El primer signo inocultable fue el golpe contra el presidente Hugo Chávez en abril de 2002. Pero a partir de allí, y acelerado al compás de los preparativos bélicos contra Irak, Estados Unidos parece dar por terminado el período histórico en el que su estrategia continental demandaba gobiernos constitucionales.
Entre las revelaciones a que dio lugar en las últimas semanas la embestida estadounidense para ocupar Irak, destaca con singular relieve el posicionamiento de los gobiernos latinoamericanos ante el dilema que afronta el planeta: la región enfrentó la voluntad de la Casa Blanca. Las excepciones brillan precisamente por su escaso valor geopolítico en el hemisferio. Y el saldo inmediato es inequívoco: Washington se ha quedado solo también en su área de influencia más directa.
No debiera sorprender. Que los presidentes Vicente Fox de México y Eduardo Duhalde de Argentina hayan tomado tan tajante distancia frente a la Casa Blanca es inesperado solo para quien no advirtió el fenómeno en curso en la región durante los cuatro últimos años. Aunque desde un ángulo diferente, la causa que contrapone a George W. Bush con gobiernos insospechados es la misma que produjo la irreparable hendidura entre Estados Unidos y la Unión Europea: la debacle económica con epicentro en las cúspides del sistema mundial lanza unos contra otros a los principales beneficiarios del orden actual.
Fox y Duhalde (y desde un ángulo diferente el presidente chileno Ricardo Lagos), no son Jacques Chirac y Gerhard Schroeder por lo mismo que los grandes empresarios de aquellas dos potencias imperiales no pueden compararse con sus homólogos transatlánticos. No obstante, a la hora de defenderse de la compulsiva voracidad del socio mayor, son explicables la altiva decisión del presidente francés de acudir él mismo a ejercer el derecho a veto que su país tiene en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la tajante toma de distancia de Duhalde en su discurso de apertura del período legislativo.
Engañarse respecto de la naturaleza de los actores es tan grave y ominoso como negarse a admitir quién escribe, con mano invisible pero inapelable, el libreto que asombra a algunos y confunde a muchos más: la crisis verdadera; la que aún permanece camuflada por la tragedia iraquí; la que lanza unos contra otros a los máximos representantes de las potencias y sus subordinados en todo el orbe; la que se mide más fría y precisamente en los balances de las multinacionales, en la caída de la tasa de ganancia, en el derrumbe de los índices bursátiles.
Otros actores
En América Latina, sin embargo, gravita de manera decisiva un factor diferencial respecto de las posibles derivaciones de la coyuntura en el resto del mundo: los gobiernos de Brasil y Venezuela y, en otro plano, el de Cuba. Tras haber transformado los intentos golpistas de 2002 en contudente victoria y base para una ofensiva acelerada ya en pleno desarrollo, Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana se proyectan en la región como puntal alternativo frente al descalabro y la ingobernabilidad. Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores de Brasil, a la cabeza del Estado más poderoso al Sur del río Bravo, expresan a su vez una vuelta de campana en las relaciones de fuerzas hemisféricas y constituyen una plataforma hoy muy elevada para cualquier proyección política regional (la propuesta de Lula de convocar inmediatamente en la ONU a todos los países que se oponen a la guerra es revulsiva no ya para Bush, sino para Fox, Duhalde y decenas de otros jefes de gobierno en el mundo). Fidel Castro, firme pese a los pronósticos que aseguraban su caída 13 años atrás, es un baluarte moral y político para una mayoría abrumadora de los más de 400 millones de habitantes de la región. Las diferencias de todo orden entre estas tres instancias alternativas en el tifón de la crisis, no podrían desdibujar lo obvio: Fox y Duhalde (o quienquiera que lo reemplace), no podrían jamás torcer a su favor el eje apoyado en Brasilia, Caracas y La Habana.
