Mientras comienza a verificarse la temida extensión del conflicto bélico en Colombia, en una provincia argentina tropas de ocho países, comandadas por oficiales estadounidenses, realizaron maniobras militares consistentes en retomar el control de un país de ficción, «Sudistán», dominado por una población sublevada. A la vista de los efectos iniciales del «Plan Colombia», con Perú y Bolivia a punto de colapso y un cuadro económico-social en acelerado deterioro a escala regional, la ficción semeja demasiado a una perspectiva real.
«Sudistán» existe. La república imaginaria diseñada por los estrategas del Departamento de Estado y el Pentágono para ensayar la represión a una sublevación popular, es la inexorable prolongación del Plan Colombia, puesto en movimiento por el presidente William Clinton el pasado 30 de agosto en Cartagena. En la percepción de quienes trazan la política exterior de Estados Unidos, «Sudistán» es América Latina. Y el operativo «Cabañas 2000», llevado a cabo en Córdoba (Argentina) con derroche de dinero, tecnología y armamento, es una muestra de lo que espera Washington en la región y de sus aprontes para responder. Pero acaso el factor más alarmante es que urgido por recuperar la iniciativa a escala continental, reubicar bajo su férula a gobiernos arrastrados por una fuerza centrífuga e impedir la consolidación de un bloque regional que escape a su estricto control, la Casa Blanca está obrando de modo tal que sus decisiones implican una acelerada desestabilización político-institucional en la región, a la que ofrece como alternativa una variante, aún con perfiles borrosos, de regímenes afirmados sobre la militarización de la vida política.
No hay sofisma capaz de ocultar este deslizamiento hacia «Sudistán». Con el sigilo de quien a sabiendas hace algo reprensible, 1.200 efectivos de ocho países (Estados Unidos, Argentina, Ecuador, Chile, Perú, Bolivia, Uruguay y Paraguay), se entrenaron durante dieciseis días en técnicas operativas para afrontar insurrecciones populares. Todos los gastos, estimados oficialmente en 2,5 millones de dólares -exceptuado el costo de los 400 marines que encabezaron la maniobra- fueron saldados con fondos estadounidenses. El argumento con que el Pentágono logró vencer las reticencias de sus pares latinoamericanos para encarar, por primera vez en la historia, maniobras de esta naturaleza, fue la promesa de ayuda estadounidense para el reequipamientos de fuerzas armadas duramente afectadas por los recortes presupuestarios. Dos reuniones organizadas desde junio pasado por el Comando Sur del ejército estadounidense en Miami, de las que participaron jefes militares sudamericanos, allanaron el camino hacia Córdoba. Las dudas y objeciones de mandos altos y medios, expuestas en voz baja antes y durante esas reuniones, confirmaron a la Casa Blanca la necesidad de acelerar esta nueva modalidad operativa, por irritante que resulte: ya no se trata sólo de prever sublevaciones provocadas por la pobreza, sino de adelantarse al malestar en las filas militares del hemisferio, a su vez azuzadas por franjas empresariales perdidosas en el último tramo de centralización y transnacionalización del capital.
No es preciso forzar la interpretación para ubicar al operativo «Cabañas 2000» como contrafigura de la reunión de presidentes sudamericanos convocada por el presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso el 31 de agosto pasado y avalada precisamente por la necesidad de las burguesías regionales de tomar distancia frente a las sofocantes exigencias económicas de Estados Unidos. Basta registrar la ausencia de los ejércitos de Venezuela y Brasil en «Sudistán» para comprobar que el terreno perdido en aquella oportunidad Washington pretende recuperarlo allí donde su supremacía resulta más difícil de desafiar: el de la cruda confrontación de fuerzas militares.
¿Fracasa el plan de paz?
