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réplica al general balza

Una clase sometida y corrupta no puede edificar un país justo

porLBenCR

 

 

Todo está por hacerse en Argentina al filo del tercer milenio. El dilema es quién lo hará.

Para el sentido común hay una respuesta complaciente: «lo haremos entre todos». Es tan atractiva la apelación, que hasta un grupo que se consideraba de izquierda y luego arrojó a sus militantes a una operación armada irresponsable, la adoptó como lema y tituló así su periódico. El general Martín Balza, en su autocrítica del 25 de abril, apela también a ese concepto en un supremo intento por sentar nuevas bases filosóficas y políticas para reconstruir las fuerzas armadas.

Tras admitir, por primera vez, los aberrantes crímenes cometidos por el ejército, Balza explica que «del enfrentamiento entre argentinos somos casi todos culpables, por acción u omisión, por ausencia o por exceso, por anuencia o por consejo». Luego lleva la idea a otro plano, inhabitual en hombres de cuartel, y por eso mismo demostrativo del grado de elaboración que tuvo la posición: «La culpa en el fondo está en el inconsciente colectivo de la Nación toda». Después viene el remate: «este paso no tiene más pretensión que iniciar un largo camino, es apenas un aporte menor de una obra que sólo puede ser construida entre todos, Una obra que algún día culmine con la reconciliación entre los argentinos».

Que el disparo dé o no en el blanco es algo que está por verse. Depende del resultado del combate ideológico y político en curso en el conjunto de la sociedad. Pero no hay duda que el arma está bien apuntada.

La respuesta entre todos, corona las reflexiones del hombre común o de cualquier comentarista ante el desolador paisaje que golpea los ojos, sea donde sea que se ponga la mirada, al indagar el futuro.

Es tan obvio que el actual estado de cosas no puede prolongarse indefinidamente, tan evidente que las iniquidades de todo orden sufridas hoy no pueden, en ninguna hipótesis, dar lugar a forma alguna de estabilidad ni ser soportadas pasivamente por sus víctimas, que incluso el pensamiento menos audaz vuela a la búsqueda de una solución y, llevado por la angustia y la impotencia, se refugia en una noción tan inmediata como la certeza del desastre inminente: entre todos.

Hay casos menos transparentes. No son pocos los personajes, más o menos destacados, que saben sin lugar a dudas el fraude que esconde esa convocatoria a todos. Deliberadamente recurren a esa respuesta fácil para evitar que la verdad salte a la vista. Es un arma más en el arsenal de las clases dominantes para manipular los sentimientos, las esperanzas y temores de las masas.

Importa, desde luego, denunciar y exponer a tanto periodista, showman, político, intelectual, militar o sindicalista que, consciente de la trampa que propone, culmina sus divagaciones sobre la realidad o funda su propuesta política con un llamado a unirnos todos.

Sin embargo, más importante que esa labor de denuncia es entender -y obrar en consecuencia- que poco menos de la totalidad de los habitantes del país, abrumados por la crisis, indignados por las atrocidades cometidas por los militares, ansiosos de una solución urgente y efectiva al drama de la miseria creciente que acosa, también, a una mayoría abrumadora de los habitantes del país, esa masa humana constituida por diferentes clases y estratos sociales está, a priori, dispuesta a admitir que cualquier solución imaginable se apoya en la unidad de todos los argentinos.

Esto se explica por múltiples factores que pesan a escala mundial en este momento, pero muy particularmente radican en la historia reciente de este país y la conformación de la conciencia de la clase obrera a que ella dio lugar. Una noción tan elemental como la división de la sociedad en clases antagónicas ha sido encubierta y confundida por la conciliación entre esas clases.

Pocos reparan que el escudo argentino es un símbolo contrario al escudo del partido justicialista. Aquél, muestra la representación de la república sostenida por dos brazos desde abajo. Este, con absoluto descaro, presenta un brazo desde abajo, como el escudo original, que entrelaza el puño con otro brazo que viene de arriba. He allí la noción básica, profundamente arraigada en la conciencia de nuestra clase obrera, de que los objetivos de las grandes mayorías, la realización de una sociedad justa, se alcanzarán mediante la conciliación de clases.

