Simultáneamente con el alistamiento de fuerzas militares para golpear a Irán, durante la segunda semana de marzo George W. Bush habrá realizado una gira latinoamericana: México, Colombia, Guatemala, Brasil, Uruguay. Inesperadamente, se sumaron dos viajes presidenciales: Luiz Inácio Lula da Silva para reunirse con Tabaré Vázquez, 10 días antes del arribo de Bush, y Hugo Chávez a Buenos Aires, el 8 de marzo.
Bush viaja al Sur con objetivos precisos. En México, dar un espaldarazo a un gobierno débil, cuestionado, incapaz de detener la creciente fractura del país. En Colombia, suturar la herida de Álvaro Uribe con las recientes revelaciones que pusieron a la vista del mundo la directa relación de su gobierno con las formaciones paramilitares, terroristas y narcotraficantes. Este golpe político en el territorio escogido para montar el dispositivo estratégico contra Venezuela es una nueva sangría en el ya debilitado sistema capilar imperialista en la región.
Aparte los temas conocidos, entre los cuales descuella el Plan Puebla Panamá, en Guatemala el Departamento de Estado debe afrontar un problema inesperado: la candidatura de Rigoberta Menchú para las elecciones de septiembre próximo amenaza con restarle otro país centroamericano al damero de la Casa Blanca. Tratándose de una líder indígena –en un país donde el peso de la cultura maya trasciende las fronteras- su victoria, altamente probable, daría un nuevo y decisivo impulso al protagonismo de los pueblos aborígenes en la transformación del escenario político latinoamericano.
En Brasil, sin esperanza de torcer el rumbo de ese país para revivir el difunto Alca, Washington busca neutralizar, con acuerdos de intercambio comercial, la dinámica de convergencia suramericana sobre la cual la burguesía industrial paulista pretende afianzar una comunidad de negocios en beneficio del proyecto de subpotencia regional. Ése es el sentido de “la Opep del etanol” (comprar voluntades oficialistas a precio de maíz) que propone Washington, con la intención de captar también a Argentina en un proyecto de biocombustible, apuntado ante todo contra Venezuela y con más sentido político que fundamento económico real. “Ya que no salió el Alca, vamos por el acohol”, dicen funcionarios estadounidenses con sentido del humor.
Romper el Mercosur
Pero es en el Río de la Plata donde el enviado del imperialismo estadounidense tiene una tarea inmediata y crucial: ensanchar la grieta abierta en el Mercosur por el conflicto argentino-uruguayo. Presumiblemente el viaje de Lula -fuera de agenda- está dictado por la necesidad de salir al cruce a aquella maniobra estratégica. No obstante las apariencias impuestas por los medios de prensa comerciales, es también presumible que esa misión tendrá éxito: la ruptura de Uruguay con el Mercosur provocaría un estallido interno y una onda expansiva sobre toda la región. Hay bases sociales comprometidas con el programa histórico del Frente Amplio, que no es revolucionario pero tampoco proimperialista. Por lo demás, nadie en el FA, ni siquiera su ala más comprometida con el statu quo, saldría ganancioso de tal desenlace. Y si bien en las clases dominantes uruguayas, más que en los países vecinos, prevalece el ala parasitaria tradicionalmente aliada al imperialismo de turno es improbable que el actual gobierno barrunte la posibilidad de cambiar drásticamente de ubicación geopolítica. Esto es una certeza, incluso asumiendo que la diplomacia argentina, en lugar de buscar soluciones de fondo al conflicto por la construcción de plantas productoras de pasta de papel en la frontera, optó por la vía ya comprobadamente muerta de los “buenos oficios” de su graciosa majestad, el rey de España.
Chávez en Buenos Aires
Para eludir las movilizaciones convocadas por la central sindical uruguaya PIT-CNT, la recepción a Bush debió ser desplazada Montevideo a Colonia (bello y apacible poblado recostado sobre el Río de la Plata en su parte más estrecha). Lo inverso ocurre al otro lado del Río: después de anunciado el viaje de Chávez, en la Capital argentina fueron sectores proestadounidenses quienes se movilizaron contra el visitante, desatando operaciones destinadas a impedir que tuviera lugar este contrapunto sin precedentes: Bush en la estancia Anchorena y Chávez allí enfrente, en el Luna Park.
“Las penas son de nosotros, las vaquitas de Anchorena”, dice El arriero, un célebre poema musical de Atahualpa Yupanqui. En los años 1950, para que ese tema asumido como propio por el pueblo argentino pudiera ser transmitido por radio, el autor aceptó una modificación: “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”. Nadie en esas latitudes duda, sin embargo, que el apellido Anchorena es el símbolo de la oligarquía terrateniente, de las clases dominantes sometidas a los imperios, del desprecio, la opresión y la represión para aborígenes, criollos o inmigrantes llegados después de mediados del siglo XIX.
Luna Park es en cambio un símbolo de resonancias plebeyas: originalmente estadio de Box, luego albergaría espectáculos de música popular y actos políticos diversos. Chávez en el Luna Park, Bush en la estancia Anchorena, es entonces un inapreciable cuadro sinóptico de América Latina en los tiempos de cólera, como bien podría decir un autor por todos conocido.
Es un contrapunto de enorme significado y proyección: el rechazo al viaje del procónsul imperial ya no se manifiesta sólo en el repudio generalizado de los pueblos, que en este caso se decuplicará si finalmente Washington resuelve bombardear objetivos precisos en territorio iraní. Ahora el clamor antimperialista tiene programa y plan de acción: el programa de la Revolución Bolivariana y el proyecto de unidad suramericana, que toman cuerpo en la voz del presidente venezolano. Y es para celebrar que esa voz pueda oírse desde Buenos Aires.