Una semana después de que Clinton entregara al presidente colombiano Andrés Pastrana los 1.300 millones de dólares oficialmente destinados a combatir la producción y el tráfico de drogas, la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense comenzó a discutir una nueva asignación de 99,5 millones adicionales, destinada específicamente a la policía de aquel país. De esa suma, 39 millones son para adquirir tres aviones de transporte Búfalo, 15 millones para un helicóptero Black Hawk, 25 para comprar municiones durante un año y 5 para un avión espía SA2-37A(1). Antes de comenzar los combates en regla, la fría contabilidad ya muestra una escalada. Simultáneamente se iniciaban las operaciones apuntadas a destruir plantaciones de coca. El «Operativo Manglar», llevado a cabo en la zona de Nariño, en las cercanías de la frontera con Ecuador, inauguró esta nueva etapa: «Hemos destruido unas 5.000 hectáreas sembradas de coca y unos 90 laboratorios» informó el director de la policía colombiana, Luis Gilibert(2). Se calcula que en Colombia hay 103.000 hectáreas de hoja de coca, con las que se producen anualmente unas 520 toneladas de cocaína. En la misma región las fuerzas armadas lanzaron un ataque contra las tropas guerrilleras de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La reacción contra esta doble tenaza en la que queda atrapada la población civil no se hizo esperar: unos cinco mil jóvenes y niños, acompañados por organizaciones de derechos humanos y autoridades de los departamentos de Nariño, Putumayo y Caquetá, marcharon el 9 de septiembre por las calles de Puerto Asís: «No queremos fumigaciones ni guerra» repetía desde un micrófono una muchacha de unos 14 años(3). Ese es, fuera de duda, el sentimiento dominante en la población colombiana: la inmensa mayoría quiere el fin de la guerra y teme los efectos devastadores de las fumigaciones: el hongo que mata la hoja de coca impide también -y por muchos años- cualquier otro cultivo. La eliminación de esas plantaciones supone la emigración de poblaciones enteras.
Nada más lejano, sin embargo, que una solución a estas dos demandas. Como si faltaran flagelos, recrudecieron durante el mes de septiembre las operaciones de las Fuerzas Unidas de Autodefensa de Colombia, los paramilitares encabezados por Carlos Castaño, quienes han cobrado mayor autonomía y tratan de lograr un lugar propio en el escenario político, como parte beligerante que no acepta la negociación de paz. En el último mes esta organización ha realizado incontables ataques a campesinos y pobladores civiles supuestamente simpatizantes de la guerrilla, asesinando a centenares de personas. En una carta abierta dirigida al ministro de Defensa, Luis Ramírez, Castaño admite que recibe dinero de empresas privadas: «¿Por qué no deberían apoyarnos las compañías nacionales e internacionales cuando ven sus inversiones amenazadas por el terrorismo y la barbarie guerrillera? El apoyo del sector empresario es una urgente necesidad. O se defienden ellos mismos de nuestro enemigo nacional, o desaparecerán»(4).
Mientras tanto, la mesa de negociaciones tambalea. La espectacular fuga de un guerrillero de las FARC es uno de los dos episodios que inesperadamente pusieron al borde del fracaso definitivo las tratativas de paz. Durante un traslado aéreo desde Bogotá a Caquetá para ser juzgado, el miliciano Arnubio Ramos redujo a los tres guardianes que lo custodiaban, secuestró el avión, lo hizo descender en San Vicente del Caguán y se internó en la «zona de despeje», donde el gobierno tiene el compromiso de no emplear sus fuerzas. «Si las FARC no son capaces de entregar a Ramos, significa que no están dispuestas a meterse en una negociación de paz verdadera», es la declaración atribuída a Pastrana ante sus ministros el lunes 18 de septiembre(5). La respuesta que llegó tres días más tarde desde el alto mando de las FARC: «Si el presidente no pasa por encima de este incidente, menos va a haber proceso de paz, pues si no cede en esto menos lo va a hacer cuando lleguen los temas gruesos de la agenda»(6). En la reunión aludida del presidente con sus ministros, Pastrana debía tomar en sus manos otra brasa ardiendo: el Ejército de Liberación Nacional (ELN) había capturado 42 rehenes el día anterior en las cercanías de Cali. Esta operación, al parecer destinada a reunir fondos para el ELN, tuvo lugar en el preciso momento en que el gobierno cubría el último tramo en dirección a entablar también con esta organización negociaciones para poner fin a la guerra. No puede sorprender que en una población que demanda masivamente un tránsito urgente hacia la paz, sólo el 17% crea que Pastrana está haciendo bien las cosas en esa dirección.