La República Argentina nació y se fundó como país en lucha contra el imperio español, en un período histórico en que la burguesía era revolucionaria: luchaba contra el feudalismo y la monarquía. Los de abajo (campesinos, artesanos, trabajadores y burgueses) se unían, para empujar la historia hacia adelante, contra los de arriba.

A mediados de este siglo, sin embargo, en todo el mundo la burguesía había mostrado sobradamente que aquel papel que le cupo en la historia del desarrollo humano, estaba superado. Las masas sentían en carne viva, en todo el mundo, que el sistema capitalista era incluso más reaccionario que en su momento el feudalismo para el desarrollo de la humanidad. Para hacer irrefutable esa conclusión palpable a simple vista, dos guerras mundiales habían ocurrido como resultado de la lucha entre diferentes burguesías nacionales por obtener mercados.

Es en ese momento histórico, cuando la burguesía tambalea en todo el mundo tras haber mostrado los horrores a los que necesariamente lleva el sistema capitalista, que en Argentina un equipo militar, asistido por teóricos ultrareaccionarios y respaldado por la iglesia y algunos sectores de la burguesía local, diseña un símbolo contrapuesto al escudo nacional: un brazo tendido desde arriba viene a asir el puño de los de abajo.

¡Cuánta sangre generosa vertida bajo esa estafa histórica! ¡Cuánta pasión revolucionaria manipulada por el enemigo de clase! ¡Cuánta esperanza, cuántos sacrificios, frustrados por no negarse a beber de esa copa envenenada!

La función histórica que le cupo al peronismo fue la de evitar la concientización y organización independientes de la clase obrera, que es tanto como decir evitar la concreción de las bases para la revolución socialista.

Por eso no hay contradicción en el hecho de sea un gobierno peronista el que, no contento con enajenar las riquezas y la soberanía nacionales, entrega la Orden de Mayo, máxima distinción instituida por San Martín, a gerentes del imperialismo como Nicholas Brady, David Mulford o Jacques de Larossier.

Importa subrayar esto ahora y frente al discurso de Balza, porque ese papel histórico del peronismo nada tiene que ver con la intencionalidad de millones de personas, incluso miles de dirigentes, que le dieron vida a esa respuesta política en un momento crucial de la historia argentina.

Así como en 1945 la necesidad del capitalismo local e internacional exigía ese discurso populista y pseudonacionalista, hoy los requerimientos del sistema imponen la necesidad del discurso pseudodemocrático. Y está planteado el riesgo, trascendendental por sus gravísimas implicancias, de que la estafa ideológica gane una vez más la conciencia y la voluntad de buena parte de la juventud y no pocos intelectuales, de dirigentes sociales y políticos que, llevados por sinceros sentimientos de defensa de la democracia y reconstrucción del país, se dejan arrastrar por la engañosa convocatoria a la reconciliación y la unión nacional.

Otra vez en una encrucijada histórica, la clase obrera, los jóvenes, el país todo, deben optar entre dos caminos. Uno es el que le propone la burguesía. El otro, no tiene trazado visible, no tiene dirigentes reconocidos, no tiene voces audibles por sobre el estrépito del caos nacional.

Este, sin duda, es un problema grave. Pero es una dificultad menor frente a la confusión ideológica no ya de las masas, sino de los dirigentes naturales de las luchas sociales que se multiplican en todo el país y, más aún, de quienes se consideran dirigentes de izquierda.

 

La naturaleza del debate

Hay dos debates en curso. Uno consiste en definir el país que queremos: ¿será aquél con una tasa normal de desocupación, como dicen los economistas que critican la política actual?; ¿será un país con mejores salarios y jubilaciones?; ¿será un país con gobernantes que no hagan una virtud de la sumisión a los gerentes del Norte?… ¿o será un país sin desocupados, sin asalariados, es decir, sin personas que venden su fuerza de trabajo a quienes poseen los medios de producción y lucran con la desventura humana; un país sin cadenas que lo amarren al capital financiero internacional?

En otras palabras: el que trataremos de edificar sobre estas ruinas ¿será un país capitalista o una sociedad socialista?

No corresponde descalificar individualmente a quien se pronuncie por la primera opción. Así como hay personas que esgrimen discursos hiper-radicalizados pero en todo ajenas a la idea y la práctica de la revolución social, existen no pocas personas sinceras, dotadas de sentimientos humanitarios y honestas intenciones de redención social, que creen que a esos fines se llegará por la vía de reformar, corregir y perfeccionar al sistema capitalista.

