Caracterización de un período antes del desenlace de 2015
El texto que sigue es la introducción al libro titulado Argentina como clave regional, publicado en 2007. Allí se adelantaba que «la condición de país clave reside en su debilidad y no en su fuerza». Y se afirmaba: «El destino inmediato deja como opción sumarse a uno u otro de los dos grandes contendientes ya delineados en este momento decisivo de la Historia», en referencia al imperialismo y el Alba. En 2008 Kirchner y su esposa optaron por el G-20 contra el Alba. Macri es resultado de aquella opción. Mientras tanto la clase obrera continuó su dinámica de fragmentación. Y aumentó su confusión política. Estos antecedentes son elementales para comprender la coyuntura actual del país elegido por Washington para formar un eje contrarrevolucionario continental.
«Es tan cierto como prodigioso
que verdad y error manan de una misma fuente,
por lo cual no se debe con frecuencia
hacer daño al error,
ya que al mismo tiempo
se le hace a la verdad»
Johann W. Goethe
Menguada hasta límites impensados, sin timón en el puente de mando, sin motores en marcha allí donde nace la fuerza que todo lo mueve, Argentina es no obstante la clave para el desarrollo futuro de la coyuntura histórica que vive la región. Sólo que, aunque suene paradojal, la condición de país clave reside en su debilidad y no en su fuerza. El destino inmediato deja como opción sumarse a uno u otro de los dos grandes contendientes ya delineados en este momento decisivo de la Historia.
Había y sigue habiendo, en el subsuelo de estas tierras potencia más que suficiente para aspirar a un destino diferente. Pero no ocurrió.
En otros períodos Argentina ocupó un relevante lugar de avanzada en América Latina. Por ejemplo cuando una naciente clase trabajadora tuvo la lucidez y el vigor necesarios para alumbrar aquel primer periódico socialista, El Obrero, con el ímpetu de un proletariado que a fines del siglo XIX se puso a la vanguardia de la concientización y organización de los trabajadores en el Sur de América. Fueron vanguardia también los estudiantes con la Reforma de 1918, abriendo camino para los universitarios en todo el mundo. Y los obreros que sobre las llamas encendidas por el 17 de octubre de 1945 construyeron el Partido Laborista, mostraron a generaciones futuras la doble lección de la potencia implícita en la unidad social y política de las masas, y el costo a pagar cuando ésta queda bajo el control de las clases dominantes.
Ya no en primera línea, pero sí en el pelotón de avanzada mundial, estuvieron trabajadores y estudiantes con la oleada de insurrecciones en el último tramo de los años 1960, que tuvo su expresión mayor en el Cordobazo. A las juventudes que tomaron las armas inmediatamente después, les cabe también el honroso apelativo de vanguardia, en la búsqueda de una sociedad mejor.
La sangre hierve al comprobar que tanto sacrificio, tanta esperanzada entrega, tantas generaciones en pie de combate, desembocaran en este oscuro período de mediocridad y cobardía que por momentos parece constituirse en rasgo nacional; en esta confusión de ideas y valores con que Argentina recorre el primer tramo del siglo XXI.
La certeza de que se trata apenas de un instante en la historia no hace menos cruda la realidad. Pero basta cambiar el ángulo y mirar el panorama desde fronteras afuera, para asumir la verdadera dimensión del asunto y aventar cualquier forma de decepción o pesimismo: aquella fuerza eclipsada hoy en Argentina, gravita con potencia incontenible en la región como conjunto y en tres países en particular. «Nada se pierde, todo se transforma», asegura la primera ley de la termodinámica. La inmensa energía producida por las luchas del pasado es parte inseparable del formidable auge revolucionario latinoamericano, a partir del cual discurre cada situación nacional.
