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La espada de Bolívar

porLBenLMD

 

La reafirmación del presidente Hugo Chávez se proyecta hacia toda la región como decisivo impulso a una línea de acción convergente con otros gobiernos –sobre todo Brasil y Argentina– para avanzar desde Sudamérica en la unidad política y económica de América Latina y el Caribe, en términos de pluralidad y genuina democracia participativa. Los obstáculos a superar son inmensos, pero desde las gestas de la Independencia no se daban condiciones tan favorables.

 

Varios miles de hombres y mujeres, exhaustos y felices en el amanecer del 16 de agosto, frente a un minúsculo balcón del Palacio de Miraflores; entre ellos delegaciones y banderas de Argentina, Bolivia, Uruguay, Cuba, Brasil, Colombia, Ecuador. Un aguacero en la calidez de la madrugada tropical y un canto espontáneo hecho coro, que alude a la espada de Bolívar multiplicándose, otra vez, en América Latina. El instante congelado resume la nueva fase que comienza a recorrer la Revolución Bolivariana, ahora ratificada por el voto y la movilización sin precedentes de seis millones de ciudadanos: profundización de los cambios sociales y políticos en el plano interno, proyección hacia su entorno geopolítico inmediato: América Latina y el Caribe.

Si desde 1999 Venezuela ha sido motor de una dinámica regional tendiente a la convergencia tras el todavía vago pero no por ello menos plausible proyecto de unidad política transnacional, de ahora en más será factor de aceleración de ese proceso, por la sencilla razón de que, respondiendo a una necesidad universal e indiscutible de desarrollo económico y redención social, ha conseguido iniciar el camino en busca de soluciones con la participación democrática de las mayorías. La prensa internacional, los partidos y propagandistas que durante años describieron un Chávez tiránico, arbitrario y apoyado en una minoría manipulada, han debido tragar sus palabras y reconocer el ejemplo inédito de participación democrática de la ciudadanía en la implementación de un recurso constitucional sin par en el mundo: la revocatoria presidencial. «Hasta el gobierno de EE.UU. -con el que ayer Chávez buscó algún puente y dijo querer ‘retomar el nivel de relaciones’ que había con la anterior gestión de William Clinton- reconoció la legitimidad de los votos mayoritarios para Chávez»(1); «Hasta ahora todo sugiere que el triunfo de Chávez debe respetarse»(2); «El fracaso del referendo para echar a Hugo Chávez demuestra que, pese a sus reclamos, los adversarios no representan a la mayoría de los venezolanos»(3).

No es menos verdad que ahora Chávez afronta un punto crítico cuya resolución tensará todo el mecanismo. El sector más beligerante de la oposición interna pondrá más empeño que nunca -y no escatimará recursos- para evitar que su gobierno trasponga el punto de no retorno. El Departamento de Estado estadounidense alimentará a ese sector de la oposición interna, apelará a todos sus recursos, a escala internacional, para impedir la limpieza y reordenamiento del sistema judicial y la sanción de una ley de prensa -que impida la enajenante labor de ocultamiento, tergiversación y mentira llevada a cabo sin pausa por los medios de difusión de masas(4)-, y buscará presentar esas medidas como ataques a la democracia. La limpieza de las propias filas oficiales de focos de corrupción, despilfarro y autoritarismo, ya adelantada con énfasis por el propio Chávez, provocará conflictos que eventualmente podrán ser utilizados para poner en cuestión ante la opinión pública internacional el carácter democrático del régimen venezolano. Con todo, es improbable que estos recursos logren desdibujar el mensaje político enviado por la Revolución Bolivariana a los restantes gobiernos de la región: no se conquista el respaldo de las mayorías sin la adopción de medidas resistidas por los centros de poder locales e internacionales; no se afirma y consolida ese respaldo sin la participación democrática de aquellas mayorías en la gestión de la cosa pública.

Así, Venezuela aparece en el centro de un círculo virtuoso de medidas económicas y decisiones estratégicas relativas a la recuperación de la soberanía, la redistribución de la riqueza y la superación de las calamidades del atraso, mediante un replanteo conceptual y práctico de la democracia.

El fenómeno está lejos de limitarse a aquel país. De hecho, no es allí donde primero apareció y se puso en marcha esa dinámica en esta etapa de la historia, aunque sin duda es la figura de Hugo Chávez la que tomó el lugar de vanguardia política en el último período. En una perspectiva más abarcadora, es la Revolución Cubana la que puso en cuestión la cáscara vacía de la democracia representativa y ensayó una combinación de protagonismo de masas en la adopción de medidas radicales de transformación social. A partir de otra realidad, el nacimiento y desarrollo del Partido de los Trabajadores de Brasil encarna otra vía de búsqueda y formas diferentes de plasmación, para los mismos objetivos. La experiencia trunca de Salvador Allende en Chile o la expectativa ahora mismo planteada por el Frente Amplio de Uruguay son igualmente expresiones de una misma necesidad. No menos representativos de esa exigencia histórica son los convulsivos procesos políticos vividos en Argentina, Bolivia o Perú. Desde la primera Revolución del siglo XX, en México, hasta la dramática experiencia de Haití, Ecuador, Colombia o Paraguay, la búsqueda y la necesidad de aunar cambios revolucionarios y protagonismo democrático ha sido una constante; y la imposibilidad de combinarlas de manera eficiente una causa mayor para las desviaciones y fracasos que jalonan la historia continental.

