaro, del CTA, propuso un paro, Carlos Santillán, de la CCC, dijo que debía ser en diciembre y Hugo Moyano, del MTA, para no ser menos, le puso fecha; con tan mala suerte que quedó fijado como día de huelga… un feriado! La consigna central de prácticamente todas las organizaciones de izquierda se imponía de este modo farsesco.
¿Y qué ocurrió en la fecha finalmente acordada para el paro de diciembre?
Un fiasco. El MTA no mantuvo su posición y no llevó al paro los sindicatos que controla, mientras el CTA y la CCC intentaron una jornada de movilización, con penoso saldo, que repercutió no sobre la masa, ajena por completo a estos avatares, sino sobre el activo militante, provocando mayor confusión y desaliento.
Gracias a esta política la resistencia se disgregó más aún; las explosiones puntuales se agotaron en sí mismas; se ahondó la parálisis del movimiento obrero en su conjunto y, complementariamente, se aceleró la ofensiva burguesa; el CTA quedó cristalizado, acentuó su distanciamiento de activistas y bases… y como lógico desenlace -dado que todo esto ocurría al compás de un agravamiento de la crisis- la cúpula cegetista logró retomar la iniciativa política.
Así, 8 meses después la CGT pudo convocar a un paro, esta vez sí general y contundente, al cual debieron plegarse todos sus rivales internos, pero también aquellas fuerzas que en realidad debían haber sido la dirección alternativa.
Negro sobre blanco, dos orientaciones para el trabajo en el movimiento obrero, con los saldos a la vista: «darle la mayor efectividad posible a la jornada de lucha y movilización resuelta para el próximo 20 de noviembre», decía la resolución del Congreso del PCA. «La simple suma de movilizaciones es incapaz de superar esta carencia de propuesta política independiente del movimiento obrero. La renuncia a un paciente trabajo de reconstrucción de la unidad política y social de los trabajadores, desde la base, con una visión diferente a la de las fuerzas burguesas para superar la crisis, trae como resultado práctico, concreto, que deja sin opciones», advertía la UMS.
Esto debería ser suficiente para comprobar qué perspectiva de «acumulación» tiene la línea adoptada por el XIX Congreso. Veamos no obstante el punto 5, que propone «el mejoramiento de nuestra labor independiente» para «darle organicidad, arraigo y construcción en la base» al MPSL.
Hay una admisión implícita en esta extraña formulación que invita a un «mejoramiento de nuestra labor independiente». Ocurre que una política no independiente no puede ser mejorada. Debe ser cambiada. Y no fue eso lo que dispuso el XIX Congreso.
Volvamos por un instante al Informe y al ítem sobre el movimiento obrero que habíamos estado considerando. Leemos allí: «Nuestro trabajo en el CTA debe poner especial atención en agrupar a la izquierda en su seno».
Aquí, reiterémoslo, tampoco se hace cargo el informe de la política asumida ante las elecciones internas del CTA, cuando se alineó con la Lista Germán Abdala, no sólo no poniendo atención en agrupar a la izquierda, sino enfrentándola, en alianza con el ala peronista, policlasista y conciliacionista, lo cual contribuyó a que este sector impusiera una dinámica de parálisis y progresiva sujeción a estrategias alternativas de la burguesía(9). Y desde entonces, lejos de «poner especial atención» en agrupar a la izquierda dentro del CTA, el PCA -o por lo menos algunos de sus miembros con responsabilidad directa en el CTA- han puesto especialísima atención en trotar detrás de la conducción de ATE, que intenta ubicar al CTA como correa de transmisión de la estrategia política del Vaticano frente al agravamiento de la crisis argentina.
El PCA y su MPSL no tomaron distancia frente al humillante besamanos -en audiencia pública, como un simple feligrés- de De Gennaro y acólitos con Juan Pablo II. ¿Será esto «incidir en el combativismo«? ¿O será un traspié en el intento de «mejoramiento de la labor independiente«?
Hay más. Aludimos anteriormente al llamado Foro Sindical. En el ítem del informe que venimos comentando se lee: «Nuestra participación en el ‘Foro de organizaciones que luchan contra el modelo de entrega’ tiene por objeto agrupar parte del espacio militante combativo, principalmente de izquierda, que se define por el clasismo y que teniendo disposición para confluir en el conflicto y la resistencia no participa del CTA. También en el Foro compartimos con otros proyectos políticos los esfuerzos por constituir un espacio de izquierda en el movimiento obrero, estableciendo en esos marcos un fuerte debate con aquellos que siguen pensando en recuperar la CGT. Creemos que lo principal pasa por ganar en niveles de independencia e iniciativa política. Nuestra línea de acumulación política incluye el desarrollo de la alianza política implícita en el Foro y su construcción en aquellas regiones en donde existan condiciones».
