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El mundo en los ´70

porLBenLMD

 

¿Es lo mismo avanzar que huir hacia delante? La respuesta es no, y aplicada a la política estadounidense desde mediados de los ´70 permite inteligir lo ocurrido en Argentina y el mundo durante el último cuarto de siglo, pero sobre todo extraer conclusiones respecto del momento actual y las perspectivas futuras.

 

Tanto discurso alabando o condenando la «victoria occidental» en la guerra fría, tanta producción literaria celebrando o lamentando «el fin de las utopías», acabó por desdibujar para unos y encubrir para otros no ya el estado de ánimo, sino la realidad objetiva que vivía el mundo 25 años atrás. A la sazón, Estados Unidos se hallaba poco menos que acorralado en el terreno político y la economía mundial había ingresado en una zona de turbulencia -luego del larguísimo y para muchos inagotable ciclo de crecimiento de posguerra- que replanteaba en términos concretos la necesidad y posibilidad de superar el sistema en la parte del mundo donde su reinado declinaba: un tercio del planeta estaba fuera del capitalismo.

Es muy difícil, en el clima social e intelectual de hoy, que los jóvenes perciban el momento histórico que predominaba en todos los ámbitos y que para unos era motivo de temor y para otros -los más- de alegría y esperanza. Es igualmente difícil proponer que quienes vivieron conscientemente ese período, depongan hoy la actitud de nostalgia o satisfacción, según los casos, para asumir, si no una mirada de rigor científico, al menos de objetividad y sentido común: ¿qué ocurría en el mundo en los años ´70? ¿y por qué?

 

El Imperio pierde una guerra

El planeta crujió cuando Estados Unidos huyó de Vietnam, derrotado militar, política e ideológicamente. Pero esa humillación era apenas la parte visible del témpano que parecía avanzar contra el corazón de lo que entonces se denominaba sin remilgos imperialismo.

Bastante antes de eso, en mayo del «68, una insurrección estudiantil en París había terminado con la ilusión de que la inestabilidad política y social era cosa del Tercer Mundo. El «mayo francés», además de poner en retirada al presidente Charles de Gaulle, símbolo de la Francia de posguerra, y de conmover los cimientos de lo que entonces se denominaba «Occidente», detonó un movimiento juvenil de alcance internacional y aceleradísima radicalización. Desde México a Japón, desde Bonn, Praga o Roma hasta Córdoba, Argentina, los estudiantes y -más alarmante aún- los obreros, se sublevaban no para demandar un aumento de salario, sino para denunciar la explotación y la enajenación, con la explícita intención de abolirlas. El «otoño caliente» de Italia en 1969, con millones de obreros lanzándose a las calles con banderas rojas y arrastrando al movimiento estudiantil y al conjunto de la sociedad, fue mucho más que un llamado de atención: una estructura social se estaba derrumbando; una fase crucial de la historia contemporánea mostraba su agotamiento.

En 1973, una coalición de los partidos Socialista y Comunista encabezada por Salvador Allende, ganaba las elecciones en Chile. Simultáneamente la irrupción de la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP) y el aumento del precio de esta materia prima vital fue el factor visible del fin de un ciclo económico de crecimiento y el ingreso a otro, cuya primera manifestación fue la llamada «stagflation» (estancamiento con inflación), frente a la cual Estados Unidos había puesto en 1972 la primera columna de lo que sería luego su política económica, al abandonar el patrón oro. En 1974, un año antes de que los ejércitos comandados por el general Vo Nguyen Giap hicieran morder el polvo a los hasta entonces invictos marines, la cadena imperialista se cortaba por su eslabón más débil: caía el dictador portugués Antonio de Oliveira Zalazar en Lisboa, se liberaban sus colonias en Africa y en Angola, Mozambique y Cabo Verde comenzaba un ensayo anticapitalista, poniendo en jaque estratégico a la potencia imperialista continental: la Sudáfrica del apartheid. Por interés, mezquindad o cretinismo un hecho sin precedentes en la historia fue silenciado o minimizado entonces y hasta ahora: Cuba envió un ejército voluntario de 10.000 hombres al continente africano para respaldar la revolución antimperialista en curso. Tal vez el subrayado del hecho permita intuir cuál era el mundo de entonces: Fidel Castro envía un ejército revolucionario a través del Atlántico y Estados Unidos, la potencia militar con armas suficientes para destruir 80 veces el planeta ¡no puede hacer otra cosa que enviar dinero para crear ejércitos mercenarios y presionar a Moscú para que le niegue apoyo a Cuba! Es que el movimiento antiguerra dentro de Estados Unidos y el odio antimperialista en todo el mundo por los inenarrables crímenes cometidos en Vietnam habían amarrado las manos de Washington. Y como corolario de este cuadro global, en América Latina nacía y se fortalecía el movimiento de sacerdotes del Tercer Mundo, munido de una «teología de la liberación», que introducía el herramentaje marxista para analizar la economía y proponía el socialismo como única respuesta válida a la crisis social.