La lucha de clases en cada país se desenvuelve a partir de una realidad regional que se impone. Esto por cierto no es nuevo. Es sabido que fue bajo el impulso de la lucha de clases en Europa como se edificaron en Argentina –y luego en toda América Latina- los sindicatos obreros en el último cuarto del siglo XIX; así nacieron también las corrientes y partidos socialistas y anarquistas; y nadie desconoce el impacto que tuvo la Revolución Rusa de 1917en la clase obrera, la intelectualidad y las juventudes. No obstante, hay algo decididamente nuevo en la actual coyuntura histórica. En primer lugar, la desagregación y desideologización sin precedentes del proletariado como clase internacional y en cada país. He allí un basamento inédito cuya gravitación cambia de manera dramática el comportamiento de las clases (y por supuesto de los individuos), lo cual a su vez determina por todo un período histórico los márgenes de acción de las clases y sus expresiones políticas. Así se explica en Argentina el estrechamiento hasta la desaparición del peso político de los trabajadores y la sobrevida artificial de partidos burgueses una y otra vez muertos y sepultados. En segundo lugar, a diferencia de lo ocurrido durante siglos, el XXI no tiene el centro de irradiación ideológica y política en Europa. Desde hace por lo menos cinco décadas la inteligencia del viejo continente sólo emite señales de acomodamiento intelectual al sistema, recubierto de formas sofisticadas y con nada dentro. Ese influjo intelectual se combina con el pragmatismo descarado y ramplón de las burocracias obreras y deja como saldo un vacío total en las ciencias sociales y la teoría política.
Al mismo tiempo, es una simplificación autocomplaciente suponer que ese deus ex maquina se ha mudado a América Latina. Hace ya muchos años sostenemos que, efectivamente, en esta región del planeta se da una singular combinación de factores que conforman un cuadro potencial capaz de producir un salto cualitativo en el pensamiento y la acción revolucionaria. A saber: alto desarrollo capitalista imbricado con el más atroz subdesarrollo; poderosos proletariados con elevados niveles de organización sindical y experiencia política; debilidad relativa de las clases dominantes; historial de luchas que involucran a millones de activistas y abarcan todas las experiencias imaginables; fuentes naturales de riquezas que hacen viable un proyecto de revolución social autosustentada y con un punto de partida a nivel de las metrópolis; campo inconmensurable de alianzas internacionales con base en los países del hemisferio Sur y en los inmensos bolsones de pobreza y marginación en los países imperialistas; todo sobre una base de constante e irreversible ingobernabilidad para los partidos del capital.
Los últimos siete años de la política latinoamericano-caribeña no hacen sino abonar esta proyección. Pero deducir de allí que basta autoproclamarse vanguardia del planeta, es una manifestación de inconsistencia y oportunismo que, librada a su suerte, sencillamente clausura toda perspectiva histórica. Basta ver la liviandad panegirista con la cual un número de individuos ha tomado la consigna lanzada por Hugo Chávez, «socialismo del siglo XXI», y su reivindicación de la fuerza endógena latinoamericano-caribeña, para precaverse sobre el papel confusionista y destructivo que pueden jugar en este momento los filisteos de la política.
Por el contrario, la interpretación rigurosa y la asunción plena de aquella singularidad potente de América Latina, permitirá avanzar en una dinámica que, para decirlo con la formulación clásica de las leyes de la dialéctica, afirme negando, alcance una síntesis superadora que recomponga las fuerzas de la revolución, obre como centro aglutinante en cada país y se proyecte hacia una acción común a escala suramericana y mundial.
Es aquí donde Argentina juega un papel clave, aunque no de vanguardia. Porque la arquitectura geopolítica en construcción a escala suramericana tiene aquí una columna insustituible, pero las relaciones de fuerzas internas en el país, el estado de la clase obrera y de las fuerzas revolucionarias, impiden por ahora la asunción de un lugar en la primera línea de combate.
A tres lustros del derrumbe de la Unión Soviética, en el marco de un recrudecimiento coyuntural de la crisis estructural e irreversible del sistema capitalista mundial, la noción de vanguardia se expresa hoy traduciendo en una conformación compleja, de difícil aprehensión, la realidad del proletariado mundial.
