El llamado del presidente Alvaro Uribe a que Washington intervenga militarmente en América Latina y la forzada incorporación de EE. UU. al «grupo de países amigos» de Venezuela, originalmente programado por el gobierno brasileño, son movimientos destinados a recuperar la iniciativa política en la región. Tratando de utilizar a Lula para cercar a Hugo Chávez, Washington busca impedir que el liderazgo regional del Presidente brasileño catalice el descontento generalizado y consolide una relación de fuerzas adversa a Estados Unidos.
Lo hizo con gesto de monaguillo compungido, pío servidor de la iglesia al que un superior ha dado una reprimenda, aceptada con el placer intenso de los fanáticos. Por mucho menos, en otro momento de la historia semejante conducta hubiese levantado una marejada de indignación y su autor hubiese sido declarado “traidor a la patria”. Signo de los tiempos, apenas si hubo contenidos gestos de sorpresa e incomodidad cuando el presidente de Colombia pidió que Estados Unidos invada su país y descargue su poderío militar sobre el corazón sudamericano, la Amazonia.
Alvaro Uribe utilizó dos escenarios internacionales para publicitar su insólita demanda: el “despliegue en los cielos y mares de una fuerza multilateral liderada por Estados Unidos para combatir con toda fortaleza el narcotráfico y el terrorismo en Colombia, que potencialmente puede destruir la Amazonia e impactar en toda la región sudamericana”(1). En Quito primero, durante la ceremonia de asunción del presidente Lucio Gutiérrez, en Davos después, rodeado de las altas finanzas del planeta, Uribe repitió su argumentación: “Yo veo que es más grave el conflicto del narcotráfico y el terrorismo en Colombia para la estabilidad democrática del continente en el mediano y largo plazo, que el mismo conflicto en Irak. Este problema nuestro es una amenaza mayor”. Y agregó, para que no haya equívocos: “si Estados Unidos está movilizando al Golfo Pérsico miles y miles de hombres y toda la tecnología, pues lo que hay que hacer es taponar con la misma fuerza y con la misma decisión todas las vías por donde se surte el comercio del narcotráfico”(2).
Uribe pide decenas de miles de soldados estadounidenses y la panoplia ultratecnificada que hace posible “en las primeras 48 horas lanzar 800 misiles y arrasar Bagdad”, para lograr la “destrucción psicológica y la voluntad del enemigo”(3). Si resultare imprescindible para la alta misión de “combatir el narcotráfico”, esa tecnología permitiría asumir, como hace el Pentágono en estas horas respecto de Irak, que “sólo las armas nucleares pueden ser el camino eficaz para destruir objetivos altamente sofisticados”(4).
¿Sobreactúa Uribe y obran con sabiduría gobiernos, partidos e intelectuales latinoamericanos que se limitan a registrar con nerviosismo –si acaso lo hacen– tal propuesta? Ni lo uno, ni lo otro. Uribe no obra con mayor autonomía de la que podía expresar un presidente de Vietnam del Sur durante los años de la invasión estadounidense en el Sudeste Asiático. Su voz repite la indicación de quienes en los centros reales de poder en Washington observan, a mitad de camino entre la incomprensión y la alarma, que Estados Unidos ha perdido la iniciativa política y carece de instrumentos institucionales aptos para recuperarla en los perentorios plazos exigidos por la crisis global y su manifestación singular en el hemisferio Sur del continente.
No son improvisados los escenarios escogidos por Uribe. Por sobre los debates agendados, en Davos dominó la honda fractura producida entre la Unión Europea y Estados Unidos a propósito del ataque a Irak, cuyas causas sin embargo encuentran explicación de última instancia en el tema prohibido del cónclave: la recesión combinada de Europa, Estados Unidos y Japón y la certeza ya asumida de que, lejos de remontarla en 2003, la caída se acentuará, dándole amenazante corporeidad al fantasma de un colapso del sistema financiero mundial(5). En Quito, mientras tanto, el foco de todas las cámaras resumió involuntariamente el hecho político nuevo en el continente al apuntar, como había hecho diez días antes en Brasilia durante la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva, a la imagen que para la prensa, sin excepción, dominó ambas ceremonias: el encuentro de Lula, Fidel Castro y Hugo Chávez.
