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La alternativa política que no fue

porLBenLMD

 

En las elecciones del próximo 27 de abril los candidatos con mayores posibilidades encarnan la estructura tradicional del poder rechazada por la ciudadanía en diciembre de 2001. Los mismos que expusieron su impotencia y sus pústulas desde el retorno de la legalidad constitucional, en 1983. Los mismos individuos y aparatos sometidos a -o prefabricados por- centros de poder económico extranjeros y locales compelidos a succionar hasta la última gota las riquezas del país. Parafraseando una expresión que cobró notoriedad: se quedan todos. Por ahora.

 

¿Cómo pudo ocurrir? A lo largo de 2002 la energía social detonada en las jornadas del 19 y el 20 de diciembre de 2001, prolongadas luego en el vigoroso fenómeno de las asambleas barriales y el estado de conmoción popular, se desvaneció sin dejar saldo en términos políticos: la ciudadanía tiene varias opciones alternativas ante las urnas, pero ninguna logró unificar el repudio a las dirigencias tradicionales, ni mucho menos alcanzar una clara definición programática, capaz de suscitar apoyo social mayoritario.

Nada se pierde, asegura con rigor científico la primera ley de la termodinámica. Pero ¿dónde está, en qué se ha transmutado aquella formidable potencia contestataria? El punto de partida es un derrumbe total de los dos partidos, peronista y radical, que dominaron el escenario político argentino durante el siglo XX. No quedó de ellos nada semejante a sí mismos, uno por fragmentación y el otro por cuasi extinción. Y el saldo es la crisis política más grave en la historia argentina: por primera vez desde la organización nacional, las clases dominantes carecen de estructuras políticas –y en general de todas las instituciones que articulan el Estado– para ejercer de manera durable el poder, sea por medios pacíficos o violentos.

No obstante, un candidato de aquellos partidos repudiados por la ciudadanía será casi con certeza Presidente a partir del 25 de mayo. ¿Por qué no plasmó una opción distinta? Acaso las condiciones, pese al rechazo masivo, no facilitaban el camino: los movimientos obrero y estudiantil, protagonistas fundamentales de todas las grandes batallas políticas del siglo XX, se mantuvieron ausentes durante la década de 1990 y no se sumaron como tales a la erupción de diciembre de 2001. No es fácil edificar una fuerza política de envergadura social sobre la base de sectores de clase media, desocupados y empleados del Estado, los únicos movilizados.

En todo caso, hubo numerosos intentos desde la izquierda del espectro político. “Izquierda” es un concepto ambiguo, equívoco, como su origen histórico sugiere: el conjunto diverso de diputados que se ubicaban en ese flanco del recinto en la Asamblea Nacional en los primeros tiempos de la Revolución Francesa de 1789. Entendido hoy con la misma amplitud, ese arco iris ideológico y político argentino realizó –en conjunto y cada segmento por su lado– sucesivos movimientos tendientes a crear la “alternativa”.

El inédito vacío político y los bruscos cambios en la percepción y el ánimo de grandes sectores sociales inducían a creer que una gran mudanza estaba a la orden del día. Probablemente no hay otro ejemplo en el mundo –con excepción, en condiciones muy diferentes, del caso de Albania una década atrás– donde pudieran verse manifestaciones multitudinarias de iracundos ciudadanos gritando contra bancos y banqueros y esgrimiendo martillos, palos y ollas para golpear los majestuosos portales de los templos del dinero, desde entonces vallados y recubiertos con planchas de acero. Tampoco hay paralelos en la conjunción de dos sectores sociales refractarios: desocupados y clases medias se encontraron en las calles y enfilaron sus estentóreos reclamos contra el gobierno, el Fondo Monetario Internacional, los banqueros y “los políticos”.

