Turbulencias: una fuerza que mueve hacia la unión suramericana y otra que pugna por contrarrestarla. Entre ambas, discurre un momento histórico en el cual Estados Unidos promueve la guerra y Europa busca anestesiar y desviar a los pueblos latinoamericanos. En el segundo semestre de 2007 aparecieron con fuerza los efectos del contraataque estadounidense empeñado en recuperar su primacía. En próximo período se trata de recomponer un frente antimperialista regional con base en los gobiernos dispuestos y los movimientos sociales y políticos comprometidos con ese objetivo. La debacle en que terminó la cumbre iberoamericana repite el colapso del Alca y confirma el sentido general del movimiento en que marcha América Latina.
Rara vez el tiempo calendario traza una raya en el devenir de las naciones. Este caso es diferente: el escenario político latinoamericano-caribeño se asoma al noveno año del siglo XXI en medio de conmociones de todo orden y con sólo una previsión segura: tras un septenio de constante avance en detrimento del control estadounidense, el realineamiento de la región ha llegado a un cruce de caminos, del cual no saldrá indemne el sistema de acuerdos y alianzas entre los gobiernos del área.
A lo largo de 2007 se manifestaron francamente los dos factores contrarios a la dinámica de unión regional: las contradicciones de burguesías que en cada país buscan maximizar ganancias y la contraofensiva diseñada por el Departamento de Estado. Por la hendidura se coló un tercer actor agazapado: la Unión Europea. Entre esos tres vectores, varios personajes –algunos de ellos presidentes- deambulan en busca de autor.
El panorama luce así confuso e incierto. La burguesía brasileña, que fuera el principal factor objetivo en el comienzo de esta dinámica de convergencia, simbolizada en la primera reunión de presidentes suramericanos en el año 2000, se transformó en lo contrario llevada por la lógica irrefrenable de su necesidad de ganancia: los grandes grupos industrial-financieros de Brasil deglutieron empresas y bancos en Argentina, mientras con su conducta comercial depredadora bloquearon el desarrollo del Mercosur y llegaron a oponerse explícitamente al ingreso pleno de Venezuela a este bloque, contrariando sin disimularlo la voluntad política del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.
Aquella fuerza centrípeta que en cada país exigió a las clases dominantes medidas defensivas contra la arrolladora voracidad imperialista y en los últimos años transformó el mapa político regional, sigue por supuesto gravitando. Y con mucha fuerza. No obstante, al papel de Brasil se sumó la debilidad genética de las burguesías involucradas, su fragmentación interna creciente y la consecuente flaqueza ideológica de sus expresiones políticas. Esto facilitó el intento de contraataque programado desde la Casa Blanca, que desde fines de 2006 combinó coacción económica, anzuelos para ávidas oligarquías escuálidas, conspiraciones diplomáticas y planes de intervención militar indirecta y directa.
Ese conjunto se desencadenó en la segunda mitad de 2007 y abrió un paréntesis en la marcha que, con su último aliento, en febrero pasado, hizo que los presidentes –reunidos en la isla Margarita y a instancias de Hugo Chávez– fundaran la Unión de Naciones del Sur (Unasur). Pese al ímpetu inicial, el proyecto unionista quedó inmediatamente paralizado por la eclosión de conflictos cruzados.
En enero próximo Unasur debía reunirse en Cartagena, Colombia. La cita se pospuso para marzo, lo que equivale a decir que el conjunto de contradicciones del que depende el curso regional para los próximos años no puede ser siquiera abordado en estas circunstancias.
Escalada regresiva
Pocos días después de anunciar el descubrimiento costa afuera de grandes yacimientos petrolíferos, Petrobras anunció que desistía de construir el gasoducto del Sur, un proyecto que por su sola gravitación obraría como eje unificador de la región. El 40% de la petrolera brasileña está en manos privadas; y la mayor preocupación de su directorio parece ser la ocupación de espacios en la región e impedir la presencia de Pdvsa. Paralelamente, el descontrolado enfrentamiento entre los gobiernos de Argentina y Uruguay, a causa de la puesta en marcha de una planta finlandesa productora de pasta de papel, ahonda una peligrosa herida entre dos países históricamente unidos, plantea riesgos de impensable irracionalidad y corroe incluso el aspecto meramente comercial del Mercosur, bombardeado además por la oligarquía terrateniente-financiera brasileña, que desde el Senado –y acentuando su disputa con la burguesía industrial paulista– impide el ingreso pleno de Venezuela.
