Estados Unidos está a punto de anotarse una victoria trascendental. En el próximo período el euro habrá perdido el significado que tuvo en la economía mundial desde su aparición. En la hipótesis de máxima –igualmente probable– habrá desaparecido la Unión Europea.
Medir como triunfo estadounidense el colapso europeo puede resultar extraño, aunque la Casa Blanca trabajó ostensiblemente por él, con la ayuda de renombrados economistas y de su brazo europeo: Gran Bretaña.
En el análisis de la marcha política mundial de las últimas décadas quedó excluido un factor decisivo: la competencia interimperialista. La omisión proviene de una visión general del mundo tras la caída de la Unión Soviética, según la cual ésta resultaba de un capitalismo vencedor, sano y proyectado al futuro. No fue sólo falta de rigor en las derechas. Con escasas excepciones, cayeron en la trampa las diferentes izquierdas, sin excluir a las que se suponen extremas.
Hoy, comentaristas de distinto signo se burlan de los economistas que diseñaron la moneda común europea. A la luz del colapso griego señalan con vacua suficiencia las incongruencias elementales de la economía europea y la cadena de desastres en los países de menor desarrollo en la eurozona.
Ocurre que al finalizar los 1980 no había un capitalismo lozano y victorioso. La realidad era bien diferente. La crisis ya había carcomido sus columnas principales. De allí que la salida de la Urss del escenario hizo que los centros mundiales del capital se alinearan más frontal e impiadosamente para disputarse el mercado y la plusvalía mundiales. Para eso nació la UE. Para eso fue creado el euro.
La feroz disputa interimperialista provocó guerras cerca y lejos de París y Berlín. Dio lugar a criaturas deformes tales como la Cumbre Iberoamericana y la Cumbre de las Américas, con sus nonatos proyectos de Alca y TLCs transatlánticos. También promovió incontables páginas de vaciedades pseudoteóricas repetidas ad nauseam de comentaristas empeñados en encomiar a la UE como modelo de civilización superior, de inteligencia política y supremacía cultural.
Nada de eso: pura y simple competencia para robarse mercados. Y bien que avanzó Alemania tras ese objetivo, usando a España, Portugal e Italia para ganar la partida a Washington en América Latina; a Francia –e incluso, hasta cierto punto, Gran Bretaña– para mejor disputar África; a todos para competir con Japón y Estados Unidos en el polígono asiático que va del Canal de Suez al Mar de Bering, de Indonesia a Sri Lanka.
Alguien pudo creer que lo habían logrado. Pero las leyes de la economía son implacables. Inflando la Unión Europea e imponiendo el euro, Berlín y París huían hacia delante. Bloqueaban mercados a Estados Unidos en el perímetro de la UE y lanzaban a países empobrecidos y de menor desarrollo a una carrera demencial por consumir productos alemanes y franceses. De paso, devoraban con fruición a través de sus bancos.
Las eternas cenicientas de la Europa capitalista se ensoberbecieron sin temor al ridículo. Ejecutivos españoles actuaban con altanería en Buenos Aires, Caracas, San Pablo o Lima, convencidos de que era su propio valor el motor del éxito que los ubicaba en situación preponderante. Los italianos no fueron a la zaga, seguros de que habían recuperado los esplendores del antiguo imperio. Helos allí, en poco más de dos décadas. Implorando salvataje financiero al Reichstag, que se niega a concederlo en la certeza de que sería cavar su propia tumba. Para colmo, el pensamiento político europeo –es decir, francés– revela en el torbellino que su intrincada sofisticación del último medio siglo es un tambor vacío.
Ya no existirá Bruselas como contraparte de Washington en la alianza contra cualquier ruptura del statu quo materializada en una nueva Otan con jurisdicción planetaria. Ya no será el euro el que dispute la primacía al dólar. La UE ingresa de lleno a la recesión. La lucha social y la forma política que adopte dirá si se posterga una vez más el pasaje de la retracción a la depresión; dictará si habrá muerte o pervivencia agónica del euro; y marcará el destino inmediato de la tan celebrada como ficticia Unión de 27 países y 8 aspirantes.
El hecho es que Estados Unidos derrotó a un aliado clave en la Otan y abrió paso en su lugar a enemigos de otra naturaleza, obligadamente más frontales y radicales, de menor peso económico para librar la batalla por la demanda mundial de mercancías, pero cualitativamente superior en materia militar.
Tras vencer al ejército de Roma con devastadoras pérdidas del suyo, un general griego exclamó tres siglos antes de nuestra era: “otra victoria como ésta y tendré que regresar solo a Epiro”. Si Barack Obama tuvo oportunidad de leer a Borges, podría enmendarle la plana a Pirro: “otra victoria como el derrumbe del euro y voy en coche al muere”.