Era apenas el prólogo. A comienzos de 1979, un movimiento de masas con pocos antecedentes en la historia acorraló y derrocó al Sha Reza Pahlevi, un títere puesto por Estados Unidos mediante un golpe de Estado(1) en un país clave en términos geoestratégicos para la confrontación Este-Oeste: Irán, gran productor petrolero y por entonces el quinto ejército más poderoso del mundo, equipado y teledirigido por Estados Unidos. En julio de ese mismo año, otra marioneta del Departamento de Estado caía derrotada por un ejército guerrillero: Anastasio Somoza, tercero de una dinastía criminal y corrupta, huía de Nicaragua y los sandinistas tomaban el poder. Poco antes, una pequeñisima isla caribeña mostraba que el fenómeno se manifestaba en las más diversas circunstancias: Maurice Bishop, un marxista educado en Inglaterra y muy próximo a Fidel Castro, encabezó una insurreción y tomó el poder en Granada, punto invisible en el mapa, pero cargado de símbolos: de población negra de habla inglesa (en momentos de gran efervescencia negra en Estados Unidos) y tierra de los ancestros de Malcom X, el revolucionario estadounidense que de la reivindicación racial había llegado a la idea de revolución social, por la cual fue asesinado.

Una hebra intangible, una fuerza invisible a los ojos pero muy sensible a la percepción de los grandes centros capitalistas unía de algún modo estos acontecimientos: la tasa de ganancia media había caído en los siete países de mayor envergadura a niveles que ponían en cuestión el mecanismo de reproducción del sistema.

 

Reacción defensiva

Es en este punto de tensión extrema, con Estados Unidos en situación de franca defensiva, cuando se pondrán en juego las reservas de las fuerzas en pugna. En su carácter de principal potencia capitalista, Estados Unidos asumió la vanguardia de un combate frontal, totalizante, sin tregua y sin improvisación, contra el conjunto de causas que minaban los cimientos de su imperio. Ese pujo histórico fue global en el sentido de que abarcó todos los ámbitos de la vida social -ideológico, económico, militar, cultural, religioso, político- y tuvo como escenario la totalidad del planeta. Washington puso a sus aliados ante la imposible opción de sumarse u oponerse a esta estrategia de largo alcance y a sus enemigos ante la exigencia histórica de mostrar si estaban o no en condiciones de resistir su contraofensiva en todos los planos.

La historia inmediata posterior mostró el veredicto: aquellas condiciones no existían. Estados Unidos logró una rotunda victoria en todos los ámbitos. El éxito fue más allá de lo esperado incluso por sus gestores, cuando se desmembró el llamado «mundo socialista» y desapareció la Unión Soviética, un hecho inimaginable para la casi totalidad de los estudiosos y analistas de la realidad mundial.