Es en este marco que Estados Unidos exigió y logró el corte abrupto de la mediación de Chávez por el canje humanitario entre el Palacio de Nariño y las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), cuando ésta se encaminaba ya hacia un desenlace exitoso. Más que a impedir el intercambio y liberación de prisioneros, la intención del Departamento de Estado apuntó con esto a romper el tácito pacto de no agresión y colaboración en materia de infraestructura entre los gobiernos de Colombia y Venezuela (ver xxxxxxxx). Cuando Uribe formalizó el pedido a Chávez para que encarara la mediación, en el mismo acto en el que se inauguraba un proyecto de gasoducto y con la presencia del presidente ecuatoriano Rafael Correa, menos tres meses atrás, pidió la incorporación de Colombia al Banco del Sur. De manera que con un solo tajo, esta crisis abre una grieta probablemente insanable entre ambos gobierno, bloquea la negociación para que Venezuela retorne a la Comunidad Andina de Naciones (CAN), obstaculiza la construcción de un gasoducto con destino a Panamá y probablemente clausura el ingreso de Colombia al Banco del Sur.
Son otras tantas victorias parciales del contraataque estadounidense para revertir su constante retroceso de ocho años y recuperar la iniciativa política en la región. Pero aun con toda su gravedad, la embestida no alcanza para lograr esos objetivos de la Casa Blanca. Prepara en cambio un terreno favorable al imperialismo para emplear el único instrumento en el que realmente confía: la desestabilización de los gobiernos de Chávez y Evo Morales, las provocaciones armadas en ambos países y, si la estratagema tuviera éxito, la detonación de guerras internas en Bolivia y Venezuela.
Eso, y nada menos, es la escalada contra Evo por parte de la oligarquía separatista de Oriente y la operación de alcance mundial que, con motivo del referendo en Venezuela, trata de crear una opinión pública internacional proclive a aceptar que hubo fraude el 2 de diciembre y justificar el inicio de operaciones militares contra el gobierno de Chávez.
El panorama no podría ser más claro: la contraparte de la unión suramericana es un derrotero de violencia y guerra.
Cumbre iberoamericana: anécdota y sustancia
Es en esta coyuntura crucial para América Latina que se hace presente el tertium datur, la diagonal pretendidamente perfecta entre el guerrerismo de Estados Unidos y los impulsos revolucionarios de ya cinco presidentes de la región: el imperialismo bueno de la Unión Europea, vehiculizado desde hace años por la denominada Cumbre iberoamericana.
Tergiversados por la prensa mundial, los episodios protagonizados por Juan Borbón y el súbdito José Rodríguez merecen ser conocidos en detalle, no por la anécdota, sino por el significado que encierran (Ver Escenario revelador). En un discurso fuera de agenda, el presidente español no hizo sino reivindicar, sin nombrarla, la fórmula denominada “neoliberalismo”. Ante presidentes suramericanos, en este momento histórico eso equivale a mentar la soga en casa del ahorcado. Tras la insólita pretensión de Rodríguez hay sin embargo una lógica consistente. El tal “neoliberalismo” no es sino el conjunto de medidas anticrisis del capitalismo para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia. Y puesto que lejos de ceder, ésta se acentúa, los representantes del gran capital deben inexorablemente tratar de imponer aquella odiosa política. Mientras Rodríguez descargaba su monserga en Santiago, en Wall Street no cesaban los indicios de un terremoto en el sistema monetario internacional.
La actuación conjunta y solidaria de Borbón y Rodríguez, a su vez, es la manifestación visible de una alianza estratégica que desde mediados de los 1980 gravita con mucho peso en América Latina: la que une a la socialdemocracia internacional y el Vaticano. El Psoe hoy conducido por Rodríguez fue en tiempos de Felipe González y con el patrocinio del Partido Socialdemócrata Alemán, la clave para que los pueblos de España admitieran la transición del franquismo a la monarquía. Desde el poder, esa función la cumplió el Opus Dei, como instrumento articulador del franquismo para entronizar a un Borbón, incluso birlándole la corona a quien le correspondía: el padre del monarca sin modales.
