De Andrés Rivera
Editorial: Alfaguara
Cantidad de páginas: 334
Lugar de publicación: Buenos Aires
Fecha de publicación: Noviembre de 2000
Vacación: ausencia de ocupación y, por extensión, vacío. Tomar vacaciones equivale a ingresar en un intervalo vacuo. Hoy, primer verano del tercer milenio, en su vida corriente cada individuo está en el punto de mayor distanciamiento -o enajenación, si se prefiere- respecto de sí mismo, de quienes lo rodean y de la naturaleza. La inercia oculta ese estado. Fuera de ella -en vacaciones- otra fuerza comienza a operar, con efectos potencialmente riesgosos. Conscientemente elaboradas o no, hay respuestas para eludir ese peligro. Y así como con los calores del verano brotan desde la costa del mar programas televisivos con fórmulas que Kafka no habría atisbado en sus peores pesadillas, otros niveles de demanda se satisfacen con lo que se ha dado en llamar “libros de verano”.
Hay opciones. Es decir: hay esperanza. Hacia fines del año pasado aparecieron tres libros -en todo diferentes- que, por significativa coincidencia, libran un combate literario-filosófico precisamente contra la enajenación, contra la vaciedad de la vida sin objetivos humanos, contra la estupidez alimentada, contra el temor a bucear en las profundidades de la especie humana. Y a favor de la inteligencia, el coraje, la belleza.
Saramago no requiere presentación. Un premio Nobel lo llevó a la celebridad y su obra es difundida. Difícil dar a luz textos que sigan una línea ascendente después de El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, Todos los nombres, Ensayo sobre la ceguera o su impar El evangelio según Jesucristo. El autor portugués lo ha logrado. Más honda y consistente que La balsa de piedra (1999), La caverna, su última novela, es una pieza conmovedora por la fuerza de la denuncia -de la enajenación, claro, aunque no sólo-, el coraje de la búsqueda y disputa filosóficas, la tersura de una prosa a la vez clásica e innovadora, y por un rasgo que supera en esta obra sus propios antecedentes: casi sin respiro, Saramago tiene al lector preso de situaciones donde la intensidad de los sentimientos profundos se sobrepone a la atrapante narración. Cuando Cipriano Algor encuentra un perro sin dueño, o cuando tras un amago de discusión con su hija y las disculpas de ésta -una escena, como casi todo el libro, para llevar al teatro- responde “si estuviéramos menos tristes no hablaríamos de esta manera” –imposible reproducir tantos otros fragmentos- Saramago descuella en una empresa infrecuente: exponer una visión materialista (en sentido filosófico) del mundo a través de personajes de una calidez y una sensibilidad capaces de estremecer las manos que sostienen el libro. Sí: pese a la incuria de quienes han trasladado la alusión a la caverna de Platón como identificación con el filósofo griego, esta novela expone, en alto nivel literario, la visión inversa del mundo y del hombre.
Rivera, a quien tampoco es necesario presentar, entrega en este libro una selección de relatos. El autor consagrado por La revolución es un sueño eterno y celebrado luego por El amigo de Baudelaire, La sierva, El farmer, El verdugo en el umbral y Nada que perder, retoma en este volumen textos de obras anteriores como Una lectura de la historia, Mitteleuropa, La lenta velocidad del coraje y Preguntas. Su escritura es acaso la contracara de los otros dos autores aquí propuestos. Todo en él es economía y síntesis (“Las palabras son opacas. O dicen aquello que no se lee o desaparecen”, revela en Tránsitos, tal vez la más desgarrada de las nouvelles de este volumen). Sin embargo todo lo dicho acerca del escritor portugués vale para este argentino que tras su máscara de pesimismo (“Quien escribe vive en estado de insensatez. Quien hace la revolución también”) no ceja en su combate, explícito mediante situaciones y personajes directamente involucrados en la lucha social.
Thomas Mann, pese a ser también él un elegido por el Nobel, tal vez deba ser presentado, sobre todo a los jóvenes. Se trata de un autor portentoso; de vastísima erudición y espíritu exquisito, capaz de atrapar para siempre a quien supere la barrera inicial de un estilo (un gran estilo) riguroso y a la vez de ubérrimo y libérrimo vuelo. Imposible reseñar aquí sus innúmeros títulos, o siquiera éste, el primero de los cuatro volúmenes de Las historias de Jaacob, obra escrita en su madurez y reeditada ahora, tras una demora injustificable. Refiriéndose a individuos capaces de asumir las consecuencias de aquello que inste a “disidencia y rebelión”, Mann alude en esta obra a los “hombres de la incomodidad interior”.
Cada uno desde su estilo y su circunstancia, Mann, Rivera y Saramago son precisamente eso: “hombres de la incomodidad interior”. Para ese período del año donde el vacío puede cobrar sentido, nada mejor que recurrir a lo que aquella incomodidad gesta y alumbra cuando coincide con el talento.