Antes de que cobrara forma acabada la contraofensiva estadounidense prevalecía todavía la doctrina de la llamada «seguridad nacional», según la cual el enemigo estaba fronteras adentro y la tarea de las fuerzas armadas era combatirlo, incluso tomando en sus manos el poder político. Pero estaba a la vista que por esta vía, con eje exclusivo en la violencia, el imperio se desangraría a la vez que alimentaría hasta límites incontrolables la oposición interna en Estados Unidos. Desde luego, esto no significaba en modo alguno resignar la utilización de la violencia, incluso en formas y niveles desconocidos hasta entonces, para sostener el poder. Allí están, para verificarlo, las dictaduras en Chile, Uruguay y Argentina, implantadas entre 1973 y 1976. El hecho es que mientras promovía y teledirigía golpes militares y la violación masiva de los derechos constitucionales en estos y otros países, el Departamento de Estado ponía a punto un mecanismo complementario en lo esencial, pero radicalmente opuesto en apariencia, diseñado por un think tank encabezado por quien luego sería Secretario de Estado, Zbigniew Brzezinski. A partir de 1977 le tocaría al presidente James Carter desplegar una campaña planetaria destinada a mostrar que, en realidad, Estados Unidos era el paladín de los derechos humanos y el nuevo gobierno demócrata llegaba para hacer que todo el poder estadounidense se volcara a favor de la democracia, las libertades públicas y los derechos civiles.

Para un observador objetivo, el intento podía parecer grotesco: hasta el menos avisado habitante del planeta conocía en detalle el genocidio en Vietnam, Laos y Camboya; era pública y notoria la responsabilidad directa del gobierno de Estados Unidos (y de Henry Kissinger en particular), en el golpe de Estado en Chile y el respaldo a las aberrantes políticas represivas de Augusto Pinochet; aunque de manera menos ostensible, era universalmente sabido que la embajada estadounidense fue una pieza clave para el golpe de Estado en Argentina y en la política de desaparición masiva de personas. ¿Cómo podría entonces la Casa Blanca presentarse ante la opinión pública mundial como inmaculada defensora de los derechos humanos y garantía de procesos de apertura política en todo el mundo? Más que un acto de hipocresía, el gesto podía parecer un total desatino.

No lo fue. Si bien la posición de Washington era muy débil en ese punto, la de la mayoría de sus adversarios lo era aún mayor. Durante décadas, la corriente por lejos más poderosa de las fuerzas que se proclamaban defensoras del socialismo marxista había desestimado el lugar de la activa y libre participación de la ciudadanía en la vida social. El sistema soviético llevaba medio siglo negando a los ciudadanos la participación en las decisiones políticas, pero además el stalinismo había cometido atrocidades represivas sin límites y su legado era una Unión Soviética (y por extensión el área de los países integrantes del Pacto de Varsovia bajo su férula) donde no existían derechos civiles y garantías individuales. Peor aún: los partidos comunistas de todo el mundo se negaban a reconocer esa realidad y se identificaban con ese «socialismo». E incluso en las débiles filas de la oposición marxista al stalinismo, cuando se trataba de ir más allá de las palabras se desestimaba por completo el ejercicio de libre participación del individuo y las clases en la toma de decisiones.

Así aparecen en el escenario ideológico político internacional el rescate de la palabra democracia y la reinvención de un concepto antiguo como la sociedad pero nuevo por su contenido y utilización: los derechos humanos.

Corresponde poner en la cuenta de Brzezinski el descubrimiento de que ésta era el arma más poderosa, la primera, con la que Estados Unidos podía afirmar su contraofensiva estratégica en un momento de gravísimo peligro para su predominio mundial. Fue una táctica brillante: la identificación de los derechos humanos con el ejercicio de los derechos constitucionales y las libertades civiles, puso en manos de Estados Unidos un ariete ideológico de extraordinaria potencia en lo que se presentaría como «lucha contra el comunismo». Era ésa la única posición sólida de Washington en aquel momento. No lo entendieron así quienes, con dogmática ceguera, siguieron negando que dentro de las limitaciones que impone el sistema socioeconómico, en el llamado Occidente -y particularmente en Estados Unidos- esa democracia existía y con vigor.

Desde luego esta era sólo una de las armas del arsenal montado para la contraofensiva. Mientras esta política comenzaba a desenvolverse la Junta Militar tomaba el poder en Argentina para que su ministro de Economía José Martínez de Hoz aplicara las políticas económicas previstas en aquella estrategia (ver pág. 6 ). Así, «democracia» y «derechos humanos» fueron consignas que ganaron vertiginosa y contradictoriamente terreno político e ideológico con tanto más vigor cuanto más se las violaba.