En lugar de un centro desde el cual, con base en una poderosa fuerza social y una neta definición ideológica asumida por ella, se proyecta un accionar político revolucionario, (como pudieron ser en su momento la Revolución Francesa, la irrupción de grandes sindicatos y partidos socialistas o la Revolución Rusa), en la única área del planeta donde refulge la perspectiva de la revolución anticapitalista, la línea de avanzada se desdobla y, aunque aparece más y más como bloque, existe y actúa de manera disgregada, en un conjunto en el cual Cuba es la vanguardia ideológica, Bolivia la vanguardia social y Venezuela la vanguardia política.
Una de las contradicciones más estridentes del último período, durante el cual la Revolución Bolivariana apareció y fue imponiéndose gradualmente como fuerza ordenadora, consiste en que durante toda una primera fase las formulaciones de su principal figura excluyeron las definiciones ideológicas; pero además y sobre todo, la clase obrera venezolana estuvo eclipsada o directamente ausente en el escenario político, con apenas apariciones puntuales y efímeras en calidad de bastión de retaguardia.
Es comprensible que este entramado llevara a la omisión primero y la confusión después a innumerables cuadros revolucionarios marxistas, que no lograron interpretar (muchos siquiera lo vieron) un fenómeno ausente en la teoría y la experiencia histórica de la revolución social. Déjese de lado a los infaltables epígonos, hablistas compulsivos capaces de invocar al proletariado y la revolución para vender a su madre: incluso luchadores honestos, que se reclaman marxistas, se mostraron incapaces de ver que en Venezuela irrumpía una revolución que cambiaría el curso latinoamericano.
Una contradicción semejante se manifiesta en Bolivia. Allí una poderosa fuerza social rescata la lucha de los indígenas combinada con la más avanzada experiencia de organización y combate político del proletariado suramericano, pero no expresa identidad ideológica y deberá recorrer todo un camino para proyectarse como punto de referencia política. A la inversa de Venezuela, en Bolivia es la unidad social la que impulsa la unidad política, pero estos fenómenos diferentes plasman de manera análoga, dado que sólo se aglutinan y hacen coherentes por el papel de líderes sobre quienes recae el peso de la unidad y el rumbo a tomar.
Cuba, mientras tanto, hasta la aparición de la Revolución Bolivariana estuvo poco menos que impedida de traducir más allá de sus fronteras su condición de vanguardia ideológica a los terrenos social y político. A menudo incluso, y por imperio de una insoslayable autodefensa, la expresión política de aquella ubicación de vanguardia fundamental se trastocó al punto de enredar a propios y ajenos respecto de la realidad y el papel histórico de la Revolución Cubana.
El formidable proceso de convergencia de estos tres factores clave de la revolución continental, verificado en el primer semestre de 2006 y reafirmado a un nivel superior en el primer tramo de 2007, anuncia la resolución positiva de este momento paradojal. En ese breve lapso, la combinación virtuosa de desigualdades de estas tres revoluciones ha comenzado. El fenómeno en curso tomó cuerpo visible en dos acontecimientos internacionales ocurridos en pocos días, en escenarios tan diferentes como Viena y La Paz. A mediados de 2006 Hugo Chávez, Evo Morales y Carlos Lage en representación de Fidel Castro, se presentaron ante América Latina y el mundo con una propuesta común para este momento de transición: convergencia suramericana, transformación radical de las relaciones entre países y socialismo (1). Casi un año después, al reafirmar la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba) a la que se sumó Nicaragua, mientras Chávez en Venezuela aceleraba decisiones fundamentales para reemplazar el Estado burgués y avanzar hacia el socialismo en su país, aquella conjunción mostró que su potencialidad comenzó a concretarse (2).
Allí está trazado, sin equívoco posible, el rumbo por el cual transitará durante todo el próximo período histórico la fuerza de la revolución anticapitalista en el único lugar del planeta donde está planteada como proyecto estratégico, explícito y palpable.
Argentina, su clase trabajadora, sus fuerzas revolucionarias, y por supuesto su gobierno, están ausentes en ese pelotón de vanguardia. Ahora bien; frente a este rayo que ilumina el cielo del hemisferio y fulmina todos los discursos de la resignación y la traición, el capital imperialista y local no se rinde ni se rendirá sin combate. Por el contrario, reacciona con su amplísimo arsenal de recursos para trabar, desviar y finalmente aplastar la revolución.