A partir de esa experiencia y tras un siglo de rechazo mutuo, en función de las necesidades del imperialismo europeo las cúpulas de la socialdemocracia y el Vaticano llegaron a acuerdos puntuales para llevar los procesos revolucionarios latinoamericanos hacia “la democracia”. Lo que consiguieron pacíficamente en España, lo lograron a hierro y sangre en Nicaragua, con una singular división del trabajo: el Vaticano sirvió de base operativa y respaldo espiritual a las tropas mercenarias de Estados Unidos y la socialdemocracia, enarbolando su condición de progresista, para limar las aristas revolucionarias de nuevas fuerzas políticas latinoamericanas en favor de una perspectiva supuestamente plural y democrática. Esa tenaza, fortalecida por el ingreso del Fsln (Frente Sandinista de Liberación Nacional) a la internacional socialdemócrata, abrió el camino para la victoria estadounidense contra la Revolución sandinista. Pocos años después, apuntalada también por el Vaticano, la socialdemocracia se apuntaría otro éxito, de inmensa envergadura y proyección: la incorporación a sus filas de la CUT (Central Única de Trabalhadores) y la cooptación del PT (Partido dos Trabalhadores).
Cuando Daniel Ortega desmenuzó ante sus pares iberoamericanos las iniquidades cometidas por las transnacionales españolas en su país, estaba mostrándole a América Latina el tremendo error de tomar el camino propuesto por la alianza clerical-socialdemócrata. Las resonantes victorias obtenidas durante un cuarto de siglo por ese matrimonio contra natura, sobre las que apoyaba Rodríguez su golpe de mano, se desmoronaban en ese instante. Rodríguez defendiendo a Aznar y Borbón huyendo humillado ante la denuncia de Ortega fueron la representación plástica de la inviabilidad, en esta coyuntura, de la fórmula exitosa dos décadas atrás. Lula, Tabaré Vázquez y Néstor Kirchner, por intuición certera o mera casualidad, se habían retirado antes del inesperado final de la cumbre y no se vieron frente a la opción imposible de pronunciarse o callar.
Realineamientos
A contramano de esa dinámica desagregadora, cuatro países relativamente pequeños, acompañados por otros dos, recorrieron el camino inverso. Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, seguidos de cerca por Ecuador y Haití, ensayaron una forma conceptual y prácticamente diferente de unión, denominada Alba. La Alternativa Bolivariana para las Américas estableció como punto de llegada una confederación de repúblicas, y como criterio para marchar el rechazo al relacionamiento a partir de la búsqueda de ganancias comerciales. El espíritu mercantil que luego de impulsarla frenó la dinámica integradora del Mercosur, fue desechado por el Alba y a la búsqueda de ejes de complementariedad científica, tecnológica y productiva, se sumaron objetivos específicos tales como la guerra sin cuartel al analfabetismo y la atención sanitaria masiva y gratuita para millones de desposeídos de esos y otros países de la región.
Mientras tanto, los gobiernos de Colombia y Perú se alinearon indisimuladamente tras la voluntad de Washington, al tiempo que Brasil y Argentina, las dos mayores economías de la región, escoltadas desde diferentes ángulos por Chile, Uruguay y Paraguay, quedaron envueltos en la inercia hacia la diagonal propuesta por la alianza socialdemocracia-vaticano.
Observado desde esta óptica, el resultado de la cumbre en Santiago adquiere una neta significación: es improbable que la Unión Europea recupere la primacía con la que pareció contar el gobierno español al comportarse como si el imperio no hubiese sido derrotado y expulsado de estas tierras hace 200 años. Desde luego, hay espacio para la confusión del rey y su vasallo: dueños del petróleo, las telecomunicaciones, buena parte de la banca, la minería y otros rubros, las transnacionales españolas juegan en varios países suramericanos un papel análogo al de Fernando VII dos siglos atrás: bajo la apariencia de gobiernos independientes, las riquezas de la región vuelven recorrer el camino hacia Madrid, en franca competencia incluso con las exigencias de Washington.
Ocurre que esa situación de dependencia, técnicamente denominada neocolonial, amarra las manos de los gobiernos a ella sometida e impide que, en momentos en que se avista el fin de la bonanza coyuntural del último quinquenio –siempre sobre la base de exportar materias primas y ahondar el atraso relativo frente a las metrópolis– resulte posible proyectar, incluso para el corto y mediano plazos, una política capaz de responder a las acuciantes necesidades y exigencias de los pueblos. De tal manera, en particular Brasilia y Buenos Aires no podrán, sea cual sea la voluntad de sus gobiernos, encaminarse simplemente en dirección a Bruselas vía Madrid y abandonar la perspectiva de unión suramericana. El altanero discurso de Rodríguez en Santiago indica, sin espacio para la duda, el contenido de la propuesta europea: consolidar el predominio del capital extranjero, darle “seguridad jurídica” al actual statu quo y garantizar la “cohesión social” para congelar el cuadro de situación que, durante los últimos años, ha dado lugar a la confusión del rey, al punto de hacerle creer que, como en el de Carlos V, en su imperio no se pone el sol.