Corresponde aclarar que la denominación de esa fugaz instancia de «poder popular» fue en realidad Foro Sindical, y no ‘Foro de organizaciones que luchan contra el modelo de entrega’, como aviesamente dice el documento.
Es que el nombre fue motivo de polémica: ¿debía ser «sindical», como quería el PTP, uno de sus componentes; o «político-sindical», como pretendía el PCA?
Fue «sindical». Y no dio por resultado «agrupar parte del espacio militante combativo», sino exactamente lo contrario.
Pero antes de ver los hechos, observemos lo que decía una declaración política de la UMS fechada en septiembre de 1995, es decir, más de dos meses antes del Congreso del PCA:
«(…) se ha desarrollado un Foro Sindical, que se propone ‘unificar nacionalmente las luchas y crear una central sindical alternativa’. Se reúne allí un sector importante del activismo clasista y combativo. Pero se corre el riesgo de que prevalezca una concepción meramente sindical, que excluye el protagonismo político de la clase como tal y busca sólo fortalecer un aparato para entrar en la disputa por una central sindical con parte de la actual CGT, concretamente la que encabeza Lorenzo Miguel. Todo indica que el PTP alienta esta perspectiva. El PCA, que como se ha dicho respaldó a la Lista Germán Abdala contra la Lista Agustín Tosco en la elección interna del CTA, se ha sumado al Foro sin una política definida.
«Frente a este panorama, la UMS insta a los luchadores del movimiento obrero a encarar con toda firmeza una perspectiva enfilada a romper la trampa de la burguesía y sus agentes (antes el documento ha reseñado el papel del Frepaso y de sectores del CTA). Se trata de acumular fuerzas humanas y organizativas para que la clase obrera y sus aliados estén en condiciones de afrontar la crisis nacional con una política propia, dictada en función de los intereses de los trabajadores, las capas medias, la soberanía y la independencia nacionales y conducida por los genuinos representantes de las bases. Esto significa, por un lado, encarar con coraje y determinación la organización de los núcleos comunistas en cada fábrica, en cada oficina, en cada barrio, en cada facultad o escuela. Avanzar a paso firme y sobre terreno sólido hacia la recomposición de las fuerzas marxistas. Para esto instamos a redoblar esfuerzos en la formación y funcionamiento de Mesas de Enlace de Militantes Comunistas en todo el país.
«Al mismo tiempo, para encender un faro capaz de orientar a centenares de miles de activistas, la UMS convoca al fortalecimiento de una corriente de izquierda clasista en el CTA y, junto con todos los activistas de todas las corrientes dispuestas a ello -en especial el Foro Sindical- comprometernos a confluir en una Asamblea Nacional de Trabajadores»(10).
Negro sobre blanco, dos orientaciones para el trabajo en el movimiento obrero; y también en este caso con los saldos a la vista. Porque con motivo de aquella movilización del 20 de noviembre para la cual el PCA dispuso «toda la fuerza partidaria», el PTP hizo una alianza bilateral con el MTA, se sumó a una mesa integrada además por el CTA y, sin siquiera avisar a sus aliados, dejó que el Foro Sindical cayera como piedra al vacío. Fue en este punto que la dirección del PCA propuso la «columna de izquierda» cuya suerte ya describimos. Es innecesario insistir en que la orientación del PCA no logró «agrupar parte del espacio militante combativo», sino todo lo contrario: contribuyó a la desmoralización y el fraccionamiento del activo clasista, lo cual facilitó el camino hacia la derecha de los sectores vacilantes del sindicalismo y abrió las puertas al regreso impetuoso de la mafia cegetista.
Si no bastaran los ejemplos relativos a la forma en que el PCA contribuyó en los últimos años a la organización y conciencia de los trabajadores como conjunto en la labor sindical, puede observarse su papel en el terreno político. Aunque bien mirado resulta menos sorprendente de lo que parece a primera vista, causó estupor la súbita alianza del PCA con el PTP, el MST y PL, para presentarse a elecciones en la Capital Federal. Fue otro volantazo a ciegas. La efectividad de estas políticas de «acumulación» se mide por el guarismo obtenido por los cuatro partidos juntos: 0,36%.