Las armas más visibles, inmediatas y peligrosas de esta amenaza imperialista son la agresión constante por medios políticos y la sistemática preparación del ataque militar, hoy apuntado a Bolivia, Venezuela y Cuba.
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En este cuadro de riesgo extremo, el papel de Argentina puede ser decisivo. Todo el accionar diplomático de la Casa Blanca en lo que va del siglo ha consistido en arrastrar al país a un bloque contrapuesto al que gradualmente fue conformándose en dos planos: el del Alba (Alternativa Bolivariana para las Américas) integrado por Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, y el del Mercosur. La incorporación de Venezuela a este último, un bloque originariamente constituido bajo el signo de la maximización del lucro de las multinacionales, dio lugar a un paso más –se verá si es el que determine el cambio cualitativo- en la transformación del Mercosur en heterogéneo basamento de un proceso de integración autónomo.
En cada paso de ese sinuoso camino Argentina fue tensionada al punto de desgarramiento por dos fuerzas en ese plano contrapuestas: el imperialismo y sus asociados directos de una parte y los sectores burgueses empeñados en poner límites a la voracidad descontrolada de los centros metropolitanos, entre los cuales se hallan, de manera subordinada, sectores movidos por un proyecto desarrollista de independencia relativa.
Corresponde subrayar que en esta prueba de fuerzas, desde mediados de la década de 1990, el proletariado estuvo ausente con voz y perfil propios; mientras que las izquierdas, a la vez responsables y víctimas de esa situación de los trabajadores, se degradaron en todos los sentidos hasta desaparecer por completo del combate político.
El hecho es que incluso ante la omisión política de los explotados, no hay hegemonía efectiva por parte de ninguno de los sectores burgueses. Y no la habrá. No habrá resolución hegemónica en la puja entre proimperialistas y mercosuristas; y tampoco entre el sector de estos que sólo busca mejores negocios de corto plazo y aquellos que balbucean un programa de soberanía y crecimiento. En ninguno de estos sub-bloques existe un núcleo con fuerza suficiente para imponerse de manera duradera y estable a los demás. No obstante, aun en ese marco de constante desbalance y ambigüedad, hasta ahora la línea resultante ha sido contraria a la voluntad de Washington, dando lugar a un doble saldo de realineamientos al interior del país y de éste respecto de la región y el mundo.
Este dato es esencial en el polígono de fuerzas que define el curso actual y futuro de América Latina. Por eso, nadie que se proponga luchar por una revolución genuina, antimperialista y anticapitalista, podrá soslayarlo a la hora de definir sus tácticas en la ardua labor por alcanzar la unidad social y política de los trabajadores y el conjunto del pueblo.
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(…) Hoy resulta imprescindible volver la mirada sobre ese período durante el cual Argentina se degradó en todos los órdenes, ante la pasiva aquiescencia de la clase trabajadora, el derrumbe por abismos sin fondo de la burguesía, el desmantelamiento y corrupción de los partidos de las clases dominantes, y la comisión de errores desmesurados por parte de organizaciones y cuadros que en otros momentos pudieron aparecer como direcciones revolucionarias.
Es preciso asumir que ese colapso de los cimientos de la sociedad argentina alcanzó también al conjunto de las fuerzas anticapitalistas. Al compás de ese cataclismo histórico muchos cuadros veteranos de la lucha revolucionaria se derrumbaron. Muchos hombres y mujeres con años de bien ganada autoridad militante, perdieron la brújula política y moral -no faltó quien descendiera a la condición de estafador- en una inconsciente asimilación al curso dominante en la sociedad.
Siempre es abusivo atribuirle alcance universal a un rasgo social sobresaliente en una coyuntura determinada. El individuo puede y a menudo logra distinguirse de los trazos dominantes en la cultura y el comportamiento colectivo. Al mismo tiempo es innegable que «la ideología dominante es la ideología de las clases dominantes». En el conjunto infinito de caracteres y determinaciones individuales que, entrelazados y mutuamente condicionados conforman una cultura nacional, ciertos rasgos se imponen por períodos y sobredeterminan los valores y el comportamiento individual, para dar lugar a factores comunes que atraviesan clases y sectores en una sociedad, en un período dado.