La implementación de los restantes componentes de la contraofensiva chocaba, desde luego, con la propaganda. Carter parecía creer en su propio discurso y muchas voces, entre ellas la de Fidel Castro, han dado crédito a su sinceridad. No cabe duda de que incontables funcionarios, intelectuales, periodistas, religiosos o ciudadanos comunes estadounidenses obraron convencidos de estar contribuyendo a terminar con los crímenes y la brutalidad: precisamente allí estriba el poder de un sistema político que incluye conquistas que la humanidad sólo abandonará para superarlas, jamás para dejarlas atrás.

Es igualmente evidente que los hombres que encarnaron la reivindicación de Estados Unidos como paladín de la democracia no podían asumir ellos mismos lo que venía, sin destruir rápidamente su propia obra. Carter fue reemplazado en 1980 por un actor de películas de pistoleros y el lugar de Brzezinski lo ocupó la señora Jeanne Kirkpatrick, jefa del equipo que redactó el Documento de Santa Fe, donde se teorizaba el concepto de «guerra de baja intensidad». Según el guión, a Ronald Reagan le correspondía asumir sin cosmética el programa económico ya ensayado por Margaret Thatcher en Inglaterra (destinado básicamente a revertir la caída de la tasa de ganancia mediante el aumento de la explotación relativa y absoluta de la fuerza de trabajo, la baja de los precios de las materias primas y una mayor succión de riquezas del Tercer Mundo por medios financieros); volcar cifras millonarias a un proyecto denominado Sistema de Defensa Estratégico (bautizado por la prensa como Guerra de las Galaxias) y frenar la revolución centroamericana con eje en la Nicaragua sandinista mediante ejércitos mercenarios comandados por la CIA y el Pentágono. Todo ello sin dejar de enarbolar las banderas ya bien plantadas de los «derechos humanos» y la «democracia». Se resumía en estas medidas la necesidad de responder al desafío ideológico, político, militar y económico.

Mientras tanto, la nunca bien aclarada muerte súbita de Juan Pablo I había permitido que el Opus Dei colocara a su hombre en el trono de Pedro: un polaco de mente lúcida, grandes ambiciones y décadas de entrenamiento en la «lucha contra el comunismo». Su embajador en Estados Unidos, monseñor Pio Laghi (antes había ocupado el mismo cargo en Buenos Aires, como buen amigo del general Jorge Videla y el almirante Emilio Massera, con quien jugaba al tenis), confesaría años más tarde en un extenso reportaje publicado en el semanario Time, que se reunía una vez por semana en «desayunos de trabajo» con William Casey, legendario jefe de la CIA, para discutir dos temas: Polonia y Nicaragua.

 

Pirro en el siglo XXI

No es preciso narrar los acontecimientos posteriores. La contraofensiva de Estados Unidos fue victoriosa en todo: desde el desmembramiento de la Unión Soviética a la flexibilización absoluta de la fuerza de trabajo; desde el aplastamiento de la «teología de la liberación» hasta la imposición de pautas culturales clonadas de su decadencia para todo el planeta; desde la caída brutal en los precios de las materias primas a la asunción, como religión incuestionable, de una ideología que reduce los derechos humanos a votar regularmente y ofrecer a una proporción considerable de la población libertades civiles y garantías constitucionales.