Esta acumulación de desastres tiene una dependencia directa de lo que venimos señalando como fundamento de la política implementada por el PCA y sancionada en el XIX Congreso. Al soltar amarras con la liturgia stalinista pero negándose a asumir una posición de clase y una reivindicación en los hechos del legado teórico marxista, la dirección del PCA ha quedado como un astronauta que al salir de su nave espacial suelta el cable de seguridad y queda boyando en el vacío infinito.
En la ingravidez de ese espacio falta todavía observar dos detalles acerca de los puntos transcriptos en la resolución sobre el MPSL.
Uno es el que decide mandatar al CC para que arbitre las medidas y los medios imprescindibles para llevar a cabo el Congreso del MPSL. De la simple lectura, se entiende que este organismo es simplemente una extensión del PCA con otro nombre. Aquí reaparece la incógnita señalada más arriba: ¿por qué crear otro partido, que no es de masas ni de clase, con otro nombre?
Ligado a esto viene el otro detalle acerca del cual hay que llamar la atención respecto de los puntos votados para el MPSL: ¿qué programa se propone?; ¿por qué no hay la menor alusión al respecto en los seis puntos votados en la resolución del Congreso?
Nadie podría tildarnos de suspicaces si explicamos esto a la luz de la crítica ya realizada en la primera parte de este trabajo acerca de la Tesis 7, en cuya fundamentación se adelanta que para la constitución del bloque político y social al que aspira el PCA, un programa de clase «no es una condición previa».
El hecho es que el Congreso del MPSL no se realizó, según lo previsto, a mediados de abril. Está anunciado para el 16 de agosto. En la convocatoria publicada por el semanarioPropuesta, queda sentado que la confusión, lejos de haberse superado, ha alcanzado niveles alarmantes. Leemos: «Según lo ha hecho conocer la dirección del MPSL, el 16 y 17/8 se realizarán las jornadas inaugurales del congreso. Por lo tanto (sic) el mismo está concebido como un proceso de construcción de abajo hacia arriba y en consecuencia (sic) deberá reunirse para hacer balance y fijar posiciones cada vez que la situación lo reclame. Esta forma congresal no sólo permitirá en esta instancia instalar la propuesta de unidad del espacio clasista y combativo junto a la necesidad de avanzar en la construcción de una central de trabajadores de nuevo tipo, sino también, permitirá reunir a todos los referentes principales del movimiento cada vez que una situación tan dinámica como la que vivimos lo haga necesario»(10).
El problema no está en la redacción del párrafo. Estriba en la realidad que debe describir: para comenzar, los dos días programados son sólo las jornadas inaugurales del congreso. «Por lo tanto» (?), será una construcción de abajo hacia arriba. «Y en consecuencia» (??) el congreso deberá reunirse «para hacer balance»… cada vez que la situación lo reclame.
La recreación del marxismo trae sorpresas impactantes para los antiguos que tenemos ideas caducas respecto de lo que es un Congreso.
Antes un Congreso se hacía para discutir un programa, un plan de acción, elegir direcciones, y otras banalidades por el estilo. Ahora en cambio el Congreso consiste en una inauguración para la cual, según indica el artículo, «están avanzadas las gestiones para lograr la participación de delegaciones de Cuba, Uruguay, Paraguay y Chile, así como también los saludos de España, Francia, Estados Unidos, Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia y la Federación Sindical Mundial». Esta forma congresal, se nos dice, permitirá instalar la propuesta de unidad del espacio clasista y combativo. Una vez instalada la propuesta, el Congreso reunirá a todos los referentes principales cada vez que una situación tan dinámica como la que vivimos lo haga necesario.
Esto es lo que denominamos visión a partir de un aparato, con prescindencia del movimiento obrero real, con total desprecio por la teoría como fundamento de la acción, sin brújula ni timón.
Se puede hacer un fasto de dos días, reunir referentes principales, invitar delegados internacionales… pero no se puede definir qué es el Movimiento Político Sindical Liberación, qué programa tendrá, cómo se elegirán sus dirigentes, cómo se tomarán las decisiones. La idea de un Congreso permanente que se reúne cada vez que la situación lo reclama (¿dos veces por día?) como forma de «construir desde abajo hacia arriba» y unificar a la militancia clasista, parece desvarío o burla. Aunque cabe una tercera posibilidad: imperiosa necesidad de llenar un vacío absoluto de propuesta para el movimiento obrero con frases vacías, supuestamente agradables a los oídos de militantes descreídos.
Todas estas construcciones ficticias están irremediablemente condenadas a continuar acumulando desastres.