Otros ejes, nueva fase
Durante las dos últimas décadas del siglo XX la competencia interimperialista fue el factor dominante para la marcha de la política mundial. Eso no negaba –sólo subordinaba temporalmente– otros ejes de confrontación: choque entre centros metropolitanos y economías dependientes, disputas interburguesas en cada país y región, constante combate que en sordina o con estridencias rige tendencialmente el curso de toda sociedad; la lucha de clases.
Si el conjunto de la economía mundial tuviera margen de maniobra, esta coyuntura abriría una fase de auge para los movimientos nacional-burgueses. Pero no lo tiene. La crisis estructural dispondrá las piezas de otro modo en el tablero internacional. Desde luego se verán –se ven en estos días– hechos sobresalientes de resistencia por parte de burguesías nacionales o regionales y las consecuentes respuestas brutales de los centros imperialistas, frente a los cuales es obligado alinearse del lado de los débiles. Pero inexorablemente éstas quedarán subordinadas al único eje posible de respuesta a Washington y sus socios vencidos: la que propone enfrentar el colapso capitalista con el socialismo del siglo XXI.
El faro se reencendió en América Latina una década atrás. Hoy tiene carnadura en el Alba. Busca articular su limitada capacidad objetiva en la maraña de contradicciones antes señaladas, en la que alternativamente prevalecen o se someten fuerzas y programas ambiguos e incluso hipócritas, empeñados en restañar las heridas del capitalismo pero necesitados de respaldo de masas, por lo que recurren al símbolo de la revolución representado por los países del Alba. Todo se transforma sin embargo con el ingreso al escenario de actores hasta hoy ausentes: juventudes y trabajadores de los países centrales; inicio de la radicalización popular en el Norte.
Ahora los países del Alba -y en especial Venezuela y Bolivia- son observados por las vanguardias en pie de combate en Grecia, España, Francia, Italia, Portugal, Gran Bretaña…
El mapa geopolítico mundial, en constante transformación durante la última década, está a punto de sufrir un cambio cualitativo. Pulverizado el unicato estadounidense, en su lugar domina la ausencia de hegemonía; Rusia en franca reorientación estratégica contra Estados Unidos y la Otan; China al fin de un vertiginoso período de crecimiento capitalista; India conmocionada por fuerzas centrífugas; Irán afirmando un espacio cuya eventual consolidación arrancará a todo el Asia Menor de manos imperiales; la Celac apuntada a reemplazar a la OEA, desplazando a Washington. La rosa de los vientos muestra como puntos cardinales el abismo de la crisis capitalista y el horizonte socialista. Esos serán los polos obligados de realineamiento internacional, sin espacio duradero para posiciones intermedias.
Práctica y teoría
Además de derrumbar como fichas de dominó una docena de gobiernos, las políticas impuestas en la Unión Europea para afrontar la crisis inervaron nuevos movimientos de masas. Son expresiones frescas de la lucha de clases. Para surgir han debido romper con aparatos partidarios, sindicales y culturales integrados a los Estados capitalistas bajo nombres utilizados como disfraz: socialistas, comunistas, sindicalistas. En esa ruptura reside su fuerza y su debilidad: comenzaron por fin a demoler los caballos de Troya del capital, pero carecen todavía de programa y estrategia, no pueden plasmar en nueva conciencia, unidad y organización para luchar franca y efectivamente por el poder.
Asumen, no obstante, que se trata precisamente de esto: el poder. El proceso es tan desigual como lo muestran Syriza en Grecia, los indignados de España, el Frente de Izquierda en Francia, entre tantas nuevas expresiones de combate, en la que irrumpen ahora los estudiantes canadienses, impiadosamente reprimidos por las muy democráticas autoridades de ese otro modelo derrumbado.
Al menos por ahora, el punto de combinación de semejantes desigualdades no está en Europa misma, mucho menos en Estados Unidos, donde también germina la semilla de la rebeldía frente a la brutalidad del sistema. Está en América Latina. El único eje posible de recomposición está en los avances revolucionarios de los países del Alba. Desafío histórico que tendrá un momento crucial cuando en julio se reúnan en Caracas los partidos y organizaciones políticas de todo el mundo que integran o simpatizan con el Foro de São Paulo. No confundir con el Foro de Porto Alegre. Se trata de una instancia partidaria, desviada hace ya tiempo de su rumbo original anticapitalista, tensada hoy al máximo por las exigencias de la nueva etapa. Las nuevas fuerzas de todo el planeta estarán allí representadas y con los ojos puestos en la marcha de la Revolución Bolivariana y las posiciones que expondrá ante ellas Hugo Chávez.
En ese recinto tendrá lugar un debate teórico y político trascendental. Es presumible que las posiciones antimperialistas se articularán a escala mundial y, en ese conjunto multifacético, avanzarán partidos, organizaciones y cuadros empeñados en echar los cimientos de una organización mundial por el socialismo del siglo XXI.