Sin embargo, esta nueva oportunidad tiene rasgos diferenciales que en todos los casos favorecen la perspectiva de un desenlace positivo. La convergencia objetiva que a ritmo acelerado viene operándose entre países suramericanos desde la reunión extraordinaria de la Cumbre de las Américas en Monterrey -donde George W. Bush sufrió un sonoro fracaso en enero pasado-, hasta el encuentro de los 19 países integrantes del Grupo de Río, al que Brasil propuso el pasado 21 de agosto la incorporación de Cuba, ocurre en un cuadro internacional en todo y por todo diferente a cualquier otro del pasado reciente o remoto. Y esas diferencias operan en detrimento de los grandes centros del poder mundial y a favor de América Latina y el Caribe.

Cabe observar de cerca la aludida reunión del Grupo de Río. A través del canciller Celso Amorim, el gobierno brasileño presidido por Lula da Silva intentó dar un paso más en la recomposición del sistema político regional, proponiendo que Cuba se integrara al organismo. No se trata de un detalle: en 1962 Estados Unidos logró que la Organización de Estados Americanos expulsara a la isla de su seno. La sola gestión de Itamaraty es indicativa del cambio en las relaciones de fuerza. Con la oposición explícita de sólo seis países -México, Chile, Uruguay, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica-(5), quedó claro el nuevo realineamiento hemisférico. El desmentido inmediato de la canciller chilena(6), y el hecho de que el presidente de Uruguay, Jorge Batlle, termina su mandato en octubre, son indicativos de que Suramérica queda alineada con una propuesta que implica la recomposición de una instancia política latinoamericano-caribeña.

Con este movimiento sobre el tablero regional, el gobierno brasileño retoma un protagonismo menguado en el último período y lo hace en consonancia con los gobiernos de Argentina y Venezuela, aparte obviamente del de Cuba. Basta presumir un bloque semejante, plural en todos los órdenes, abroquelado tras un programa de progresivo avance tras una «Confederación Suramericana de Naciones» y de integración económica acelerada, para intuir el drástico cambio en ciernes (en todo caso, muy posible) en el mapa político regional y el impacto en las relaciones de fuerzas a escala mundial.

 

Paradojas de la victoria

A la inversa, es presumible que el proceso interno en Venezuela se vea influenciado por la gravitación de este nuevo bloque. Se trata de la paradoja de la victoria. La sucesión de fracasos estadounidenses en los intentos de derrocar a Chávez, impedir que Brasil salga de la órbita del Norte, poner bajo control a Colombia, deshacerse de Fidel Castro, mantener a Argentina como aliado incondicional, armar un nuevo esquema militar hemisférico bajo su mando directo e imponer el Área de Libre Comercio de las Américas, plantea un desafío estratégico: impedir que Washington recurra a su ultima ratio: la guerra.

Chávez es, probablemente, el líder regional más consciente de la magnitud de este dilema. Sobre Venezuela está constantemente latente la amenaza de intervención militar desde la vecina Colombia, en una reiteración ajustada a la nueva realidad del formato utilizado por la Casa Blanca contra la revolución sandinista en Nicaragua, en los años 1980. Mientras diariamente son asesinados campesinos venezolanos en la frontera con Colombia bajo el fuego de comandos paramilitares de ese país, los presidentes de ambos países firmaron una serie de acuerdos económicos y encararon la construcción de un gasoducto binacional. La flexión le costó caro al Presidente colombiano: como de rayo, una oportuna investigación periodística del semanario Newsweek descubrió y denunció, tarde pero seguro, supuestos vínculos de Álvaro Uribe con el narcotráfico.

Si éste es el caso más sobresaliente de las contradictorias fuerzas que operan sobre las clases dominantes suramericanas y hacen marchar en zigzag a más de uno de sus dirigentes, las dificultades no son menores en relación con otros países, cuyos regímenes son de naturaleza diferente pero no por ello menos heterogéneos en el conjunto regional. Los procesos sociopolíticos en curso sobre todo en Brasil y Argentina y un Mercosur integrado ahora también por Venezuela, vuelcan el equilibrio de la balanza suramericana a favor de un bloque regional con autonomía frente a Estados Unidos y, por ello mismo, contrapuesto a la voluntad de Washington. Toda brecha circunstancial o duradera en ese bloque en gestación, sin embargo, sería utilizada por la Casa Blanca. Así como el presidente Chávez no puede desconocer que su victoria el 15 de agosto incluye un 40% de los votos arrastrados por la oposición, en el plano regional cuentan las desigualdades y flancos débiles si se trata de impedir que el Departamento de Estado pueda siquiera imaginar una respuesta como la que aplica en Irak. Avanzar en la unidad política y la integración económica de América Latina y el Caribe supone, por tanto, un lugar predominante para la estrategia de paz en la región. Adelantándose a esa exigencia, en el conjunto de definiciones de Chávez luego de confirmada su victoria en el referendo, sobresalió la propuesta de debatir un nuevo concepto estratégico de seguridad para América Latina.

