Cinco comicios en cinco semanas completan un año en el cual las relaciones de fuerza se expresaron a través de una inusual cantidad de elecciones en el hemisferio. Desde la reelección de Lula en el momento en que se redactan estas líneas, el 29 de octubre, hasta la segura victoria de Hugo Chávez el próximo 3 de diciembre, se suceden la elección presidencial en Nicaragua, el 5 de noviembre, las legislativas en Estados Unidos dos días después y la segunda vuelta en Ecuador, el 26.
En un sentido el panorama es incierto para dos de los cuatro comicios pendientes: Daniel Ortega tiene la mayoría en Nicaragua, aunque la descarada intervención de Washington a través de su embajador, chantajeando a la sociedad con el retiro de la supuesta ayuda económica al devastado país centroamericano, podría torcer el resultado. En Estados Unidos los sondeos aseguran que el Partido Republicano, arrastrado por el rechazo creciente de la población a la administración de George W. Bush, perderá la mayoría legislativa. Y en Ecuador está por verse si el conjunto de fuerzas antimperialistas logra impedir que el hombre del gran capital, Álvaro Novoa, se imponga a Rafael Correa. Nadie duda sobre el resultado en Venezuela.
Replanteo estratégico
Más allá de los resultados, sin embargo, está en cuestión otro factor que sobresale al cabo de la sucesión de elecciones en 2006: qué y hasta qué punto eligen quienes votan.
Con la victoria de Hugo Chávez en 1998 se revalidó la posibilidad de afrontar cambios profundos por vía electoral. En el quinquenio siguiente la idea se afirmó, dejando a la vista una significativa transformación del mapa político suramericano. Pero un factor crucial se cruzó en el camino: en abril de 2002 Bush desechó una estrategia pergeñada por Zbigniew Brzezinsky desde el Departamento de Estado a fines de los años ’70, según la cual Estados Unidos se mostraba al mundo como abanderado de la democracia y los derechos humanos, e involucró abiertamente a la Casa Blanca en un golpe de Estado de inequívoca filiación fascista.
El manotazo falló, como se sabe. Pero la verdadera derrota estratégica de Washington en aquella oportunidad fue que abandonó una bandera de la cual había extraído cuantiosos beneficios: su hipócrita defensa de la democracia. No podría exagerarse la trascendencia de esa mudanza, que dejó ante el mundo al imperialismo estadounidense como promotor de la violencia golpista y a Chávez como defensor de la democracia.
En el período posterior este vuelco estratégico no volvió a manifestarse bajo la forma de un golpe de Estado. Pero se repitió una y otra vez en dos recursos sucedáneos: desestabilización y fraude comicial.
No hay modo de negarlo: hubo fraude en las elecciones en Perú, en México y ahora en Ecuador. En cada caso, tras los testaferros locales, estuvo la mano de Washington. Más aún: en los casos donde no se recurrió al fraude descarado ¿qué opciones tuvieron electores y candidatos? Aquéllos, escoger entre dos figuras predominantes en los medios de difusión; éstos, hacer todas las concesiones necesarias para lograr un lugar en esos medios. Los casos de transfiguración súbita de más de un candidato, o de corrupción extrema en sus aparatos políticos, son indisociables de aquella necesidad que iguala campaña electoral con sumas multimillonarias y subordinación a las reglas impuestas por los medios.
De modo que por vía del fraude o la corrupción intrínseca del sistema, las elecciones de 2006 dejan un saldo de inexorables consecuencias: victorias de opciones antimperialistas allí donde Washington no pudo neutralizarlas (Bolivia y Venezuela), frustración de las mayorías allí donde la plasticidad de los candidatos llevó a relegar programas originales (Brasil), descreimiento en las masas –y sobre todo en las juventudes- allí donde se apeló al fraude sin tapujos.
La bandera de la democracia
El corolario es claro: donde pierde Estados Unidos apela a la desestabilización; y para no perder niega redondamente la democracia.
A un año de su estrepitosa derrota en la cumbre de las Américas, en Mar del Plata, los esfuerzos de la Casa Blanca por recuperar el terreno perdido tienen diferente resultado según cada país, pero una constante como línea estratégica: la contraofensiva en curso no está planteada en los marcos del sistema que formalmente defiende Estados Unidos: la democracia capitalista.
No es por acaso que el congreso estadounidense, casi sin oposición, votó una ley ignominiosa que retrotrae al mundo al medioevo al autorizar las detenciones sin juicio y la utilización de la tortura. Es la forma en que se traduce una política interna e internacional dictada por la realidad económica del centro imperialista, resumida en un dato: para sostenerse, el Tesoro estadounidense se endeuda a un ritmo de 3000 millones de dólares diarios.
A la inversa de lo ocurrido en la última coyuntura de crisis grave del capitalismo mundial, un cuarto de siglo atrás -culminado paradojalmente con el derrumbe de la Unión Soviética- en esta nueva instancia crucial Estados Unidos no tiene ni podrá ya tener en su arsenal estratégico la bandera de la democracia. Falta que al otro lado del precipicio que separa al imperialismo de quienes lo resisten, se asuma el inseparable entrelazamiento de democracia y revolución.