Con todo, es previsible que las partes -con excepción de los paramilitares- actúen con la plasticidad necesaria para que la mesa de negociación continúe: Estados Unidos no puede defender políticamente su Plan Colombia si no va acompañado de negociaciones; Pastrana, las FARC y el ELN están obligados a responder a la opinión dominante en la población, que demanda paz. En el caso de las FARC, dan por seguro la intervención militar estadounidense y trabajan para continuar la guerra bajo las condiciones que tal presunción supone. El Estado Mayor que las combate piensa que esta organización ha montado una infraestructura de retaguardia en toda la región y lo mismo parecen creer los gobiernos del área, preocupados por el modus operandi que podría tomar esa estructura en condiciones de guerra sin cuartel. Por su lado, el Pentágono ha desembarcado ya en Colombia más de dos mil «asesores» militares. Hasta ahora, la propia táctica guerrillera de impedir todo posible argumento para el involucramiento directo de Estados Unidos en el combate los ha preservado. Pero es una ley de hierro que, en las nuevas circunstancias, estos hombres que asesoran a los mandos a todo nivel, conducen helicópteros, organizan la inteligencia, e incluso, según aseguran personalidades creíbles de Bogotá, alimentan y adiestran a los paramilitares, serán blanco del poder de fuego guerrillero. Y si hay algo que teme la Casa Blanca por su significado para la población estadounidense -que no olvida la guerra de Vietnam- es el arribo a sus aeropuertos de las tenebrosas bolsas de nylon negro con los restos de militares caídos en combate en el exterior.
En un doble sentido, los acontecimientos que sacudieron a Perú y Bolivia a partir del inicio del Plan Colombia, prefiguran un panorama que, mutatis mutandi, amenaza con prolongarse a cada país del hemisferio. Para frenar los desmanes políticos de Alberto Fujimori -incompatibles con un mecanismo institucional de gobierno y para colmo acompañados de gestos de autonomía- Washington apeló a lo que parece ser un nuevo recurso para controlar aliados: una denuncia que puso en evidencia la corrupción en puntos clave del gobierno, en este caso el ex oficial de ejército y jefe de los servicios de inteligencia peruano Vladimiro Montesinos. No obstante su antigua pertenencia a la CIA, llevado por una combinación de avidez financiera y juego político propio en la región -en el que también está involucrado Fujimori- poco antes del inicio del Plan Colombia Montesinos y los militares que lo acompañan facilitaron la compra y recepción por parte de las FARC de diez mil fusiles Kalashnikov. Sin otra alternativa, la Casa Blanca tomó el camino de la desestabilización de la fragilísima institucionalidad peruana, inaugurando una etapa que, incluso si arribara al poder Alejandro Toledo, el elegido de Washington, estará signada por el desequilibrio permanente.
Bolivia es el ejemplo complementario: el aparentemente exitoso objetivo de destruir las plantaciones de coca provocó, como no podía ser de otro modo, la sublevación de los campesinos que viven de su cultivo(7). Y el régimen constitucional del recordado dictador Hugo Banzer tambalea bajo el fuego cruzado de masivas movilizaciones populares, intrigas de sus aliados en el gobierno y maniobras de la embajada estadounidense por mantener el actual esquema de poder.
Cualquiera sea el desenlace inmediato de la crisis en estos dos países, al Departamento de Estado le queda por resolver el papel de sus ejércitos. La presunción de que el dilema se resolvería enviándolos a «Sudistán» es, cuando menos, ilusoria. Este dilema es más serio en relación con Argentina, que a su peso específico regional suma una ambivalencia sin definición a la vista: integrante del bloque formado recientemente en Brasilia y, por lo tanto, opuesta a cualquier forma de participación directa en el Plan Colombia, a la vez presta su territorio para las maniobras conjuntas: para marzo próximo hay otras previstas en la provincia de Misiones(8).