Por eso la otra cara del debate histórico que tenemos por delante es en torno a la posibilidad o imposibilidad de construir un país justo, armónico, democrático, como el que describe Balza en su discurso.

En otras palabras: al margen de la definición ideológica (aspirar a una sociedad capitalista con rostro humano o proponer un sistema socialista), y sin poner a priori en tela de juicio las condiciones morales de quienes proponen suturar las heridas aún sangrantes, es necesario pronunciarse con argumentos fundados en torno a la posibilidad concreta, la viabilidad histórica, de un sistema social que se proponga terminar con las intolerables desigualdades sociales que están en la base de luchas que, a su vez, dan lugar a conductas aberrantes como las denunciadas por el general Balza.

Una política seria, una estrategia fundada, que se propone la toma del poder y la edificación de una sociedad a la medida del hombre, no apela a calificativos morales frente al enemigo. Y tampoco se enreda en consideraciones de ese orden cuando se trata de delimitar posiciones frente a quienes, al menos en las palabras, se ubican del lado de los explotados en la infranqueable frontera de clases.

Hay enemigos dignos. Y existen personas que, bajo el estandarte de la revolución, han cometido y cometen indignidades imperdonables.

Por eso, una posición a favor o en contra del discurso en el cual el general Martín Balza confesó los crímenes del ejército, los condenó sin atenuantes y planteó una plataforma moral y política diferente para las fuerzas armadas de ahora en más, carece de todo fundamento y perspectiva si se limita a creer o no en la sinceridad del jefe militar, si se reduce a juzgar subjetivamente sus intenciones y las de sus pares.

La autocrítica del titular del ejército es muy profunda. Resultaría gravoso no tomarla en serio, condenarla o aplaudirla midiéndola apenas con la vara de la actitud frente a los derechos humanos o el régimen constitucional.

Condenar a los militares por haber cometido crímenes aberrantes, es un gesto vacío si se separa la conducta de estos hombres de la causa que la puso en movimiento. Esto vale para la derecha, desde luego; para tanto oportunista que guardó en un baúl, con candado, su traje de demócrata, mientras otros hacían el trabajo sucio, para exhibir ahora su horror moral, despreciar a los ejecutores del crimen y volver a calzarse el atuendo apolillado. Pero vale también para cierta izquierda.

La condena moral no ya a un comandante, sino al sargento del ejército que arrojó prisioneros vivos al mar, es un derecho inapelable que tiene cualquier persona, víctima directa o no de la represión durante la dictadura militar. Pero para que esa condena no sea un acto que se agota en sí mismo y por lo tanto vacío de todo contenido respecto de la sociedad futura que se propone -más aún cuando se defiende que ésta sea capitalista- debe buscar las causas de una conducta individual tan despiadada.

No faltará, desde luego, quien aluda a la maldad intrínseca del ser humano. O quien culpe al demonio. El papa acaba de explicar las guerras, precisamente, como obra de Lucifer. Aquí también se entremezclan la ignorancia y el cinismo lúcido, que al cabo no es sino una forma refinada y perversa de la ignorancia.

Pero quien intente aproximarse a la verdad y rechace por definición la mentira organizada -organizada justamente para alentar y manipular la ignorancia- no puede dejar de ver que ese sargento es, además de victimario, víctima. Mutatis mutandi, lo mismo vale para un oficial.

La función hace al órgano. No cabe duda que esos individuos puestos en situación de poderío absoluto frente a hombres y mujeres indefensos, se transformaron en seres a los cuales calificar como animales sería un insulto incluso para las especies más primarias. ¿Pero dónde radica la necesidad de esa función?

La función represiva no es una anomalía del sistema. Por el contrario, es un valor intrínseco, una necesidad estructural de la sociedad dividida en clases.

Condenar sin atenuantes a los torturadores y a sus jefes es, desde luego, condición primera. Y condenarlos de verdad; con la pena máxima: el desprecio imborrable de la sociedad; con la pena ineludible: el juicio público y la cárcel; y con la pena que será o no necesaria según las circunstancias: el fusilamiento por la espalda.