Durante el primer tramo del gobierno de Eduardo Duhalde el ministro de Economía Jorge Remes Lenicov aportó leña para el fuego social. Su tarea fue sincerar el dato más brutal del desfasaje económico acumulado durante una década: la distancia entre la realidad y el peso convertible uno a uno con el dólar. Como era previsible, el costo del desmesurado ajuste se descargó sobre el conjunto de las capas medias, profesionales y asalariados, con la consecuente exacerbación de la virulencia opositora(1). El clima fue confundido con una “situación pre-revolucionaria” por organizaciones que, en lugar de buscar puntos en común de la creciente mayoría que comenzaba a salir del letargo, centraron su objetivo en ocupar puestos de comando en las asambleas populares. Lo lograron como el general Pirro: para vencer la batalla imaginada como prólogo del asalto final, contribuyeron a destruir el ejército que aspiraban a conducir. Un caso análogo ocurrió con los desocupados: prácticamente cada partido creó su propia estructura en ese ámbito y el movimiento social ingresó en un período de fragmentación que aún no ha terminado.

Esa dinámica se aceleró con el nuevo ministro de Economía, Roberto Lavagna, quien instrumentó planes de ayuda social en masa y paliativos para la retención de los depósitos bancarios, mientras aprovechaba políticamente la imposibilidad de pagar todo lo requerido por vencimientos de la deuda externa. El gobierno comenzaba a afirmar los pies sobre la tierra. Dividido y en parte cooptado el movimiento de desocupados, notoriamente menguada la masividad y el activismo de las asambleas, diluída casi la protesta de las clases medias, se esfumaba la posibilidad de hallar un punto de unión a gran escala sobre la base de las propias instancias gestadas por la ciudadanía ante la crisis.

Ya en otro clima social, todavía en tensión pero progresivamente desmovilizado, el vacío político indujo otro intento, plasmado en una foto que recorrió el país: el gobernador peronista de Santa Cruz Néstor Kirchner, la diputada ex radical Elisa Carrió y el jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra, un ex de la franja de izquierda del gobierno de Fernando de la Rúa. El ala más moderada del flanco político izquierdo parecía dar la palada simbólica en los cimientos de un nuevo edificio. Aparte el registro gráfico, en unos días no quedó nada de aquello. No hay documentos, debates públicos, confrotación de programas, que permitan ir más allá de la conjetura para explicar el nulo resultado de aquella aproximación.

Meses después, en el cuadrante opositor al gobierno peronista la aguja giró hacia la izquierda con otra fotografía: Carrió ahora aparecía junto al titular de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), Víctor De Gennaro, y al diputado Luis Zamora, líder de Autodeterminación y Libertad. “Que se vayan todos”, fue la consigna común, retomada del movimiento espontáneo de meses atrás. Duró más que el amago anterior; pero no demasiado. Apenas semanas más tarde las tres vertientes no sólo volvían a cauces individuales, sino que arreciaban en denuncias mutuas. Peor aún, en cada una de las partes se producirían fracturas: Carrió rompería con la que fuera base conceptual y política de su fracción, el Partido Socialista liderado por Alfredo Bravo; Zamora se enfrentaría en durísimos y poco políticos términos con el otro diputado –el único– de su equipo, José Roselli, lo que daría lugar al desencanto y la disgregación en las filas de su incipiente organización; De Gennaro comprobaría que su paso hacia una instancia política ahondaba las grietas en la CTA.

Con todo, una nueva instancia alentó expectativas en cuadros y activistas ansiosos por vislumbrar una salida: el IV Congreso de la CTA, del cual se esperaba la concreción de un “movimiento político-social”, la unificación de contingentes diversos en una herramienta política común(2). Alrededor de diez mil delegados y activistas invitados se dieron cita en diciembre pasado en Mar del Plata, donde el propósito fue formal y ruidosamente proclamado. Pero tras el impulso inicial, el movimiento se detuvo. Y como un río al que se le levanta un dique, derivó por multiplicados cauces de escaso caudal que, en lugar de afirmar un punto de unidad social y política para la mayoría de la sociedad que reclama un cambio, contribuye a aumentar la fragmentación, la confusión y el desánimo.