El PCA tiene que definir qué lugar ocupa en una estrategia revolucionaria un organismo como el MPSL; qué fundamentos teóricos o históricos tiene este tipo desconocido de instancia organizativa; qué relación tiene esta estructura con la otra construcción votada como instancia estratégica en el Congreso: el «Movimiento Político de Izquierda»; cómo ensambla todo esto con otra instancia también de carácter estratégico: el Frente de Liberación Nacional y Social. Y cómo se compagina todo esto con la política que concretamente lleva a cabo: fundación del Frente Grande, salto a la Alianza Sur y de allí doble mortal a la Unión de Izquierda Popular, mientras se pasaba de la alianza con el MAS durante la huelga ferroviaria de 1991 (con una política ultraizquierdista) a la alianza con la Lista Germán Abdala en las elecciones del CTA, luego al Foro Sindical con el PTP, para después llegar a la «instalación» del MPSL como instancia de unidad de las fuerzas clasistas.
Tomar responsabilidad explícita sobre todo esto es condición inexcusable para presentarse ante un luchador social como alternativa revolucionaria.
Pero definir el significado de todas estas propuestas y su despliegue en la práctica requiere, además de una actitud seria ante la magnitud de lo que está en juego, fundamentos teóricos consistentes. Y en este punto el PCA no puede eludir la necesidad de definir con claridad qué es, en su opinión, un partido de los comunistas; qué es la clase obrera en la sociedad capitalista; cuál es la relación entre clase y partido. Tiene que definir, por tanto, cuál es su posición frente a la teoría marxista.
Nadie se asustará -todo lo contrario- si en esa tarea el PCA logra recrear los principios del marxismo en su aplicación a la realidad de nuestro tiempo. Pero eso requiere bastante más que frases vacías y despliegue de aparato.
La etapa que atravesamos,
tareas de los comunistas en la clase obrera
En el sentido global de su desenvolvimiento histórico, la clase obrera atraviesa en Argentina una etapa de transición. El punto de partida de esa transición fue el agotamiento de la unidad social y política de la masa trabajadora signada por una ideología de conciliación de clases y organizaciones sindicales y partidarias, verticales y burocráticas, dependientes de la burguesía en todos los órdenes. El punto de llegada no es necesariamente el opuesto: unidad social y política con conciencia de clase y organizaciones autónomas y democráticas.
Decíamos en la edición de Crítica de abril de 1992, refiriéndonos a los encuentros que darían nacimiento al CTA: «en Burzaco y Rosario se vio cómo la vanguardia natural de los trabajadores, con todas las dificultades y traumatismos propios de un parto, negaba la negación que el movimiento sindical y político dominado por la ideología y los aparatos burgueses significa para el desenvolvimiento necesario de la clase obrera. Esa oposición a lo existente y dominante trazó un límite que deja atrás medio siglo de subordinación del movimiento obrero. Y abrió una fase donde todo es nuevo y nada será una reproducción del pasado. Una nueva fase histórica en la que, por ahora, todo es potencial, sin determinaciones ideológicas, políticas ni organizativas pese a que se afirman valores básicos como la autonomía, la participación colectiva, la honestidad, así como, en otro orden, la defensa del patrimonio nacional y los derechos de los explotados y oprimidos».
Y continuaba aquel texto, titulado Los trabajadores retoman la palabra: «O para decirlo de una manera más cruda y directa: Burzaco y Rosario constituyen la derrota histórica, definitiva e irreversible de la ideología, la organización y la política del peronismo en la clase obrera. Pero el hecho de que la mayoría de los dirigentes que promovieron y protagonizaron esos encuentros tengan su origen y en muchos casos aún se identifiquen como peronistas, prueba de por sí que lo que en el espectro político argentino se presentó como oposición al peronismo desde la izquierda -los partidos socialdemócratas, stalinistas, trotskystas- no configuraron ni en la teoría ni en la práctica una alternativa real al populismo burgués del peronismo. Ninguno de esos partidos, como tales, influyeron y ni siquiera participaron en la gestación y realización de este formidable acontecimiento político! De manera que los dirigentes de este proceso no cuentan con una base ideológica, teórica, política ni programática como punto de partida. Y es verdad no sólo para el conjunto como un todo, sino también para cada una de las partes componentes, azotadas todas por el desmoronamiento de opciones ideológicas y políticas hasta ahora reivindicadas (…) Corresponde advertir, sin embargo, que el carácter trascendental que les atribuimos, si bien es ya inconmovible por lo que deja atrás, no es todavía, garantía de lo que vendrá. Decir que todo es potencial equivale a afirmar que nada hay fatal, inexorable, en el desarrollo del fenómeno social, político y sindical que a la vez expresan y determinan los hombres y mujeres reunidos en Burzaco y Rosario. Nadie podría afirmar hoy que de allí saldrá una clase trabajadora consciente de su papel en la historia, con una conducción genuina e independiente, capaz de polarizar al conjunto de la población explotada y oprimida y de encabezar el cambio social que la crisis exige (…)Sostenemos sin vacilar que la marcha de este movimiento que aún no ha terminado de nacer será el factor interno determinante del rumbo que Argentina tome durante el próximo siglo. Pero no afirmamos que ese rumbo sea necesaria e ineludiblemente el de la superación del capitalismo y la edificación de una sociedad en la que el hombre sea hermano del hombre.