Convergen aquí dos datos mayores del momento político internacional: ruptura de la alianza estratégica entre Europa y Estados Unidos –admitida ya a ambos lados del Atlántico(6)–, es decir, demolición de lo que fuera, junto con la ex Unión Soviética, viga maestra del equilibrio planetario dominante desde la Segunda Guerra Mundial; conformación de un bloque latinoamericano objetivamente confrontado con Washington, con centro de gravedad en Brasil y respaldo activo de Venezuela y Cuba.
Réplica caribeño-integrista del agnóstico británico Anthony Blair, Uribe fue encomendado para llevar la respuesta de Washington a los presidentes reunidos en Quito y, en Davos, a quienes pudieran aspirar, alentados por aquella fractura, a repetir el papel de Gran Bretaña frente a España durante la lucha americana por la Independencia, dos siglos atrás: si lo intentan, vamos como a Irak. La advertencia era también, y sobre todo, para el presidente brasileño, que acaso llevado por la misma lógica, estuvo en la localidad suiza donde Thomas Mann situara La montaña mágica.
Golpe de mano de Washington
En diciembre último, antes de asumir el Ejecutivo de Brasil, Lula envió un delegado personal a entrevistarse con el presidente Hugo Chávez, quien para entonces había ya quebrado el intento opositor de derrocarlo mediante una campaña de sabotaje masivo contra la empresa petrolera del Estado, PDVSA. El comisionado brasileño llevó una propuesta, consistente en formar un grupo integrado por países latinoamericanos y de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) que mediara entre el gobierno y la oposición venezolana y facilitara una salida a ambas partes, urgidas –por razones diferentes– a hallar una vía de rápida salida al fallido golpe de Estado detonado a comienzos de diciembre. A la sazón, el presidente saliente Fernando Henrique Cardoso, en acuerdo con el presidente entrante, había facilitado la utilización de barcos petroleros brasileños y el envío de gasolina a Venezuela, lo cual contribuyó a que Chávez superara la emergencia en el punto de mayor efecto de la campaña de sabotaje, que había provocado desabastecimiento de combustibles y gas. Según fuentes venezolanas, la propuesta de crear el grupo de países amigos era conocida por las autoridades estadounidenses. Sin embargo un portavoz del Departamento de Estado condenó la iniciativa en el mismo momento en que Lula asumía la Presidencia, el 1º de enero. La primera reacción fue formar otro grupo de países, presidido por Estados Unidos. Pero en la semana transcurrida entre esa fecha y la asunción de Gutiérrez, el secretario de Estado del gobierno de George W. Bush, Colin Powell, aplicó la antigua máxima del pragmatismo militar: si no puedes vencer a tu enemigo, únetele. En Quito, mientras Uribe hacía su provocativo pedido, se consumaba la incorporación de Estados Unidos, España y Portugal al grupo de “amigos”. La propuesta de Lula se daba vuelta como un guante. Y la mano de hierro que éste envolvía se cerraba en torno al cuello del presidente brasileño. Fuentes cercanas a la dirección del PT tradujeron el impacto paralizante de la primera gran prueba de fuerzas con Estados Unidos. En Miraflores hubo estupor y desconcierto.
El revés para Chávez resulta obvio. El involucramiento directo de la Casa Blanca y la CIA en el golpe de abril es cosa sabida, denunciada incluso por la gran prensa estadounidense. Los gobiernos de Estados Unidos y España fueron los dos únicos que en todo el mundo reconocieron formalmente el 13 de abril pasado a Pedro Carmona, el efímero dictador que en apenas 36 horas anuló la Constitución, disolvió el Parlamento, destituyó gobernadores y alcaldes y lanzó una persecución feroz en todo el país contra dirigentes chavistas, antes de huir con escala en Bogotá y destino Miami. Los dos intentos de golpe posteriores, en octubre y diciembre, contaron, como mínimo, con respaldo diplomático, político y comunicacional del Departamento de Estado.