Los rasgos distintivos del capitalismo tardío, agudizados por los recursos aplicados por los estrategas del imperialismo para la sobrevivencia del sistema provocaron cambios profundos en la cultura y en la conducta individual del mundo contemporáneo (3). Ese fenómeno ocurrió acelerado y multiplicado en Argentina. Era esperable que la descomposición de las clases dominantes, precipitada en el último cuarto del siglo pasado, se tradujera en un conjunto de conductas diferentes, por regla general degradadas, asumidas por el conjunto social como propias. No obstante, los resultados fueron más allá. La fase de declive derritió la hipocresía con la que la burguesía recubre su conducta y puso a luz del día los estragos de la crisis capitalista sobre el comportamiento de las clases dominantes. En ausencia de un modelo alternativo, sin partidos ni dirigentes anticapitalistas con fuerza moral que contrapesara el efecto de derrumbe y bajo el influjo arrollador de los medios de difusión masiva, en especial la televisión, las virtudes y valores del hombre llano fueron arrasados. Para completar el cuadro, la fuerza devastadora de la crisis se extendió alentada por un error de proporciones incalculables de prácticamente todas las corrientes de izquierda, que no sólo imaginaron una revolución centrada en los desocupados, sino que se prestaron a la maniobra estratégica del capital sirviendo de correa de transmisión para la distribución masiva de subsidios. A término, esto trasladó la corrupción a buena parte de la militancia y alimentó en franjas significativas de los sin trabajo una conducta clientelista, ajena a toda conciencia política y definitivamente divorciada de una militancia revolucionaria.
Este fenómeno combinado cayó como roca sobre las espaldas de la juventud contestataria. Miles de activistas, arrastrados por la caída social y el ejemplo de personas a las que reconocían como dirigentes, adoptaron con la mayor naturalidad conductas propias de las clases dominantes en su decadencia extrema. Ése es un pasivo insoslayable a la hora de emprender la tarea de recomposición de fuerzas antimperialistas y anticapitalistas.
No se trata de tomar al tigre por la cola (la subjetividad individual), sino de reconocer el sustrato político transformado en ideología, que alcanza a innumerables cuadros, sobre todo jóvenes, quienes deberán ser sujetos de la transformación revolucionaria en Argentina. Para eso es imprescindible buscar la responsabilidad política de esta deriva. Y puesto que por definición no puede cargarse responsabilidad alguna a la burguesía y sus partidos, fuerzas motoras de la degradación, es ineludible poner entre el yunque de los hechos y el martillo de la crítica la trayectoria política de cada corriente.
(…) La cita de Goethe que encabeza esta introducción no es un alarde. Es la certeza de que al descargar el mazazo de la crítica sobre la práctica propia y ajena, el brazo ejecutor debe estar movido por la conciencia de que el error no es lo contrario, sino una parte componente de la verdad, que se construye como una casa, ladrillo por ladrillo, en el transcurso del tiempo y al calor de la lucha de clases. Sin rozar la indeterminación, es preciso partir de esa concepción al esgrimir el arma de la crítica con el objetivo de negar la negación del pensamiento y la acción revolucionaria.
Sí, hay que afirmarlo sin rodeos: durante las últimas décadas, en Argentina predominó la negación del pensamiento y la acción revolucionaria, bajo la apariencia de partido y militancia anticapitalista.
(Publicado en la sección Historia, Teoría y Debate de América XXI, edición de octubre 2016)
1.- Ver «Recado a Europa» y «El Sur gana otra partida», en América XXI, Nº 15. Caracas-Buenos Aires, junio de 2006.
2. Ver «El Alba de la unión suramericana»; América XXI Nº 23, febrero de 2007.
3.- Un estudio remarcable en ese sentido es «La corrosión del carácter», Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Richard Sennett, Anagrama, Buenos Aires, 2000.