«Y para quienes sospechen que nuestra valoración de estos encuentros está alimentada por un optimismo excesivo, valga una aclaración preliminar: la evaluación de la situación objetiva y subjetiva, a escala nacional e internacional, en la cual nace este fenómeno, nos lleva a la conclusión de que su desarrollo lineal plantea como perspectiva más probable el fracaso de los objetivos expresos en los documentos hasta ahora aprobados. Casi todos los factores empujan en esa dirección. Sólo la acción política consciente, decidida, lúcida y audaz de los principales dirigentes de este flamante movimiento, puede hacer que se realicen las potencialidades positivas y plasme un poderoso movimiento obrero y popular consciente y organizado, dotado de una dirección clasista, democrática, antimperialista y socialista»(11).
La acción política no ya del conjunto de los principales dirigentes, sino y sobre todo de los que en la primera línea representaban la vertiente no peronista del movimiento sindical, estuvo más que distante de la lucidez y la audacia que exigía la tarea(12).
Pero más grave aún fue la conducta de los partidos que se reivindican marxistas: el PCA mantuvo constantemente un pie dentro y otro fuera del CTA, sin definir jamás una línea de acción. Y cuando las circunstancias no daban lugar para ambigüedades optó como es sabido: por el Frente Grande en el ámbito político; por la Lista Germán Abdala en el plano sindical. El PCR-PTP construyó un bloque propio, desde el cual continuó tras el objetivo de «recuperar la CGT». Las numerosas denominaciones identificadas como trotskystas se mantuvieron al margen del combate, convencidas de que la montaña debe ir a Mahoma, mientras sufrían sucesivas fracturas.
Atrapados por esta tenaza, centenares de cuadros, cuadros medios y activistas, no pocos de ellos con importantes cargos en la estructura sindical, se encontraron en un callejón al que no lograron hallarle salida.
Por nuestra parte, a partir de la caracterización señalada y convencidos de que el accionar comunista como fuerza consciente y organizada desde el centro vital de la masa era condición ineludible para que el proceso en marcha no abortara, señalábamos lo siguiente: «La tarea central de este momento histórico es alcanzar la unidad social y política de la clase trabajadora; entendiendo como tal no sólo a los trabajadores con ocupación, sino además a aquellos lanzados a la marginalidad de la desocupación o subocupación, así como también a sus familias (…) Sin embargo esto no supone renunciar a la diferenciación e, incluso, privilegiar en ciertas circunstancias la opción de la franca y decidida división. Para ello es necesario asumir en la teoría y en la práctica que la unidad no excluye la diferenciación y no guarda una relación constante con la división»(13).
Cuatro años y medio después de aquel comienzo, la tarea central de los comunistas en el movimiento obrero continúa siendo la misma. Pero la transición ha recorrido un camino. Los protagonistas, individual y colectivamente, no están en el mismo punto de cuatro años atrás. Por lo demás, las circunstancias han cambiado y a partir de ahora continuarán haciéndolo a ritmo acelerado.
Para comenzar, la prolongada fase de reflujo de la clase obrera en general y del proletariado industrial en particular (cuyo inicio podemos ubicar con el fin de las huelgas ferroviaria y de Acindar en los primeros meses de 1991), ha dado lugar al inicio de un tímido pero inequívoco reanimamiento que eventualmente se transformará en alza del movimiento de masas.
En este punto, sin embargo, el CTA se halla sin el vigor inicial que lo plantó como alternativa política para el movimiento obrero en su conjunto; perdió la iniciativa en todos los terrenos; a cambio de sumar fuerzas se fue desgranando (el último dato es el distanciamiento de SAON). Pero lo más grave es que, con pocas excepciones, la dirección del CTA se comprometió con variantes políticas de la burguesía, violando documentos y compromisos, frustrando expectativas y esperanzas de millares (acaso decenas de millares) de activistas y cuadros medios del movimiento obrero y popular(14).