El caso argentino es seguramente el de mayor fragilidad: aceptar que es imposible reestatizar Repsol y Telefónica, o poder en caja al Bbva –como exigió sin vueltas Rodríguez- equivale a resignar los instrumentos básicos para sacar al país de una situación en la que nuevamente aparecen nubarrones cargados de tormenta en el horizonte. En ese cuadro, sea cual sea la voluntad subjetiva del gobierno, un camino de llana subordinación a la socialdemocracia y de oposición a Caracas y el conjunto de países del Alba llevaría a corto plazo a la ingobernabilidad.
Para Chile y Uruguay, aceptar el alineamiento incondicional que piden Washington de su lado y Madrid por el suyo, equivale a una segura crisis de los partidos socialdemócratas que en ambos países articulan las coaliciones gobernantes: el próximo Congreso del Frente Amplio uruguayo y las turbulencias internas del PS chileno –interpretadas por observadores atentos como el prólogo a una importante fractura– lo cual en el marco social de ambos países llevaría rápidamente a una crisis de gobernabilidad (todo lo contrario, subráyese, de la “cohesión social” esgrimida por la UE y sus acólitos como estrategia política).
Paraguay, incluso con prescindencia de lo que enuncie su actual presidente, está ya en camino de la construcción de una fuerza política alternativa que, en caso de no vencer en las elecciones de abril próximo, presumiblemente dará lugar a una fuerza política que pondrá fin a 70 años de unicato Colorado.
En cuanto a Brasil, donde el avance de su burguesía corre a la par con el empobrecimiento exponencial de sectores largamente mayoritarios de la población, el PT afronta una coyuntura singular: un eventual intento de reelección de Lula –hoy impedido por la Constitución– requeriría una fuerte apelación a las masas obreras y campesinas, incompatible con la ruptura de la dinámica suramericana y el aumento de la brecha entre ricos y pobres. La otra opción ya está planteada: una coalición de corrientes internas del PT, a la izquierda de la actual conducción, ha elegido ya su candidato presidencial, José Eduardo Cardozo, y reivindica una estrategia más cercana al programa original del partido. Como quiera que el peso de la burguesía brasileña (y la infinita capacidad negociadora de la cultura política en ese país) puede llevar a una reiteración de la experiencia Lula, por todo un período es descartable que Brasil sencillamente rompa con la simbólica Unasur y la muy concreta relación económica y política con Venezuela.
El acta que dará nacimiento al Banco del Sur el 9 de diciembre en Buenos Aires, es apenas un indicio del juego de contradicciones que regirá el rumbo de Suramérica.
Lo que vendrá
Es por esta porfiada tendencia predominante que Estados Unidos sólo puede confiar en la guerra. El riesgo mayor está precisamente ahora en Bolivia y Venezuela, donde Washington tiene todo emplazado para desatar operaciones militares en busca de la fractura de estos países y la detonación de una conflagración bélica de largo plazo.
A poco que los gobernantes del área tengan un mínimo de lucidez política, comprenderán que tal eventualidad rompería la estabilidad en toda la región, instalaría la ingobernabilidad general e inauguraría una situación revolucionaria de Panamá a Tierra del Fuego.
Tales condicionamientos gravitan más que la voluntad de un gobernante. El dilema, para la mayoría de ellos, es que su necesidad de paz, incluso desde la óptica más mezquina, el crecimiento económico y la gobernabilidad, implican una política exactamente inversa a la que exigen los centros imperiales, la adopción de medidas económicas que tiendan a recuperar la propiedad, el control y usufructo de las riquezas naturales, la búsqueda de la fuerza en la unidad.
Entre estos parámetros discurrirá el futuro inmediato. No es improbable que esa fantochada bianual denominada cumbre iberoamericana desaparezca, en simetría con la volatilización del Alca. Como sea, la debilidad e inconsistencia de los gobiernos que por omisión o aquiescencia fueron a Santiago a programar la cohesión social, requiere que la audaz marcha del Alba sea complementada sin demora por el accionar de fuerzas políticas y sociales que, aunadas a escala latinoamericano-caribeña, cumplan en los restantes países las tareas históricas frente a las cuales retroceden aquellos gobernantes.