Más importante es, con todo, verificar que lejos de operar en los hechos contra éste, Fox y Duhalde (y lo mismo ocurrirá con quien lo reemplace), fueron empujados a sumarse objetivamente a él, en un punto tan crucial como es hoy para el Departamento de Estado obtener apoyo político formal y público para avanzar hacia la invasión en Medio Oriente. Y este cuadro adquiere su verdadera dimensión cuando se toma cuenta del trasfondo: los índices elevadísimos de oposición a la guerra en todos y cada uno de los países del área.
Sentimientos anti-Estados Unidos
Todo lo que en términos ideológicos ganaron los defensores del sistema capitalista señoreado por Washington entre 1987 y 1997, lo perdieron en el lapso que va de aquel momento a la fecha. Sólo una pertinaz propensión a negar los hechos pudo ocultar que con el colapso bursátil de 1997, el derrumbe de los entonces ensalsados «tigres asiáticos» y la sublevación masiva que en Indonesia derrocó una dictadura de medio siglo, se iniciaba el canto del cisne imperial. A partir de aquel punto se comprobaban la imposibilidad de un «nuevo orden internacional», la certeza de un insondable e incontenible desorden, resumido por Chirac y Duhalde, hoy abanderados contra un objetivo irrenunciable para la Casa Blanca.
Desde el lejano Oriente la oleada antimperialista, supuestamente sepultada para siempre, cobró por entonces cuerpo de masas y se desplazó a las propias capitales del Norte, en un fenómeno mal representado por el concepto «antiglobalización». Ahora inunda al planeta entero. Y es tan poderosa que desde el Papa al New York Times deben pagarle tributo.
Al margen de las múltiples consecuencias estratégicas de este fenómeno, en América Latina plantea para Washington un desafío inmediato y de enormes proporciones. Y como frente todo lo que ya no puede resolver con ideología, promesas y dinero (porque aquéllas se revelaron hipócritas e inconsistentes y éste se agotó), el Departamento de Estado responde con violencia. Y opera directa, brutal y abiertamente contra los regímenes constitucionales en el área. Ya ha sido subrayada la significación inequívoca del pedido del presidente colombiano Alvaro Uribe para que Washington haga en Sudamérica «lo mismo que en Irak»(1). Pero en los dos meses subsiguientes la escalada se amplió.
El punto de aceleración ocurrió cuando ya estaba clara la dinámica de oposición mundial a la guerra y la imposibilidad de derrocar a Chávez: «Mañana, una delegación de funcionarios de alto nivel de EE.UU se reunirá aquí con representantes de la Cancillería para cruzar información y sobre todo, para evaluar de qué manera se puede atacar el financiamiento de organizaciones terroristas hacia Medio Oriente. Suponen, se realiza desde ese triángulo donde convergen Puerto Iguazú, Foz de Iguazú y Ciudad del Este»(2). Tropas estadounidenses ingresaban sigilosamente a sumarse a destacamentos ya instalados y operando en «prácticas conjuntas», en esa zona y, al misma altura hacia el Oeste, en la provincia argentina de Salta.
Diez días antes una voz insospechable constataba: «Una guerra de Estados Unidos con Irak echaría combustible a los ya considerables sentimientos anti estadounidenses, que han crecido pronunciadamente en muchos países islámicos en años recientes, y dividiría a los estadounidenses del público de algunos tradicionales aliados, revela un sondeo de opinión pública global»(3).
Otras voces confirmaron la escalada:
«Un grupo de 60 soldados estadounidenses se encuentra en la región petrolera de Arauca, al noreste de Colombia, para entrenar a militares de ese país en la protección de oleoductos contra atentados terroristas»(4). Nota bene: esto ocurrió una semana después de la demanda pública de Uribe y cuando ya en Venezuela el golpe petrolero se había vuelto contra sus ejecutores, transformándose en un poderoso motor de impulso a la Revolución Bolivariana.
«El general de EE.UU James Hill, comandante del Comando Sur en Miami, dijo que grupos islámicos radicales de Oriente Medio reciben ´entre 300 y 500 millones de dólares anuales desde redes criminales de Latinoamérica»(5).