Mientras tanto, la cúpula cegetista se ha lanzado con singular energía a una operación que si en lo inmediato apunta a encabezar desde el inicio el reanimamiento de las masas para impedir el fortalecimiento de fracciones que le disputan espacio, esencialmente constituye una maniobra estratégica destinada a impedir la emergencia y consolidación de una clase para sí, consciente y organizada, no ya independiente de la burguesía, sino mortalmente enfrentada con el capital en todas sus fracciones.
En esta nueva fase de la transición, el CTA no es ya un puente eficaz para que el proceso de unificación social y política sobre una base programática de clase, arribe a buen destino. Pero nada genuino -es decir, promovido y encabezado por dirigentes naturales con fuerza suficiente como para constituir un polo de atracción- ha tomado su lugar hasta el momento.
Ante tal situación coyuntural, los revolucionarios marxistas no pueden ni caer en la tentación de inventar sustitutos, ni dejar de proponer formas transicionales, experimentando con audacia toda posibilidad de que plasme una nueva instancia de unificación social y política de la masa explotada.
Insistamos: unificación social y política de la masa explotada, no «unidad del combativismo»; instancias de organización y resistencia para millones de personas, no aparatos manipulables que semejan pasillos de un edificio embrujado, al cual entran por un extremo militantes esperanzados que, luego de recorrer un corto trecho, saldrán por la otra punta como personas confundidas, decepcionadas y desarmadas, a engrosar las filas de los escépticos.
Esta coyuntura no comenzó con la huelga general lanzada por la CGT el 8 de agosto. Exactamente un año atrás, la UMS emitió una declaración que constataba el cuadro general: «Durante la segunda y tercera semana de agosto el país ingresó a una crisis institucional que aún no se ha superado. En situaciones análogas, aunque de incomparablemente menor gravedad, en el pasado se produjeron uno tras otro golpes de Estado mediante las fuerzas armadas». Más adelante, continuaba la declaración: «El llamado a la huelga general por parte de la cúpula cegetista revela la impotencia de quienes se propusieron como conducción alternativa (recordemos que el documento está fechado en agosto de 1995), sea en el terreno sindical, sea en el campo político (…) Pero lo cierto es que deja nuevamente a los agentes del capital en el movimiento sindical con todas las cartas en la mano».
Inmediatamente la declaración condenaba al «sector hegemónico del CTA (que) ha huido hacia adelante, según lo prueba un documento destinado a formar un aparato político de naturaleza policlasista, burocrático, elitista y electoralista que propone formar una ‘multisectorial’ y apunta a que el Congreso de la Cultura, el Trabajo y la Producción se transforme en‘una fuerza más orgánica, permanente y sistemática’. Ese propósito requiere, dice el documento del CTA, ‘definir un mínimo aparato administrativo dedicado a esta tarea de coordinación general’; ‘fijar una cuota aporte de las distintas organizaciones que posibilite un mínimo funcionamiento’; ‘unificar los recursos que las organizaciones poseen en materia intelectual. Tender a conformar un aparato único de producción de diagnósticos, información y propuestas que puedan abastecer los espacios institucionales afines con criterios y estudios propios’; ‘unificar los recursos que las organizaciones poseen en materia de medios de comunicación a los efectos de ampliar nuestra capacidad de influencia pública’; ‘coordinar el funcionamiento unificado de nuestras organizaciones en los diferentes lugares del país’; ‘tener como objetivo ampliar nuestra capacidad de influencia institucional en las próximas elecciones legislativas’…»(15).
El texto no requiere comentario. Aunque cabe señalar que aquel proyecto -hasta el momento empantanado (lo cual confirma una inepcia operativa de la conducción hegemónica del CTA incluso para llevar adelante aquello que se propone) era explícitamente compartido por organizaciones y dirigentes de una u otra manera ligados con el PCA, nunca desautorizados por su dirección.
El hecho es que con tal confesión pública, la UMS puede probar ante la militancia sindical de que su línea de acción política de no está dictada por una concepción sectaria, sino por la intransigente oposición a todo aquello que apartara al CTA de sus propósitos fundacionales, es decir, la edificación de una alternativa política independiente para la masa explotada. La Declaración de la UMS lanzaba una propuesta de acción que partía del reconocimiento de la existencia del CTA, pero salía de lo que su dirección hegemónica determinaba como radio de acción. Con esta fundamentación -agravamiento de la situación objetiva, desdibujamiento del CTA como alternativa de clase- la UMS propuso entonces una labor destinada converger en una Asamblea Nacional de Trabajadores.