Pesadillas estadounidenses
¿Hasta dónde llevará Washington las presiones que pueden derivar en desestabilización política? Por lo pronto, de las visitas de la secretaria de Estado Madeleine Albright en agosto, del jefe del Comando Sur Peter Pace al culminar el operativo «Cabañas 2000» y del secretario adjunto del Departamento de Estado William Brownfield (quien entre otras actividades el martes 26 de septiembre dictó una conferencia sobre el Plan Colombia en el Consejo Argentino de Relaciones Internacionales), el gobierno estadounidense no ha logrado del argentino más que una media palabra para brindar «asistencia técnica», hipérbole que aludiría, según fuentes de la cancillería, al permiso para instalar en el Noreste una estación de vigilancia satelital, de hecho una base militar al estilo de lo que se intenta hacer en Esequibo y se ha hecho ya en otros puntos de Latinoamérica (ver pág. 6).
Aunque el cuadro descripto no es reductible a una sola causa, también en América Latina la conducta de Washington está dictada por los efectos de la suba del petróleo para los países del primer mundo, insoportables incluso en el corto plazo para economías bajo cuya discutible prosperidad no hay cimientos seguros. Cuando en la Unión Europea cunde el pánico por las derivaciones del encarecimiento del crudo y el gobierno estadounidense (obligado por la proximidad de las elecciones) recurre a la utilización de sus reservas estratégicas -un mecanismo sólo sostenible en el cortísimo plazo- para impedir el alza de los combustibles, es posible comprobar la significación de la línea de acción adoptada por el presidente venezolano Hugo Chávez antes incluso de tomar posesión de su cargo: la reactivación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP, ver pág. 12). Veinte meses después de aquellos primeros pasos, con un aumento superior al 400% de la materia prima a la que está ineludiblemente amarrada la tasa de ganancia media de los gigantes de la economía mundial, la aparentemente inconmovible marcha hacia arriba de la economía en los tres centros del poder planetario, y específicamente en Estados Unidos, se muestra en toda su vulnerabilidad. La otra cara de la misma medalla es la gravitación enorme de una voluntad política soberana, encarnada en el gobierno de un país de porte medio o incluso pequeño.
Desde el atalaya del planeta, observando la reunión de presidentes y ministros de energía que se desarrolló en Caracas en la última semana de septiembre, un analista inequívocamente alineado con la política estadounidense advertía que Chávez recibió a sus invitados (sólo faltaron, por razones de seguridad, los presidentes de Irak y Libia, Saddam Hussein y Mohammad Khadafi), asegurando que «esta reunión no es sólo sobre petróleo: (nuestros países deben discutir también acerca de) la pobreza, la desigualdad en el mundo, la deuda externa y la autonomía de las naciones»(9).
Entre las pesadillas de los estrategas estadounidenses, se repite una en la que semejantes temas son tomados como materia de discusión y acción política por los ignotos pobladores de «Sudistán».
- EFE, 11-09-00.
- Catholic Relief Services, Costa Rica,14-09-00.
- Dimitri Barreto, El Tiempo, Bogotá, 10-09-00.
- «Colombia Paramilitary Chief Says Businesses Back Him», Bogotá, Reuters, 06-09-00.
- Revista Cambio, Bogotá, 25-09-00.
- Id.
- Natalia Rodriguez, entrevista a Raúl Garajulic, ex embajador de Bolivia en España, El País, Madrid, 14-9-00. Garajulic advertía que «Hay que ayudar a Colombia para que lo haga (liquidar las plantaciones de coca), pero hay que ayudar a Bolivia porque lo hizo». Tal parece que no fue así…
- Clarín, Buenos Aires, 28-09-00.
- Larry Rohter, The New York Times, 27-09-00.