Para colmo ocurrieron accidentes: «El presidente de EE.UU, George W. Bush, ordenó ayer el envío a Colombia de 150 soldados estadounidenses para asistir en la búsqueda de tres ciudadanos de ese país que permanecen como rehenes de guerrilleros de las FARC (…) una avioneta, que supuestamente hacía tarea de espionaje, cayó al Sur de Colombia el 13 de febrero. Viajaban cinco hombres de los cuales cuatro eran norteamericanos»(6).
Simultáneamente, periodistas reconocidos por su sagacidad para adelantarse en la interpretación de lo que el Departamento de Estados transformará en líneas de acción, comenzaron a machacar sobre dos nuevos y gravísimos riesgos que azotarían a Sudamérica: las «áreas sin ley», que reclaman «una fuerza regional multinacional», y el hecho de que «a Chavez le conviene» la invasión a Irak, por lo cual se debe impedir que la ocupación de aquel país mitigue la atención puesta en Venezuela(7).
El obvio impacto negativo sobre las economías sudamericanas y las actitudes de los respectivos gobiernos también ha sido considerado: «EE.UU necesita el apoyo de México y Chile en especial, ya que precisa sus votos en el Consejo de Seguridad, del que son miembros actualmente (…) ´Los países más grandes están sufriendo presiones grotescas´, que para el presidente de México ´representan amenazas´, dijo Joseph Tulchin, del Centro Woodrow Wilson. Bush sugirió esta semana que podría darse en EEUU una reacción contra los mexicanos como la que tiene lugar contra los franceses, y un diplomático estadounidense dijo a The Economist que la falta de apoyo de México en la ONU podría ´provocar sentimientos negativos´»(8).
Mientras tanto, se hacía público que «Brasil y Argentina pusieron ayer en marcha una ambiciosa idea para exportar juntos productos agropecuarios y coordinar estrategias comunes ante la Organización Mundial de Comercio»(9).
Democracia en peligro
Con un dispositivo militar creciente; con argumentos -casi nunca probados- tendientes a lanzar una caza de «terroristas» y «fuentes de financiación» de organizaciones islámicas en Medio Oriente; con presiones y descarada intervención de sus embajadores en cuestiones políticas internas; con la obsesiva idea de cambiar el concepto de fuerzas armadas de cada país por el de una estructura conjunta continental con mando en Washington, Estados Unidos está avanzando a paso acelerado contra la institucionalidad democrática, ya exhausta y transfigurada a menudo en su contrario tras una década de políticas anticrisis denominadas «neoliberalismo».
Si gobiernos elegidos democráticamente se suman a la oposición a la ofensiva económico-militar de Washington, y si para colmo apuntan a formas de unidad en diferentes planos para afrontar una crisis que no da -y no dará- respiro, cae de su peso cuál es el más reciente enemigo de Estados Unidos: las democracias latinoamericanas.
- Luis Bilbao, «El enemigo principal es Lula»; Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur, febrero 2003.
- «60 soldados de las fuerzas especiales de EEUU llegan a Colombia»; El País, Madrid, 19-1-03.
- Brian Knowlton, «A rising anti-American tide»; International Herald Tribune; París, 5-12-02.
- Guido Braslavsky; «EE.UU vuelve a poner su mira en la Triple Frontera»; Clarín, Buenos Aires, 15-12-02.
- «Nueva denuncia de EE.UU sobre la triple frontera»; Clarín, 10-3-03.
- EE.UU envía tropas a colombia para recuperar a sus rehenes»; Clarín, 23-2-03.
- Andrés Openheimer, «Las amenazas de las áreas sin ley», La Nación, Buenos Aires, 11-3-03, y Jorge Ramos Avalos, «A Chávez le conviene la guerra», Clarín, Buenos Aires, 8-3-03.
- «La guerra perjudicará las economías de América Latina»; Clarín, 11-3-03.
- Cristian Mira, «Brasil y Argentina quieren unirse para exportar alimentos»; La Nación, Buenos Aires, 11-3-03.