Desorden y ausencia de hegemonía. Tales los factores dominantes hoy en la política internacional. Tras bambalinas, una crisis económica global sin precedentes por su hondura y extensión.
Ni el más obtuso de los propagandistas del capital puede ocultarse el rumbo de colisión por el que marchan los principales centros del poder mundial, mientras los países subordinados buscan, a los tumbos, ubicarse en la nueva situación.
La desestabilización de Turquía es tanto o más grave que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea (UE). Ambos hechos evidencian la incapacidad para prever y actuar de Washington y Bruselas. Sumados, resumen la desarticulación creciente del poder imperial.
La obligada (aunque no necesariamente probable) salida de Ankara de la Otan, significaría un quiebre estratégico para ambos centros imperiales. Estados Unidos no puede perder esa plataforma de apoyo en su lucha contra Rusia a un lado y la potencial alianza árabe-iraní al otro. La UE observa con espanto la ruptura del dique turco contra el Medio Oriente y la cada vez menos disimulada aproximación del presidente Recep Tayyip Erdoğan al extremismo islámico. Si Washington y Bruselas aceptan el régimen dictatorial vigente en Turquía, como lo hacen caminando en zigzag hasta ahora, quedará en evidencia toda la hipocresía de su discurso democrático. Pero también se dificultará la lucha contra las fracciones terroristas del islamismo, fuera y dentro de Europa. He allí una razón más de conflicto interimperialista, justo cuando Inglaterra decide romper con la UE.
Imprevisto y hasta el momento inmanejable, el brexit expresa la agudización de la lucha entre los principales bloques del gran capital y la incapacidad de cualquiera de sus componentes para reordenar el equilibrio. En una primera fase implica una victoria de Estados Unidos contra la Unión Europea. En su continuidad, puede derivar a corto plazo en agravamiento de la situación económica estadounidense. A la vez, actualiza y agudiza fuerzas centrífugas al interior de Gran Bretaña. Sin la viga maestra de Washington en torno a la cual se mantuvo hasta comienzos de este siglo, la arquitectura imperial posterior a la caída de la Unión Soviética se ha desarticulado.
Fragmentación del centro imperial
Esas fuerzas disociadoras actúan a pleno además al interior de la primera potencia mundial, lo cual imprime fuerza adicional al desorden, la incertidumbre y la ausencia de autoridad inapelable. Estados Unidos está cruzado hoy por múltiples divisiones, todas en aceleración sostenida. La principal de ellas es la menos evidente: entre burguesía y proletariado. El freno a la depresión con que amenazó la crisis de 2008 significó una enorme transferencia de ingresos en detrimento de la clase obrera, que sigue sin reconocerse como tal pero sufre cada día en mayor grado las condiciones objetivas que la empujan hacia la conciencia. Una expresión distorsionada de esa realidad es la reaparición del racismo, el asesinato permanente de afroamericanos por la policía blanca y ahora el comienzo espontáneo de respuestas violentas desde activistas negros, no por acaso provenientes de filas militares. Como síntesis de esta dinámica disgregadora y decadente aparece Donald Trump, que imprime un tono payasesco al racismo y guerrerismo crecientes. Trump fue nominado candidato a la presidencia por el partido Republicano. Todo indica que perderá el 8 de noviembre frente la candidata del partido Demócrata, Hillary Clinton. Pero hará avanzar aún más la división, confusión y desvío de la sociedad estadounidense, facilitando la línea de acción belicista bajo la conducción de Clinton. Al otro lado del Atlántico, la primer ministra Therese May replicará desde Londres esa política apuntada a la guerra. Mientras el gasto global en armamento aumentó un 1% promedio en 2015, el destinado a misiles y sistemas misilísticos crece a un 5% anual. Es el tipo de guerra que prepara la Otan, con dos excusas: Rusia y las organizaciones terroristas creadas por los propios países de la Otan en Oriente Medio.
Otras voces
En ese contexto aparecen otras voces potentes. El 1 de julio el presidente chino Xi Jinping conmemoró el 95º aniversario del Partido Comunista (PCCh) con un discurso elocuente: “Somos testigos de acciones agresivas de Estados Unidos, tanto hacia China como Rusia. Creo que Rusia y China pueden crear una alianza ante la cual la Otan sea débil”.
Esa coalición militar, dijo el jefe de Estado chino, “pondría punto final a las ambiciones imperialistas de Occidente”. Xi pronosticó además la debacle de la Unión Europea (UE) a la par de la economía estadounidense. “El mundo –subrayó– está al borde de un cambio radical. En los próximos 10 años podemos esperar un nuevo orden mundial en el que el factor clave será la alianza ruso-china”.
A la cabeza de las burguesías latinoamericanas, el gran capital brasileño se fractura aún más de lo visible ante esta bifurcación de caminos. Ratificar una alianza con Washington al precio de abandonar el liderazgo sobre la región y desentenderse de una ya alcanzada reubicación estratégica en el mapa mundial es una opción difícil para Brasilia. Tanto más cuando Washington ha escogido a Buenos Aires, pese a la ostensible debilidad de su gobierno, como punto de apoyo para su estrategia regional.
Al Sur del Río Bravo el período por venir mostrará cambios y realineamientos abruptos como hoy exhiben Turquía y Gran Bretaña. Es indiscutible que la alianza en curso entre Beijing y Moscú será un factor clave del nuevo mapa mundial. No lo es que en los próximos 10 años el mundo asista a un nuevo orden.