Meses más tarde, el PCA tomó el cabo. Pero a su modo: su convocatoria fue a una Asamblea Popular de la Resistencia.
¿Cuál es la diferencia? La que exige un accionar coherente con las Tesis del XIX Congreso: la clase obrera es reemplazada por el pueblo y la masa explotada por «los que luchan», por la sencilla razón de que no existe la menor preocupación por contribuir a la unidad social y política de los trabajadores como conjunto social y, sobre todo, porque el enemigo es… el neoliberalismo.
No hay duda: un milímetro de distancia en la teoría se transforma en un kilómetro de diferencia en la práctica. Proporcionalmente, algunas leguas de distancia en la teoría hacen de la práctica una contraposición frontal de posiciones: la Asamblea Nacional de Trabajadores es una consigna de acción apuntada a un proceso de convergencia de los cuadros de vanguardia del movimiento obrero y popular, definición programática y organización de masas, que desemboque en un partido del conjunto de los explotados y oprimidos, con un programa propio, antimperialista y anticapitalistas, y una dirección surgida del movimiento vivo de las masas. La Asamblea Popular de la Resistencia es una vía de convergencia de aparatos sindicales cada día más alejados de las bases con estructuras gremiales y políticas de diversos sectores empresarios, es decir, una cobertura para una superestructura política de conciliación de clases.
Tal vez por casualidad, la dirección del PCA adoptó recientemente otra formulación fonéticamente semejante a lo que constituye la otra columna fundamental en la política de la UMS para la recomposición de las fuerzas marxistas: las Mesas de Enlace de Militantes Comunistas, que desde hace casi dos años vienen funcionando con diferente nivel y resultados, pero con un saldo global altamente positivo, a nivel nacional. En este caso, la cuasi coincidencia de la dirección del PCA se formula de esta manera: Mesas de Enlace de los Revolucionarios.
Abundamos ya, en la primera parte de este trabajo, acerca de la diferencia entre revolucionario y comunista. De manera que sólo resta exponer la conclusión respecto de la distancia política producida por aquel milímetro en la teoría: la dirección del PCA no procura una respuesta efectiva, en términos políticos y organizativos, para decenas de millares de comunistas dispersos; es decir, dar al partido de los comunistas el lugar que el momento histórico reclama. Su preocupación dominante es encontrar un «ámbito común« con los revolucionarios. O para decirlo con sus propias y muy elocuentes palabras: «incidir en el combativismo»…
En suma: el XIX Congreso del PCA no arma a sus militantes para edificar un genuino y poderoso partido de los comunistas por la misma razón que ni siquiera se preocupa por la unidad social y política del conjunto de la clase trabajadora: clase y partido -en su acepción marxista- son conceptos absolutamente ajenos a los documentos que venimos comentando.
La inversa es nuestra posición. No es posible dar una respuesta a la vanguardia si no es acertando en la necesidad y posibilidad de las masas explotadas y oprimidas en un momento dado. No es posible dar esa respuesta a las masas -y esto quiere decir: a decenas de millones de personas- sin un concepto preciso de partido de los comunistas.
Buscar la unidad, sin precisas definiciones ideológicas y políticas, de las necesariamente múltiples y heterogéneas posiciones a que da lugar la crisis del sistema en la cabeza y el accionar de los hombres y mujeres rebeldes y decididos, es lo que el lenguaje marxista, antes de su recreación, denominaba oportunismo. Anteponer el estado de ánimo o los reclamos de vanguardias circunstanciales a la necesidades estratégicas de los trabajadores como clase, es lo que antes se calificaba como ultraizquierdismo.
Proclamamos por tanto nuestro resuelto anacronismo: aquellas calificaciones son las que cuadran a esta política. Eso exactamente: bandazos permanentes del oportunismo al ultraizquierdismo, es lo que muestra -hasta el hartazgo de su propia militancia- el accionar del PCA.
Militante revolucionario y cuadro de vanguardia
Así como hacíamos al comienzo de este trabajo una distinción entre revolucionario y revolucionario comunista, corresponde igualmente distinguir entre militante revolucionario -comunista o no- y cuadro de vanguardia.
En un sentido general, indeterminado, es obvio que revolucionario es quien está a la vanguardia con un proyecto se sociedad diferente y superior a la actual. Pero en un sentido político concreto, un cuadro de vanguardia es quien está a la cabeza de un movimiento social real.