Va de suyo que los delegados estadounidense y español en el “grupo de países amigos” reiterarán la conducta de abril, desconociendo la legitimidad de Chávez y el carácter anticonstitucional del accionar opositor. La aceptación inicial de esta instancia se transforma así en una trampa que puede dificultar la consumación de la estrategia de Chávez, quien ha logrado deslegitimar a la oposición en términos de legalidad constitucional y, en consecuencia, privarla de respaldo público por parte de gobiernos extranjeros. No obstante, dada la relación de fuerzas internas tras el fracaso rotundo de la intentona(7), el respaldo renovado y creciente de la población y los anuncios recientes del Presidente venezolano apuntados a profundizar la “revolución bolivariana” con medidas letales para el núcleo eficiente de la oposición golpista –todos datos conocidos de antemano por Washington– acorralar a Chávez no es en modo alguno el objetivo principal de la Casa Blanca en el “grupo de amigos”.
La clave es el ALCA
El centro estratégico de esta arremetida estadounidense son Brasil y su presidente. Las clases dirigentes del gigante sudamericano expusieron su oposición al ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas) mucho antes de la victoria del Partido de los Trabajadores (PT). El justificado temor de franjas de la alta burguesía latinoamericana ante el ímpetu arrollador de Estados Unidos en su empeño por unificar un mercado de Alaska a la Patagonia, tomó cuerpo en la diplomacia de Itamaraty ya durante el gobierno de Cardoso. Fue este presidente, declarado socialdemócrata, quien consumó un vuelco del tablero político regional al convocar en julio de 2000 a una reunión de presidentes sudamericanos, es decir, excluyendo no sólo a Estados Unidos, sino también a México, su socio latinoamericano en el Tratado de Libre Comercio (TLC) y a los gobiernos subordinados a éste en América Central y el Caribe.
Para resistir la embestida estadounidense, Brasil necesita de un bloque regional que, desde la perspectiva de Itamaraty, sólo puede consolidarse en torno a la única burguesía industrial con existencia real en el área: la suya propia. El otro punto de apoyo de ese eje está hoy en Caracas. Y el tercero, potencial y por el momento altamente improbable, en Buenos Aires.
Si con la operación “grupo de amigos” los agentes de Bush logran distanciar en los hechos al proceso revolucionario venezolano del gobierno brasileño, debilitarán al extremo la estrategia diplomática delineada por el gran capital brasileño en su intento por levantar una barrera de resistencia frente al ALCA. También, y de un mismo golpe, acaban con el potencial revulsivo del liderazgo de Lula en la región.
El éxito inicial de la maniobra que ubicó a Lula en el imposible papel de gestor de la voluntad de Washington no debiera ocultar la sustancia del fenómeno: la Casa Blanca va detrás de los acontecimientos en Sudamérica. Tiene el poderío necesario para imponerse en circunstancias puntuales (es obvio que el gobierno del PT es chantajeado a partir de la gravísima situación económica que lo acosa), pero está a la defensiva. El recurso de la amenaza bélica, la carta Uribe, es prueba de una debilidad insanable que, vista del revés, inaugura una etapa histórica en América Latina: ahora la iniciativa política para la región está en manos de una singular alianza social –simbolizada por Lula y Alencar en el Ejecutivo brasileño–, todavía sin signo definitivo y, por ello, con el rumbo abierto en numerosos senderos, hoy inescrutables. Alguno de ellos lleva presumiblemente a los jardines de la Casa Blanca; otros entrevén el sentido inverso.
“Hacia donde se incline Brasil irá América Latina”, dijo Henry Kissinger en los años ’60, cuando teledirigía el golpe militar en aquel país. Sin duda el Departamento de Estado sigue hoy, con mayor énfasis aun, aquella noción estratégica (la cual, apoyada en lo obvio, desconoce por cierto la abigarrada complejidad del continente y el devenir desigual y combinado de la dialéctica de la historia). Como quiera que sea, desde el 1° de enero y por todo un período Brasil y Lula serán el fiel de la balanza en el Cono Sur y gravitarán sobre todo el continente, incluido Estados Unidos, donde el 70% de la población se opone a la guerra contra Irak y la primera minoría étnica, con 37 millones de ciudadanos, es de origen latino. Ocurre que precisamente el Cono Sur está hoy en una situación de inestabilidad sin precedentes en la historia de la región.
