No por acaso el comandante Hugo Chávez sostenía la necesidad de apelar al concepto Unión, en lugar de integración. Éste alude al ensamblaje en Suramérica de ciertas áreas del aparato productivo-comercial-financiero.
Aquél comienza por la reivindicación de una nación común que, va de suyo, necesita integrar sus capacidades en todas las áreas para satisfacer las necesidades de la población, con la eficiencia que permiten la escala y la cooperación para la acumulación primitiva de capital y la complementación en ciencia y tecnología.
Es oportuno discutir estas ideas cuando Venezuela afronta una escalada fascista, las tensiones a escala regional afectan las conquistas del último período y la necesidad de la unión es más importante que nunca para que Venezuela y el Alba puedan vencer la embestida contrarrevolucionaria de Estados Unidos.
Integración supone perspectiva economicista. Unión es estrategia política. La primera calza en el sistema vigente. La segunda requiere romper y transponer los límites del capitalismo. No todos quienes están comprometidos con la integración aspiran a la unión. En América Latina una parte hegemónica de los actores opone ambos conceptos: necesitan la integración para maximizar la ganancia empresaria, pero se oponen cerradamente a la unión, que implica un cambio político de ineludible impacto social: una nación unida del Río Bravo a la Patagonia supone un pueblo consciente y con objetivos, presa difícil para transnacionales o grandes conglomerados del capital, cualquiera fuese su origen. Entre tanto, es buena táctica camuflar el accionar contrario a la unión sosteniendo la integración.
En otras palabras: el imperativo capitalista de la gran empresa puede en muchos casos requerir la integración, pero por definición se opone a la unión. Por eso fue posible una abarcadora dinámica de convergencia tras lo primero que, no obstante, a poco andar choca con barreras estructurales y comienza a transformarse en lo inverso.
Aquel imperativo capitalista condiciona o directamente se impone en el accionar de gobiernos que, o bien son prolongación directa del gran capital, o no tienen una estrategia definida, o carecen de la fortaleza y el compromiso necesarios para afrontar esa contradicción.
Reacción imperial
En diciembre de 2004, en Cuzco, nació la Comunidad Suramericana de Naciones. Poco después, en abril de 2007, en la cumbre de Margarita, esta organización se transformaría en Unasur. Casi cinco años más tarde, en diciembre de 2011, una cumbre en Caracas de todos los presidentes latinoamericano-caribeños alcanzaría una calidad superior con la Celac. En paralelo, nacía y se consolidaba una instancia cualitativamente diferente, el Alba, que potenciaba esa dinámica positiva.
Por detrás de este fenómeno histórico estaba la ya célebre cumbre de las Américas en Mar del Plata, en 2005, cuando una virtuosa conjunción de circunstancias y voluntades dio lugar al fracaso del Alca. Son dos caras de una misma medalla: avanzaba la convergencia latinoamericano-caribeña al compás del retroceso estadounidense.
Como era de esperar, hubo un contraataque. Se inició visiblemente con el viaje de George W Bush a Brasil y Uruguay en marzo de 2007. Y desde entonces, muy tímidamente al principio, a paso firme en el último año y medio, el curso del conjunto se detuvo primero para después enfilar en sentido contrario: la fuerza centrípeta comenzó a transformarse en fuerza paralizante y, en no pocos casos, centrífuga.
Esa deriva negativa no se explica por la estrategia de Washington, sino por fuerzas objetivas que operan en la estructura económica de la región.
El estallido de la crisis capitalista en 2008 aceleró contradicciones entre sectores diferentes del gran capital en cada país y agudizó la competencia entre sectores económicos de un país con los de los demás. Los estrategas del imperialismo supieron ver esto antes de que surgiera a pleno y lo están utilizando eficientemente en su favor.
Así, a la vuelta de pocos años hay un panorama bien diferente al de la primera década del siglo XXI. No hace falta argumentar para señalar la morosidad –cabe también decir lenidad- de Unasur. Son públicas y notorias las desavenencias de los dos mayores socios de Mercosur y las reiteradas quejas y amenazas de ruptura de Uruguay y Paraguay. Desentendidos de la voluntad de gobiernos como, por ejemplo, los de Brasil y Argentina, los intereses empresario chocan entre sí y bloquean el camino de la integración.
Mientras se hacen discursos de buenas intenciones, al lado hay peleas irreconciliables entre, por caso, productores de zapatos y electrodomésticos en Brasil y Argentina, que se traducen en un Mercosur paralizado, mientras su existencia se limita a poco más que su aprovechamiento por transnacionales automotrices y capitales bancarios para obtener superganancias.
A su vez la Celac –la más importante y trascendente conquista de la primera fase- después de la exitosa cumbre de La Habana, donde Estados Unidos pudo medir la magnitud de su decadencia como potencia inapelable, quedó temporalmente en manos de un gobierno comprometido con la estrategia inversa.
Por último, como signo inequívoco, se ha desgajado el grupo de cuatro países que conforman la Alianza del Pacífico, con una estrategia contraria a la defendida por Unasur en sus orígenes.
La región ingresa así en una nueva fase.
Causas y perspectivas
La línea divisoria entre la fase de convergencia y la actual, que avanza en sentido inverso, está trazada por el agotamiento irreversible de las políticas desarrollistas. El famoso “largo plazo” al que refería Lord Keynes con típico cinismo, ha llegado ya para los gobiernos escudados en esa teoría urgida al rescate del capitalismo en circunstancias de crisis extrema. La solución de las devastadoras consecuencias de esa táctica que supone “cavar zanjas” con recursos del Estado burgués para mover la economía queda para futuras relaciones de fuerzas.
Los pujos “neodesarrollistas” que en la fase anterior permitieron ilusionarse con transformar a masas ultrapauperizadas en “clase media” –la añeja esperanza de acabar con la lucha de clases- ahora no dejan sino la alternativa de retornar al más despiadado liberalismo o aplicar ajustes igualmente dramáticos con un sesgo pseudoindustrialista y con ayuda de un “Estado fuerte” (sin reparar, desde luego, en la naturaleza de clase de ese Estado).
Hay quienes creen que esto se resuelve pidiéndole al gran capital industrial que no se deje amedrentar por el capital financiero, como si éste no fuera precisamente la integración –fusión fue la palabra empleada para describir el fenómeno en sus orígenes- entre la gran industria y el capital bancario. Más que la lógica científica, pesa en tales opiniones la necesidad de defender una estrategia capitalista.
El hecho es que tales orientaciones amenazan con permitir que la sistemática ofensiva divisionista timoneada por Washington resulte exitosa. Nada que no fuera previsto por quienes en el comienzo de la fase virtuosa, impulsaron el proyecto estratégico de la unión latinoamericano-caribeña. Por lo mismo, nada que sorprenda y no pueda ser a su vez revertido por una política clara y firme, con apoyo en los gobiernos del Alba y los pueblos de los restantes países, estos sí dispuestos a la unión.