Pero condenar a los asesinos y reivindicar -o ser neutro- ante la causa que armó su brazo, les entregó la suma del poder y luego los sepulta como individuos, a la vez que los rescata como institución, es no sólo un acto de candidez o cinismo (y cada uno elige aquí a quién coloca éste o aquél calificativo), sino sobre todo un paso hacia la repetición perpetua del crimen que se vitupera.

Es contrario al conocimiento elemental del ser humano suponer que entre quienes recibieron como un bálsamo la autocrítica del ejército, incluso en las filas de las fuerzas armadas, no hay hombres y mujeres asqueados, desmoralizados y desorientados por la revelación pública y el reconocimiento individual de lo que han hecho ellos mismos o las personas con las que conviven, los jefes a quienes obedecen, las instituciones dentro de las cuales transcurren sus vidas.

Pero la condición para poder entablar un diálogo con ellos es afirmar, sin vacilación ni lugar a confusiones, que los inenarrables crímenes cometidos por las fuerzas armadas de Argentina contra todo un pueblo no resultan de la maldad o el error de nadie como individuo, sino de una necesidad inapelable de los fundamentos mismos sobre los que se sostiene esta sociedad.

Quienes elaboraron la posición expuesta por el jefe del ejército, saben eso. Pero invierten su sentido y lo transforman en poderoso argumento para diluir y encubrir la responsabilidad: «la culpa en el fondo está en el inconsciente colectivo de la Nación toda».

Es un argumento poderoso porque se basa en una parte de la verdad. La idea de que durante la dictadura se degradó, se negó como ser humano sólo aquel que torturó o asesinó, es mucho más que un error. Más aún: es falsa la idea de que los ciudadanos, militares o no, se degradan únicamente cuando gobierna una dictadura.

Un ejemplo: no son pocos los periodistas que para mantener su trabajo -y no sólo en tiempos de gobiernos militares!- deben escribir cosas en las que no creen, mentir a sabiendas, ocultar lo que conocen. Y si bien hay quienes en ese juego alzan vuelo y se muestran satisfechos precisamente por su degradación, son muchos más los que, con total conciencia o en la bruma de conflictos inconfesados, sienten que han sido triturados por un mecanismo que los excede.

Los ejemplos podrían multiplicarse: ¿qué decir del obrero metalúrgico que desarrolla su labor en una fábrica de armas?; o del físico atómico que diseña un misil con carga nuclear?; o del economista que acepta la orden de su empresa de hallar la forma de extraer más plusvalía absoluta y relativa al obrero?; o del abogado que cobra por aplicar leyes y principios a los que sabe inícuos….?

Llevado al límite: ¿qué diferencia hay entre un periodista, un obrero, un profesional sometidos a normas, prácticas y principios que contradicen la verdad y los sentimientos más puros del ser humano, y ese sargento que, ordenado por sus jefes y legitimada su acción por las jerarquías de todas las instituciones, subió al avión y empujó un cuerpo vivo al mar? ¿Lo denunció el periodista? ¿fue a la huelga el obrero para frenar la masacre?, ¿renunció el profesional a sus privilegios para salir a la calle a decir que eso era inaceptable?

¿Era verdad que no sabía? ¿O lo sabía, casi con la misma crudeza que el suboficial que vigilaba un campo de concentración o el teniente que lo comandaba, y por razones que hoy no puede explicarse -ni aceptar en caso de vislumbrarlas- se mantuvo pasivo?

Hechas por un defensor de la sociedad capitalista estas preguntas tienen un impacto letal precisamente porque se apoyan en una base real. A partir de esa realidad, consciente o no pero palpable en el conjunto social, los ideólogos del sistema elaboran un sofisma que golpea duro sobre los individuos: todos somos culpables. Es la plataforma sólida, aunque invisible, sobre la que se afirma el otro sofisma: a esto lo arreglamos entre todos.

No obstante, desde la óptica contraria el argumento es aún más poderoso, a condición de atreverse a usarlo como brújula estratégica y como arma de combate permanente, cotidiano, en todos los ámbitos, en todo momento y lugar: el ser humano, con prescindencia de su pertenencia de clase, se degrada necesariamente en el sistema capitalista. Por hambre o por hartazgo; por superexplotación o por falta de trabajo; por la riqueza extrema o la pobreza abyecta, torturado o torturando. Claro que unos son víctimas y otros victimarios en un momento dado. Pero nadie escapa a la fuerza destructiva de un sistema que cosifica al hombre precisamente porque tiene al lucro como valor supremo.