Bolivia, Paraguay, Argentina
En Bolivia, el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada asumió hace apenas seis meses y ya afronta una insurrección de masas que, cualquiera sea su desenlace inmediato, revela una nueva y original reconfiguración política de las organizaciones indígenas, obreras y de las capas medias urbanas. Si la impotencia oficial revela el callejón sin salida de las políticas resumidas en el vocablo “neoliberalismo”, la creación de un Estado Mayor del Pueblo, al calor de una sublevación que desde el 13 de enero paralizó al país y desarticuló el poder político (con un saldo a fin de enero de 11 muertos y centenares de heridos), indica grado y carácter de una confrontación social cuyo horizonte no encuadra en el régimen actual, mucho menos con la participación del embajador estadounidense a la usanza de un virrey del siglo XXI.
En Paraguay, en medio de una campaña electoral para las elecciones generales del próximo 27 de abril, el mismo día en que el Congreso debía votar si destituía o no al presidente Luis González Macchi éste ordenó la salida a las calles de unidades del ejército para “apoyar a los efectivos policiales en la búsqueda de poner freno a la ola de delincuencia y alta inseguridad ciudadana”(8). Centrales sindicales y la poderosa Federación Nacional Campesina discuten mientras tanto la fecha y condiciones de una huelga general. También en este país, el conflicto real está físicamente planteado: hay tropas estadounidenses estacionadas en la Triple Frontera.
Pero acaso más que en cualquier otro país, Brasil gravita hoy sobre la coyuntura en Argentina. Tras el cataclismo económico y la volatilización de todos los partidos, la simpatía por Lula –que las encuestas miden en más de un 60%– revela que mientras un sector numéricamente considerable de las clases dirigentes se esperanza con el relanzamiento del desarrollo mediante una proyección local de la alianza Lula-Alencar, el grueso de los trabajadores y específicamente la juventud ven en Lula a “un compañero”. Aun antes de que comience a tomar forma la propuesta brasileña de crear una moneda única y revitalizar el Mercosur, este sentimiento cobra fuerza política, se extiende a toda la región y atraviesa líneas partidarias y definiciones ideológicas, mientras la explosiva situación económica, además de alimentar una coalición sin precedentes a escala continental plantea un riesgo que amenaza cada mañana: “América Latina podría proveer la chispa para que se produzca una debacle financiera mundial”(9). He allí la medida de la desazón estadounidense.
- “Uribe pidió un despliegue como en Irak”, La Nación, Buenos Aires, 16-1-03.
- “Uribe le pide a EE. UU. un bloqueo militar a Colombia”, Clarín, Buenos Aires, 16-1-03.
- “EE. UU. atacará Irak con una lluvia de misiles nunca vista”, Clarín, Buenos Aires, 26-1-03.
- Paul Richter, “La Casa Blanca analiza un golpe nuclear táctico”, Los Angeles Times, publicado por Clarín, Buenos Aires, 26-1-03.
- Pierre-Antoine Delhommais, “Qui peut croire encore à la reprise en 2003?”, Le Monde, París, 7-1-03; Jeffrey E. Garten, “The world economy needs help”, International Herald Tribune, París, 13-1-03.
- Javier Solana, “Las semillas de una posible ruptura entre EEUU y Europa”, El País, Madrid, 13-1-03.
- Luis Bilbao, “Dos semanas de fraude en Venezuela”, Info Dipló, Buenos Aires, 16-12-02 (www.eldiplo.org).
- “En busca de seguridad sacan militares a la calle”, Noticias, Asunción, 29-1-03.
- Jeffrey E. Garten, “The world economy needs help”, International Herald Tribune, París, 13-1-03.