La creencia de que lo primero presupone lo segundo o le otorga carácter de necesidad, produce costosos desatinos políticos y frustraciones muy grandes en militantes entregados y aguerridos.
Sucede que sólo en momentos excepcionales, como son los períodos de lucha revolucionaria de masas; y sólo en el caso de que la vanguardia ideológica haya sabido transformarse previamente en vanguardia política, ambos términos se fusionarán en uno.
Mientras ese momento no llega, la falta de precisa delimitación teórica entre clase y partido, el lugar de cada factor en la lucha revolucionaria y la relación entre ambos, se transforma en una barrera infranqueable para llevar a cabo la tarea de los comunistas.
Un partido de los comunistas debe tener como objetivo central y permanente su inserción profunda en el movimiento obrero industrial y, más ampliamente, en el conjunto de la población explotada y oprimida. Para esto, naturalmente, debe integrar a sus filas a los cuadros de vanguardia del movimiento obrero y popular.
Pero para integrar de manera positiva (ya volveremos sobre esto) a un cuadro del movimiento obrero, el partido de los comunistas debe dar repuesta a lo que constituye la preocupación principal de la vanguardia real del movimiento obrero real. ¿Y cuál será esta preocupación? La respuesta no admite dudas: cómo y hacia dónde conducir a su gente.
Así, un partido comunista que no resuelva positivamente en términos políticos -excluimos aquí explícitamente la idea burocrática de que un partido debe conducir paso a paso el accionar cotidiano de un cuadro dirigente de masas- no podrá entablar con ese cuadro la relación que permita transformarlo en revolucionario comunista dirigente de masas.
Con una respuesta destinada a los revolucionarios, la relación del partido con el dirigente de masas tiene dos resultados posibles: o bien, por no dar respuesta a la función concreta del cuadro de vanguardia, no consigue integrarlo a las filas del partido de los comunistas, o bien, dada la necesidad subjetiva de ese cuadro de hallar respuestas generales a sus preocupaciones sociales, lo sumará a las filas partidarias pero lo anulará como dirigente de masas. No son pocos los casos en que el resultado es una dolorosa combinación de esas dos variantes.
La idea de que construir un partido de los comunistas consiste en bloquear una fábrica, reconocer y ganar a los obreros más inquietos y enseñarles los principios del comunismo es (cuando es algo más que charlatanería) una simplificación que reduce la teoría del partido a una caricatura de funestas consecuencias.
Porque si en la mayoría de los casos un accionar basado en tales concepto desemboca en la vía muerta del sindicalismo y el espontaneísmo, ambos igualmente estériles, en aquellos casos en que la determinación revolucionaria sea consecuente hasta las últimas instancias, llevará a la militancia a acciones desesperadas que, si están protagonizadas por verdaderos cuadros de vanguardia, invariablemente redundan en un retroceso del movimiento de masas y la desmoralización y deserción de muchos militantes(16).
Construir un partido de los comunistas presupone, ante todo, definir con rigurosa precisión los principios ideológicos, los fundamentos programáticos y el concepto riguroso del tipo de organización que se pretende.
Si ese primer paso es complejo, singularmente difícil, el segundo lo es acaso en mayor medida: transformar a esa propuesta en vanguardia política.
Esto requiere una suma de condiciones inexcusables: alcanzar la capacidad de reconocer con acierto la situación concreta de la sociedad en cada momento y en el transcurso del tiempo; con base en esa interpretación acertada, hallar la respuesta adecuada, en cada momento y lugar, para que el movimiento de masas dé pasos efectivos hacia una mayor conciencia y organización como tal; con este arsenal, ganar el respeto y la confianza de los cuadros de vanguardia en el sentido ya indicado, integrarlos al partido de los comunistas, educarlos como tales y, a través de ellos, recorrer el camino entre la teoría revolucionaria y el movimiento de masas en estado de insurgencia, para ponerse, entonces sí, a la vanguardia de los explotados en la lucha por el poder.
No hay atajos. No hay fórmulas mágicas. No hay aparatos ni maniobras, ni líderes prefabricados a fuerza de dinero y trapisondas, que puedan reemplazar con éxito esta labor.
Sólo cuando se asuma hasta las últimas consecuencias este legado de la teoría marxista serán fructíferos los factores que están como punto de partida y condición ineludible de cualquier empresa revolucionaria: coraje, honradez, pasión y entrega militante, convicción y perseverancia, audacia… es decir, todo aquello que hace a un hombre o una mujer alcanzar el escalón más alto de la especie humana.