 

Otros cambios

Sea como sea que se desenvuelvan los acontecimientos futuros, este conjunto de cambios reales y potenciales configura ya un nuevo papel para Suramérica en el concierto mundial. Recientemente el ex secretario de Estado Henry Kissinger señaló «el alejamiento estructural estadounidense de Europa»; registró que «Rusia, China, India y Japón han tenido relaciones mucho menos belicosas con Estados Unidos que algunos aliados europeos» y, dado que «cada uno de estos países tiene interés, como mínimo, en alejar la posibilidad de una derrota estadounidense en Irak», propuso una orientación estratégica tendiente a tejer una nueva alianza con estos países: «la diplomacia estadounidense está llamada a crear los elementos de un nuevo orden mundial así como hizo con éxito en la década inmediatamente posterior a la Segunda Guerra» 7.

Aparte de la inconsistencia de emplazar otro «nuevo orden mundial» con uno de sus mayores rivales en disputa por los mercados mundiales, Japón (la segunda economía más grande del mundo, que después de recuperarse durante el primer trimestre a un ritmo del 6,6% volvió a caer un 1,7% en el segundo), la ilusión de una alianza estratégica con Rusia, China e India no es sino el reconocimiento de una fuga hacia adelante. Sin necesidad de adentrarse en los problemas estructurales, económicos y geopolíticos que contraponen al centro imperialista con Rusia y China, basta registrar la derrota sufrida por Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio en la reunión de Cancún, a mediados de septiembre del año pasado, y la creación del Grupo de los 20 con Brasil como eje, para comprobar cuál es la dinámica probada de aquellos tres países. Pero si Brasil pudo ser un centro de gravitación frente a ellos, tanto más lo sería un bloque suramericano con eje en Caracas, Brasilia y Buenos Aires (Calcagno, pág. 8) y la inexorable suma de los restantes países del área. El wishfull thinking del estratega imperial es revelador, por su simple enunciación, de un dato mayor: Estados Unidos está compelido a disputar con un bloque suramericano todavía invertebrado, que antes mismo de erguirse proyecta su fuerza a escala global. En febrero pasado se reunió en Caracas el Grupo de los 15. Allí estaban las grandes economías del Sur del planeta, entre ellas Brasil e India (potencia ésta tan codiciada por Kissinger, que sin embargo en la cumbre descolló por su determinación a favor de la estrategia Sur-Sur), pero también Nigeria, Indonesia, Irán y, por supuesto, Venezuela. Sin incorporarse todavía, China ha encaminado su diplomacia hacia una convergencia con el G-15.

Dada su extrema heterogeneidad ese conjunto de economías con peso decisivo para componer un equilibrio mundial contrapuesto al actual, para alcanzar la cohesión necesaria y ser un polo de poder mundial requiere sin embargo de un centro con suficiente fuerza de gravitación. Eso es potencialmente Suramérica. Y esa potencialidad toma cuerpo con la consolidación de Hugo Chávez, la reafirmación por parte de Lula de una línea de convergencia política e integración económica regional y los pasos, aún dubitativos y a veces contradictorios, del gobierno argentino.

Nunca en la historia, desde las guerras de la Independencia, hubo un contexto más favorable para la consolidación de una Confederación Suramericana de Naciones. Nunca fue tan necesaria la intervención de un centro político suficientemente lúcido y fuerte como para neutralizar la dinámica expansionista y eventualmente guerrerista de las grandes potencias. Resta saber si las dirigencias actuales o en gestación serán capaces de combinar, en la exacta medida y al ritmo de las exigencias, la capacidad de libre participación de las mayorías ciudadanas y la hondura de los cambios ineludibles. Las calles de Venezuela pobladas de hombres y mujeres con vestimentas y gorras rojas, las multitudes enforvorizadas en interminables colas para votar por Sí o por No; la victoria límpida y exultante de los humildes, son un inspirador punto de partida.

  1. «La oposición venezolana, aislada y dividida», Clarín, Buenos Aires, 20-8-04.
  2. Editorial, La Nación, Buenos Aires, 21-8-04.
  3. The New York Times, 18-8-04.
  4. Luis Britto García, Dictadura mediática en Venezuela, Ediciones Le Monde diplomatique, Buenos Aires, agosto de 2004.
  5. Juan Arias, «El gobierno de Brasil fracasa en su intento de integrar a Cuba en el Grupo de Río», El País, Buenos Aires, 23-8-04.
  6. «La canciller chilena Soledad Alvear afirmó que Santiago está de acuerdo con abrir un diálogo político entre el Grupo de Río y La Habana, desmintiendo así que su gobierno haya vetado una posible incorporación al mismo de ese país caribeño, como difundió la prensa brasileña», ANSA, Santiago de Chile, 23-8-04.
  7. Henry Kissinger, «Se desplazan los polos de poder», Clarín, Buenos Aires, 5-8-04.
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