Desde luego es censurable que un individuo no tenga el coraje y la entereza para ser consecuente con sus sentimientos (otra vez el militar ante la exigencia de torturar y asesinar o el periodista ante la exigencia de callar y mentir) y pagar por ello el precio que sea necesario, aunque éste sea el precio aparentemente mínimo de perder el trabajo o cambiar de profesión, perder la seguridad y tranquilidad. Pero explicar el fenómeno social por la conducta del individuo es una tramoya, que además de poner la piedra fundamental para la manipulación de la conciencia colectiva, intenta desdibujar el peso demoledor que sobre la conducta individual tiene la brutalidad extrema del terrorismo capitalista, a la vez que trata de encubrir un hecho decisivo: en todos los ámbitos, día por día durante años terribles, hubo personas que jugaron no su puesto de trabajo, sino su vida. Hubo decenas de miles de desaparecidos y millones que, de una u otra forma, resistieron, recorrieron paso a paso el camino que llevó a la derrota de la dictadura.

¿Cómo es posible olvidar hoy las tomas de fábricas y huelgas en Córdoba y la zona Norte del Gran Buenos Aires a fines de 1977, o la osadía de artistas y público durante la embestida de Teatro Abierto, para poner apenas dos ejemplos socialmente polares?

Justamente uno de los crímenes conceptuales más graves de cierta izquierda es sostener que la dictadura no cayó por la resistencia de las masas. Innumerables huelgas, anónimos actos de heroísmo cotidiano multiplicados por millones, en todos los ámbitos, fueron los que minaron el terreno sobre el que se sostenía el régimen represivo y acabaron haciendo algo mucho más trascendental que derrocar a un gobierno: resquebrajaron las columnas de todas las instituciones que sostienen al sistema, como ahora se ve con nitidez: partidos, iglesia, fuerzas armadas.

La misma interpretación que culpa a individuos por los desmanes represivos de la dictadura explica la guerra de Malvinas como resultado de la afición de un general por el alcohol. Las clases dominantes y sus ideólogos utilizan sabiamente la imperdonable superficialidad de quienes tergiversan de esta manera la realidad. Esa desgraciada combinación ha permitido ocultar que la causa de fondo de aquel salto al vacío de los jefes militares fue precisamente una resistencia que los había puesto al borde del abismo. Quienes se rindieron ante los imperialistas británicos, traicionando incluso a muchos hombres de sus filas que lucharon con coraje y ansias de victoria frente al enemigo real, prefirieron esa conducta ignominiosa a la posibilidad de tener que ceder ante la movilización de masas.

La historia desde entonces en adelante no se explica sin el saldo concreto, la derrota militar del país -no de las fuerzas armadas- ante el imperialismo.

¿Cómo es posible que personas serias minimicen el hecho de que la guerra planteaba objetivamente la necesidad de expropiar a los ingleses y sus aliados; que esa era una condición de cualquier estrategia seria de victoria y estaba ante los ojos de cualquier oficial mínimamente lúcido? ¿Cómo es posible que gente seria y culta no entienda que ésa era la verdadera guerra y que la guerra misma no se explica sin la resistencia de masas que la hizo necesaria como recurso desesperado? ¿Cómo es posible que gente seria, culta y responsable, se niegue a entender el significado profundo del respaldo masivo de la población a la lucha contra el imperialismo? ¿Cómo es posible que personas insospechables se nieguen a entender el papel de la iglesia y el papa en las negociaciones?.

La conducta contradictoria y confusa por parte de individuos, instituciones y partidos comprometidos con la verdad, con la democracia y los derechos humanos, se explica únicamente por la magnitud excepcional de la crisis y el carácter extremo de las opciones en juego.

No requiere explicación el rechazo visceral a la guerra. Es obvio el desprecio y la condena a aquellos que enviaron soldados de 18 años a la muerte y la locura. Es más que comprensible el repudio a esa aventura que culminó con un espectáculo que perdurará imborrable en la historia: los jefes traidores tratando de ocultar a los ojos del pueblo el regreso de nuestros soldados vencidos.

Pero lo que sí requiere reflexión y debate es qué hacer ante una crisis que propone, una y otra vez, sólo alternativas extremas.