 

Frente a frente

Para ese entonces ya el gobierno había alcanzado éxitos impensables meses antes. El más importante –el más inverosímil– fue crear la impresión en el conjunto social, atravesando clases y sectores, de que Argentina había salido del tirabuzón que la arrastra al abismo. La negociación por los pagos de la deuda externa fue presentada como resistencia ejemplar a las exigencias del FMI; el impacto de la devaluación sobre las exportaciones y el fin de la invasión importadora se mostró como política de reactivación y crecimiento; la distribución de subsidios fue exaltada como solución a la pobreza…

Una ilusión de los sentidos explicable sólo por la ausencia de pensamiento crítico encarnado en dirigentes con autoridad ante la sociedad y por el papel de medios de comunicación en general complacientes, sin contraparte a escala masiva. El hecho es que se creó una suerte de realidad virtual, tan carente de sustento objetivo como obligadamente transitoria, pero no por ello menos eficiente en la coyuntura: pese a la drástica traslación de ingresos en perjuicio de asalariados, desocupados y demás sectores de ingresos fijos, pese a la permanencia de todos los factores por los cuales Argentina cayó, el gobierno logró desactivar la protesta social mientras la oposición se fragmentaba y, aunque en el límite de la fragilidad y el desprestigio, articular una oferta electoral apuntada a legitimar una administración que afronte la ineludible reaparición de la crisis económica y social.

Esa misma irrealidad, en su expresión invertida, afectó al segmento más radicalizado de las izquierdas. Al parecer sin percibir la parálisis que del proletariado industrial se extendía a los propios sectores medios y marginalizados, se puso fecha fija a “otro argentinazo”: el aniversario de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Allí sí, se irían todos ¡incluso el gobierno transitorio! Inútil describir lo ocurrido. El “argentinazo” fue una marcha multitudinaria, quizá la más importante del período(3), pero en términos políticos fue otra muestra de fragmentación, debilidad, sectarismo, desarraigo social y ausencia de brújula. En cualquier caso, y una vez más, nada efectivo salió de esa convocatoria.

A partir de allí quedaba consumado el hecho decisivo del año: los responsables directos del desastre nacional habían retomado la iniciativa política. Sólo les restaba consolidar la división de los trabajadores, las clases medias y todos los sectores golpeados por la crisis. En este punto hubo otro intento unitario: el de Izquierda Unida con otros agrupamientos de mayor radicalidad verbal, en particular el Partido Obrero. Pero aquí no se trataba de un plan para ocupar el lugar vacante en la sociedad ni de acordar una propuesta para el conjunto social dispuesto al cambio, sino de una operación apuntada a los comicios ya instalados en el escenario más propicio para el establishment. El resultado era previsible: la discusión por candidaturas impidió la concreción de esta módica convergencia.

 

El revés de la trama

El hundimiento de los partidos tradicionales no es un fenómeno exclusivamente argentino. Brasil vio en 1989 la emergencia de dos fuerzas nuevas que ocuparon todo el espacio: una, creada a última hora por quienes avizoraban la debacle, llevó a la presidencia a Fernando Collor de Mello; la otra, derrotada con malas artes en la segunda vuelta, se afirmaría como oposición y trece años más tarde conquistaría el gobierno: el Partido de los Trabajadores (PT)(4). Pese a su derrota, la existencia del PT produjo la caída del corrupto gobierno de Collor de Mello y garantizó la afirmación del régimen constitucional. En Venezuela, también en 1989, el “Caracazo” trazó el límite definitivo para los partidos que se habían alternado en el poder durante casi medio siglo como directa prolongación de las fuerzas conservadoras tradicionales: el socialdemócrata Acción Democrática y el socialcristiano COPEI. En este caso hubo también un gobierno que prolongaría, con matices formales, el período anterior. Pero al cabo de una década la recomposición política tomó cuerpo con las sucesivas victorias electorales de Hugo Chávez.

