Nueva e inesperada pugna estratégica se ha desatado en América Latina. Es el resultado del advenimiento de Donald Trump a la Casa Blanca. Dada la degradación política que desarticula por estos días a Brasil, más la desestabilización difícilmente reparable a mediano plazo del gobierno mexicano, el nuevo cuadro pone frente a frente a Caracas y Buenos Aires.
Esto es así porque Trump y el colapsado esquema de poder estadounidense, al romper con los planes estratégicos del Departamento de Estado, en la práctica separan de modo tajante al continente a la altura del Río Bravo y obligan/permiten a América Latina hacerse cargo de su propio destino.
Bajo control de los centros de poder tradicionales en Estados Unidos la línea de acción del Departamento de Estado consistía, hasta el inopinado triunfo de Trump, en tender un eje entre Washington y Buenos Aires para ahogar a los países del Alba y aplastar la Revolución Bolivariana de Venezuela. El nuevo Presidente no reemplazó aquel plan. Si acaso tiene uno alternativo, hasta ahora no lo ha mostrado. Se limitó a dinamitarlo.
Esa conducta expresa la probada torpeza del excéntrico ocupante de la Casa Blanca. Pero resulta de una realidad que lo antecede y largamente lo excede: la decadencia estadounidense, la ruptura de su hegemonía global y sobre todo su irreversible pérdida de peso en el hemisferio, que por una ironía de la historia tomó un perfil tan grotesco como el peinado de Trump.
Tras las groseras balandronadas de Trump –en primer plano su ataque a México y el intento de convertir a Venezuela en un nuevo Irak– se percibe la incapacidad objetiva para el imperialismo de mantener el control estratégico sobre la región, con su inexorable corolario: la fuerza militar como único recurso para imponerse.
A eso apunta la provocación contra el gobierno de la Revolución Bolivariana, con la insostenible denuncia por narcotráfico contra el vicepresidente Tareck El Aissami. El riesgo de escalada existe. El 15 de febrero Trump llamó por teléfono a Macri. En una charla de cinco minutos el centro de interés lo ocupó Venezuela. Luego, en el informe sobre la conversación, la Casa Blanca subrayó “el liderazgo que el presidente Macri juega en la región”. ¿Un retorno al intento de eje Washington-Buenos Aires? Improbable, aunque habrá más datos objetivos cuando se concrete la invitación de Trump para que el presidente argentino lo visite en mayo. En todo caso, hay hechos suficientes para afirmar que éste ya está involucrado en un nuevo juego y difícilmente acate linealmente la conducta exigida por Trump, de abierto tono belicista contra Venezuela. Macri aspira sin ocultamientos a ese “liderazgo regional” retóricamente concedido por el showman estadounidense. La primera condición para semejante propósito es evitar hechos de violencia mayor que desencadenarían un pandemónium en toda la región y harían volar por los aires, en primer lugar, a su propio gobierno.
En principio esto aleja la perspectiva de una agresión militar directa contra la Revolución Bolivariana, aunque ya está visto que a la irracionalidad capitalista que dicta la política estadounidense se suman ahora las pulsiones de un Presidente, cuyas facultades mentales han sido puestas en cuestión en un documento firmado por 35 de los más renombrados psiquiatras de Estados Unidos y publicado en el New York Times.
Continuidad y desconexión
Hay en este replanteo regional una elocuente línea de continuidad con la tendencia de convergencia dominante en la región desde comienzos de siglo. Ahora desconectada de Estados Unidos por razones formalmente diferentes pero en el fondo idénticas: la lucha interburguesa resultante de la crisis capitalista mundial.
En cualquier hipótesis, en la coyuntura se ha roto el alineamiento automático de una mayoría de países latinoamericanos con Washington y los desafíos del futuro han desatado una batalla, sin precedentes, en dos planos principales: uno entre los países de mayor envergadura con gobiernos conservadores de derecha en la puja por el lugar que ocuparán en el nuevo cuadro; el otro, entre estos y el Alba. Con este trasfondo se inicia el choque estratégico entre los gobiernos de Argentina y Venezuela.
Esa confrontación se muestra en la superficie personificada en Nicolás Maduro y Mauricio Macri. Tras la apariencia, yace la batalla histórica por un camino hacia el futuro, por una opción estratégica no ya para Venezuela y Argentina, sino para toda la región, en un mundo atenazado por el mismo dilema, aunque en situaciones diferentes: avanzar hacia el socialismo o buscar respuesta en la reconstitución del hoy insostenible orden capitalista.
Son justamente las características propias de América Latina, indisolublemente ligada en todos los órdenes al norte del continente, las que plantean de manera más neta, más simple y a la vez más espinosa esa alternativa inconciliable. Tal nitidez no hace más sencilla la tarea de Maduro y Macri. Todo lo contrario.