A fines de los «80 la suerte de la batalla estaba echada y en la última década del siglo pasado Estados Unidos pudo proclamar su victoria con el respaldo poco menos que unánime de quienes conducen partidos, medios de comunicación, universidades, sindicatos… Con raras excepciones, el mundo -y sobre todo los jóvenes- se convenció de que aquella victoria era definitiva. Esa convicción obró además como fuerza suplementaria en respaldo de la estrategia estadounidense y se tradujo en pautas culturales que signaron la última década del siglo XX. Pocos distinguieron entre avanzar y huir hacia delante. Sin embargo la confusión duraría apenas una década. Al cabo de ese lapso quedó a la vista que, como el mítico general Pirro, para ganar la guerra Estados Unidos había destruido sus ejércitos amigos. Y el siglo XXI comenzó con evidencias ya inocultables de que la crisis conjurada con la contraofensiva lanzada un cuarto de siglo antes reaparecía multiplicada en todos los planos(2). Y con agravantes que la hacen cualitativamente diferente: ya no está el stalinismo para ser identificado con el fracaso de toda alternativa al actual orden social; han desaparecido los grandes movimientos populistas que durante décadas desviaron las esperanzas de millones de personas; los sindicatos que contuvieron, frenaron y desviaron a los trabajadores están vacíos; la reducción de salarios, el aumento de las horas y la intensidad del trabajo, la suba de la desocupación, dieron como resultado, tras una breve y limitada reversión de la curva en la caída de la tasa de ganancia, la reaparición de la sobreproducción a escalas siderales y la aceleración del círculo vicioso que aumenta la desocupación, reduce el consumo y vuelve a trabar el mecanismo de reproducción del sistema. Y como corolario no menor, la evidencia de una falacia insostenible por más tiempo: no hay derechos humanos sin trabajo, educación, vivienda y salud para todos. Y eso es precisamente lo que Estados Unidos, sin ninguna limitación ni desafío a su poderío, no ha podido garantizar. A la inversa, desde hace un cuarto de siglo, en todo el mundo -incluso en los países más ricos- las mayorías viven cada año en peores condiciones que el anterior. Y en la ex Unión Soviética, donde bajo un régimen de represión política no había un desocupado ni un pordiosero en la calle, la educación, la salud, la vivienda y la educación estaban garantizados para todos, hoy el panorama es pavoroso: 50 millones de rusos no pueden satisfacer sus necesidades mínimas; un 34,7% de la población tiene ingresos inferiores a los 40 dólares mensuales; 23% recibe entre 40 y 100 dólares; 20% no llega a los 200, un 14,6% gana menos de 300 y sólo un 7% supera esa cifra, mientras un minúsculo sector acapara fortunas fabulosas provenientes exclusivamente de la corrupción y el delito(3).

La conclusión resulta obvia: el socialismo sin democrática participación de las mayorías no sólo no puede ser llamado socialismo, sino que no puede sostenerse. Pero a su vez el sistema de mercado no puede garantizar la satisfacción de las necesidades mínimas de la humanidad, pese al fantástico desarrollo de la ciencia y la tecnología, que por primera vez en la historia hacen materialmente realizable ese objetivo. Por lo mismo, al cabo este sistema no puede garantizar la democracia.

 

Referencias bibliográficas

Arthur Mac Ewan and William Tabb, «Instability and change in the world economy», Monthly Review Press, Nueva York, 1989.

Zbigniew Brzezinsky, El gran fracaso, Vergara, Buenos Aires, 1989.

Paul Johnson, Tiempos modernos, Vergara, Buenos Aires, 1983

Paul Kennedy, Hacia el siglo XXI, Plaza y Janes, Barcelona, 1993.

Rafael Cervantes Martínez, Felipe Gil Chamizo, Roberto Regalado

Alvarez, Rubén Zardoya Loureda, Transnacionalización y desnacionalización, Tribuna Latinoamericana, Buenos Aires, 2000 (ver comentario en página 39).

Paul R. Krugman, De vuelta a la economía de la Gran Depresión, Norma, Buenos Aires 1999.

Pierre Bourdieu, La miseria del mundo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999 (ver comentario en Le Monde Diplomatique Edición Cono Sur, octubre 1999).

Luis Bilbao, Crítica de Nuestro Tiempo, (Nº 1, 2, 4, 17, 18, 21, 25).

Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, Pioneros y líderes de la globlización, Vergara, Buenos Aires, 1999 (ver comentario en Le Monde Diplomatique Edición Cono Sur, abril 2000).

  1. Mark Gassiorowski, «La CIA en Irán», Le Monde diplomatique Edición Cono Sur, octubre 2000.
  2. Luis Bilbao, «Los misiles de Washington apuntan a todo el mundo», semanal de Le Monde diplomatique Edición Cono Sur en internet, http://www.eldiplo.org; 23-02-01.
  3. Luis Matías López, «Las dos caras de Rusia», El País semanal, Madrid, 18-02-01

 

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