Es preciso admitir ahora que fue un ensueño, una ilusión sin fundamento, la explosión de alegría y esperanza que inundó al país en 1983, cuando asumió el más democrático y progresista de los presidentes de la historia argentina. El mismo que después de imponer las leyes de obediencia debida y punto final terminó su gobierno bajo estado de sitio; el mismo que quitó al salario la mitad de su valor; el que pagó 16 mil millones de dólares de una deuda que en el mismo período pasó de 45 a 63 mil millones; el que renunció en medio de una inflación sideral, de una desesperación colectiva que llevó al respaldo de un personaje impensable como presidente poco tiempo antes.

¿Cuántos recién nacidos murieron innecesaria e injustamente desde entonces? ¿Cuántos chicos fueron arrojados a la calle, es decir, a un futuro de violencia, delincuencia y muerte? ¿Cuántas personas sufren injusta pero también innecesariamente el desempleo, la humillación, la falta de vivienda, el hambre?

Esto, no la paz y la armonía, el desarrollo y el bienestar, es la contrapartida de aquello.

Y falta mucho por ver todavía.

Las ilusiones sin fundamentos se basan en la incomprensión de la realidad, la cual a su vez no puede desprenderse del pasado. La guerra de Malvinas, una instancia decisiva de ese pasado, no sólo no es objeto de estudio y debate sino que es conscientemente ocultada y tergiversada por unos e inconscientemente negada por otros.

Y esto está cargado de consecuencias inmediatas. Porque fue la agudeza extrema del conflicto social y las contradicciones económicas subyacentes lo que se tradujo en confrontación militar con el imperialismo. Las mismas fuerzas que sostenían a los militares en el gobierno y los jefes de esas fuerzas armadas resolvieron, in extremis, abrazarse al imperialismo antes que apelar a las masas para vencerlo. Era una conducta obvia. Pero el saldo ineludible de esa conducta sería, ni más ni menos, la destrucción de las fuerzas armadas. En uno de los párrafos de su discurso Balza explica como muestra de incompetencia, de incapacidad manifiesta en términos político-militares la metodología empleada contra la guerrilla. Dice el jefe militar: «El ejército, instruido y adiestrado para la guerra clásica, no supo cómo enfrentar desde la ley plena al terrorismo demencial».

Contra esta aseveración, hay infinidad de pruebas que nadie osaría contradecir: las fuerzas armadas de Argentina y muy particularmente el ejército fue «instruido y adiestrado» para luchar contra la insurgencia interna. Decenas de miles de suboficiales y oficiales recibieron cursos en Panamá, en la siniestra escuela de las Américas, donde militares y agentes de la CIA estadounidenses formaron cuadros especializados en lucha antiguerrillera, inteligencia antisubversiva y técnicas de acción de masas para aterrorizar y confundir a la población. Esos cuadros a su vez instruyeron soldados para la lucha antiguerrillera (el autor de estas líneas es uno de ellos) en unidades especiales para el combate en ciudades y montañas. Más aún: los aventajados alumnos argentinos de esa escuela de torturadores y asesinos fueron luego profesores en América Central, para combatir contra el sandinismo y los revolucionarios de El Salvador y Guatemala.

No hay manera de sostener la idea de que el ejército cayó en la vorágine de la represión sin límites por falta de preparación para el desafío guerrillero. Exactamente lo inverso es verdad. Sin embargo, pasemos por alto este punto, que pone en cuestión la sinceridad de toda la arquitectura del discurso de Balza, y vayamos al dato más importante que surge de esa afirmación: el ejército estaba «instruido y adiestrado para la guerra clásica». ¿Qué será para el jefe del ejército una guerra clásica? Porque ni el más torpe o concesivo de los analistas militares del planeta pondría en cuestión que, en Malvinas, el ejército mostró una incapacidad e incompetencia sin parangón en la historia de la guerra, precisamente en lo más clásico de una estrategia clásica: la logística.

Manipular la verdad tiene sus riesgos. El jefe del ejército no hace honor a los hombres que lucharon con coraje y determinación, pero también con habilidad de combatientes, al negarse a reconocer que el ejército fue escandalosamente incapaz de sostener a las tropas que envió a las Malvinas precisamente por estar «instruido y adiestrado» para reprimir a los obreros, a los jóvenes, a los luchadores por la libertad, la soberanía y la revolución social.