La diferencia de Argentina respecto de estos procesos es que el movimiento social no halla cauce político, líderes que lo expresen, organización que lo articule, al menos hasta ahora. Esa carencia compromete el futuro del país, provoca desazón y afecta con rudeza a figuras políticas que apenas meses atrás se presentaban como posibilidad de recambio efectivo. Kirchner acabó siendo candidato del aparato justicialista comandado por Duhalde y otros señores feudales de la vieja política. Elisa Carrió pasó de las fotos aludidas a la designación de un liberal-conservador como acompañante en su fórmula. El Partido Socialista, único caso de convergencia (es la fusión de las fracciones PS Democrático y PS Popular), se enfrasca en la posibilidad de obtener algún punto más en el escrutinio, detrás y lejos de quienes disputarán el gobierno. Lo mismo ocurre con el otro extremo del arco de izquierda. Después de reiterar su disposición a crear “un movimiento político-social”, De Gennaro observa la diáspora de las partes componentes de la CTA, cada una apoyando candidatos diferentes (Partido Socialista, ARI, Izquierda Unida, un Partido de los Trabajadores limitado a una de las fracciones de la CTA y sólo a la provincia de Buenos Aires, más numerosas tendencias que optan por variantes de voto protesta o en blanco). “No soy quién para avalar o proscribir”, dice De Gennaro(5), en una confesión tácita de que sigue siendo el dirigente de una central de trabajadores, pero no del movimiento político que esperanzó a muchos en el congreso de la CTA. Zamora a su vez insiste con la consigna “que se vayan todos” pero elude la responsabilidad de construir los instrumentos para ocupar el espacio que quedaría vacío y hasta se compromete con la noción, última moda, de “hacer la revolución sin tomar el poder”.

Haber creído que a un régimen se lo derriba con cacerolas, desconocer la necesidad de unir, organizar y articular alianzas, desdeñando de ese modo a la fuerza que se enfrenta, son errores coyunturalmente decisivos para formaciones políticas en transición. En ausencia de la participación efectiva de los trabajadores con ocupación –y específicamente del proletariado industrial– y todavía en la estela de confusión teórica y desmoralización política dejada por el derrumbe sin honra de la Unión Soviética, la búsqueda de respuestas de alcance estratégico se manifiesta de este modo caótico.

El impresionismo que hizo creer en un “argentinazo” exitoso e inminente a comienzos de 2002 no debiera repetirse a la inversa, concluyendo que todo está perdido. Todo se transforma, sí; pero nada se pierde. El esfuerzo, la pasión, la esperanza, la energía enorme de las luchas del último año (incomprensibles sin las que vienen desde los orígenes mismos del país), pueden no expresarse, o hacerlo equívocamente, en las próximas elecciones, pero están allí. Las izquierdas perdieron su oportunidad en este tramo vertiginoso del devenir político argentino. Pero la oportunidad perdida es en última instancia la argamasa necesaria de un futuro diferente. No se trata de optimismo panglossiano. Los riesgos de desagregación social y consolidación de fuerzas ultrarreaccionarias son enormes y están a la vista. Para evitarlos se puede aún contar en Argentina con una singular –y en más de un sentido única por su riqueza y desarrollo– tradición de pensamiento, organización, capacidad de entrega y sacrificio, acumulada durante dos siglos de luchas sociales.

  1. Alfredo Eric y Eric Calcagno, “Que se vayan los dueños”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, octubre de 2002.
  2. Luis Bilbao, “Oportunidad para un gran debate”; Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2002.
  3. “Un acto multitudinario cerró la protesta…”, Clarín, Buenos Aires, 21-12-02.
  4. Luis Bilbao, “PT Brasil”; Búsqueda, Buenos Aires, septiembre de 1990.
  5. “D’Elía lanza el Partido de los Trabajadores”; Clarín, Buenos Aires 25-3-03.
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