La Revolución Bolivariana debe avanzar en la transición al socialismo desde una economía subdesarrollada, acosada por enemigos internos y externos y con un aparato productivo cuya sujeción estructural al poder capitalista aún no ha transpuesto el punto de no retorno. Es una hazaña política haber llegado al cuarto aniversario de la muerte de Hugo Chávez sin que la ininterrumpida conspiración contrarrevolucionaria haya podido conmover –mucho menos derrocar, como proclamaron desde el primer momento- al gobierno de Nicolás Maduro.
Esto fue así por tres factores principales: la sostenida unidad cívico-militar, la existencia del Partido Socialista Unido de Venezuela y la sabia conducta de la dirigencia principal para evitar fracturas y buscar sin pausa la movilización popular.
No obstante, la cuesta a remontar es más que ardua, porque el momento internacional, con todos los cambios producidos desde la primacía contrarrevolucionaria de 1991 hasta comienzos de este siglo, no ha dado un salto cualitativo que permita a las autoridades venezolanas marchar acompasadas con una fuerza intelectual, política y organizativa de alcance mundial. Todavía y pese a las transformaciones positivas, lo contrario es verdad.
En cuanto a Macri, llegó al poder por un voto de rechazo al gobierno anterior, pero no por consustanciación de las mayorías con su figura, sus propuestas, sus candidatos o sus aliados. La fuerza del gobierno de la incoherente coalición Cambiemos y su presidente reside en la ausencia de alternativa con raíces en la clase trabajadora y las fuerzas revolucionarias, cuya rica tradición está hoy contrarrestada por la división, la confusión y, en no pocos casos, la sumisión a variantes burguesas supuestamente progresistas. El resultado electoral y su primer año de gobierno –exitoso para los intereses del capital- traduce en realidad la gravísima situación de una sociedad desagregada, con grandes franjas de marginalización, sin pautas de conducta colectiva, con la mitad de la población en la pobreza y la indigencia.
Esa realidad social resulta de una economía sistemáticamente saqueada por el gran capital local y extranjero durante los últimos 60 años, al punto de que todos los índices económicos y sociales son hoy peores que los vigentes al fin de la dictadura, en 1983, o tras el colapso general de 2001.
Acompañado por un frente único del conjunto de la gran burguesía, las cúpulas sindicales y la iglesia, Macri tiene el mandato de restaurar el capitalismo y recomponer el sistema de poder burgués.
Quienes creen que esto es históricamente posible, debaten sobre tal o cual política oficial para llegar más eficazmente al objetivo. Viejas y nuevas corrientes reformistas reclaman mejoras económicas y se desgarran en denuncias de carácter personal contra el Presidente, sin cuestionar el sistema mismo. Así, Macri tiene un amplio espacio de acción.
Quienes creemos que el capitalismo no tiene fuerzas intrínsecas -en Argentina y en el mundo- para superar la crisis que lo demuele y aplasta a millones de seres humanos, sea por la violencia, la pobreza o la enajenación, tenemos la certeza del que el gobierno argentino no puede en ningún caso ser exitoso en el largo plazo y está negada de manera absoluta la posibilidad de una Argentina capitalista en desarrollo, paz y justicia. La impotencia estructural de la burguesía local no puede ser neutralizada por la debilidad coyuntural de la clase obrera. Aquí, como en todo el mundo desarrollado, a término la alternativa es socialismo o barbarie. Una barbarie ya visible en muchos aspectos –con el narcotráfico con mayor protagonismo cada día- apuntada inexorablemente hacia una perspectiva fascista que será, en última instancia, la que chocará de frente con la revolución latinoamericana.
Maduro y el gobierno revolucionario de Venezuela tienen un basamento exactamente inverso al que sostiene a Macri. A la cohesión social, la estrategia definida y la organización consciente de las masas en el país caribe, se contrapone en el Sur la desagregación, la ausencia de cualquier objetivo que no sea sostener el sistema a costa de lo que costare, la ausencia de conciencia y la inexistencia de organizaciones sólidas y enraizadas de cualquier origen social.
La otra cara de la medalla muestra a Argentina aliada a Brasil, México y Colombia para sostenerse entre sí y enfrentar a Venezuela y el Alba. Con los centros imperiales como respaldo de última instancia y más allá de cualquier contradicción.
En ese entramado se dirimirá el destino de América Latina. La Revolución Bolivariana tiene potencialmente la posibilidad de convocar a los pueblos de la región y en una acción conjunta paralizar los centros nerviosos del capital en el hemisferio. Esa certeza no debería soslayar la necesidad, urgente, de acudir sin fisuras a formar filas en esta confrontación trascendental.