Como quiera que sea, se desprende de las propias palabras de Balza que el ejército no sirve ni para aquello ni para esto. Es decir, no sirve para nada. Y esta es una conclusión exacta. Las fuerzas armadas actuales no están en condiciones de tomar el poder político una vez más, no pueden -se los impide la aún muy sólida barrera de la sociedad civil- lanzarse a aquello para lo que fueron instruidas y adiestradas, la represión a las movilizaciones populares. Y tampoco podría responder al más mínimo choque con una fuerza extranjera. Esa, cruda e irrebatiblemente, es la realidad de las fuerzas armadas.

De allí que quien se niega a entender el desarrollo y desenlace de este período de nuestra historia reciente se vea incapacitado para entender las causas que explican el discurso de Balza. O, lo que es lo mismo, entender la sustancia de lo que está en juego en este momento histórico.

Ocultar la magnitud masiva de la resistencia a la dictadura, cargar la guerra a un general borracho y ver en ella sólo las tragedias individuales, es la contracara ineludible de convencerse y permitir que se convenza a las masas de la responsabilidad de todos en la caída del país.

Como se ve, hay una lógica con arraigo objetivo, manipulada por una arquitectura cuidadosamente diseñada para ocultar y tergiversar la verdad, en la conducta de quienes son proclives a asumir la culpabilidad colectiva, lo cual en términos políticos se traduce en el voto a los partidos del enemigo. Pero esto no ocurre únicamente, ni mucho menos, en esas mayorías anónimas abrumadas por la miseria y la ignorancia.

Nada más lejos de la verdad: las mayorías se conducen de ese modo precisamente porque las minorías -entendiendo por tales a la intelectualidad, los profesionales e incluso fuerzas políticas consideradas democráticas o aun de izquierda- prontas a condenar las manifestaciones ostensibles de embrutecimiento en la conducta política de las masas, empujan a la población en esa dirección al transmitirles la idea de que es posible respetar los valores humanos sin cambiar la sociedad de raíz, lo cual en términos políticos se traduce en el apoyo a programas y candidatos que justamente no presentan como ineludible, imprescindible y urgente un giro de 180 grados en el rumbo político del país.

Nadie está más sujeto a caer en la trampa conceptual que hace a todos culpables y, en consecuencia lógica, convoca a todos a resolver el problema, que aquellas personas con mayor educación, con algún grado de conciencia social y con algún privilegio -aunque sea el mínimo privilegio de tener un trabajo bien pago- que intuyen o conocen la gravedad de lo que está en juego, pero se resisten a llevar su comprensión hasta las últimas consecuencias.

Llegar a la conclusión obligada exigiría un pronunciamiento neto contra las causas que producen estos efectos. Lo cual equivale no ya a poner en riesgo ese privilegio, sino a admitir la inevitabilidad de opciones extremas. Por eso la idea de que un régimen constitucional hace menos bochornosa y destructiva, en todos los órdenes, la degradación de los individuos, más que un error es una justificación. Y esa justificación ensambla sin violencia con la utilizada por el general Balza para explicar la conducta de la institución que encabeza.

Paradojalmente, para recorrer ese camino que lo absuelve de responsabilidad concreta en el presente, el individuo debe comenzar por asumir que él es, efectivamente, culpable.

Culpable por omisión -no haber muerto en la lucha contra la dictadura- o culpable por comisión -haberse equivocado en la lucha contra ella.

Culpable en cualquier caso, sin autoridad moral ni política para proponer un país diferente, sin respaldo de las mayorías a un programa de drástico cambio social ¿qué puede hacer un individuo sino tratar de resolver sus urgencias, cada día mayores? Esto calza como un guante en la necesidad objetiva de las capas medias, pero también en la urgencias prácticas y subjetivas de no pocos militantes y partidos. No es casual que, socialmente asentados en estas capas, partidos que se consideran de izquierda hayan insistido en buscar candidatos de perfil ambiguo, centristas, contrarios a posiciones anticapitalistas, para representarlos. La responsabilidad individual transferida a la responsabilidad de todos, vuelve diluida al sujeto en cuestión. Y así la vida continúa.

 

Ideología y manipulación

Este desarrollo lógico a partir de una falacia explica la reacción favorable que tuvo en sectores considerados democráticos y progresistas el discurso del general Martín Balza, cuando miró de frente a la cámara de televisión y lanzó una estremecedora conclusión: «Sin eufemismos digo claramente: delinque quien imparte órdenes inmorales. Delinque quien cumple órdenes inmorales. Delinque quien, para cumplir un fin que cree justo, emplea medios injustos, inmorales».

Es preciso tomar al pie de la letra estas palabras del comandante del ejército: está probado que los jefes dieron órdenes inmorales, los subordinados cumplieron órdenes inmorales y todos, por acción u omisión, se involucraron en el empleo de medios injustos, inmorales, para cumplir con fines -vamos a admitirlo como hipótesis- que creían justos. Por tanto, de las palabras del jefe del ejército se deduce de manera irrefutable que todos quienes integraron las fuerzas armadas durante los años de dictadura, son delincuentes.

Conclusión significativa. Podemos suscribirla sin esfuerzo. Pero con una condición: que no se destruya a los individuos para salvar la institución.

Los sobrevivientes de aquella ofensiva criminal que seguimos luchando punto por punto, sin ninguna concesión, sin ninguna autocrítica, sin ninguna vacilación de ningún tipo, por lo que defendíamos entonces, no centramos nuestra lucha en individuos. No buscamos, ni queremos, ni admitimos, venganza individual.

Más aún: salimos en defensa de su condición de víctimas, aunque en ninguna hipótesis esto pueda interpretarse como disposición al olvido o al perdón. Juicio y castigo, cárcel y vergüenza para ellos.

Pero esa jauría embrutecida hasta límites inabarcables, esos andrajos humanos, no pueden, no deben, cargar con una responsabilidad que no les cabe.

Así como no es posible cargar a un chico de la calle de hoy con la responsabilidad de los crímenes que necesariamente cometerá cuando sea mayor, no es admisible que se oculte el carácter de necesidad que tiene el salvajismo de un integrante de una fuerza armada defensora del capital, con prescindencia de las condiciones morales de los individuos que la componen. Sólo características personales -y circunstancias- excepcionales, pueden permitir que algunos de entre ellos eludan el mecanismo siniestro que los modela, los utiliza y luego, si es necesario, los destruye.

Para el resto, vale la ley general de que no necesariamente elegirían esa conducta indigna si tuvieran la posibilidad de optar por otra que, no exigiéndoles un supremo compromiso y sacrificio individual, les permitiera ser coherentes con su condición humana. Y esa ley es vital sobre todo por una razón: el militar que hoy defiende el sistema republicano, reivindica los derechos humanos, no empuña las armas contra su pueblo y reniega de las atrocidades cometidas, se comporta así porque tiene la posibilidad de hacerlo sin costo de su status personal, mientras que hacer lo contrario le sería oneroso (véase a Mohamed Seineldín y quienes lo acompañaron). Mañana será empujado nuevamente a combatir «por un fin que cree justo» (la defensa del sistema capitalista) y volverá a ser el asesino feroz que hoy condena.

¿No es el propio Balza un ejemplo de esto? ¿Dónde estuvo cuando el ejército que hoy comanda delinquía en el sentido más brutal e intolerable de la palabra? ¿Junto a quienes combatíamos lo que él condena hoy, o del lado de los asesinos?

No es preciso poner en duda los principios morales de Balza. Se puede partir de la premisa de que el jefe del ejército cree en lo que dice. La conclusión no se modifica. Por el contrario, refuerza su fundamento: si el general Balza, pese a ser un hombre de principios republicanos, respetuoso de los derechos humanos y temeroso de la ley de su dios, integró las filas del ejército delincuente sin contradicciones que le impidieran escalar hasta la comandancia, queda probado que la conducta vil de los integrantes de una fuerza armada no depende para nada de las condiciones morales de sus componentes. Por lo mismo, la conducta moral de estos, no es garantía de nada.

El propio Balza lo admite, cuando descarga la responsabilidad del golpe de Estado de 1976 en quienes defendieron la idea de «el ejército (como) única reserva de la patria»; y subraya que esas fueron «palabras dichas a los oídos militares por muchos, muchas veces».

El general Balza lleva su autocrítica al punto de admitir la necesidad de confeccionar listas con los nombres de los desaparecidos y esclarecer la suerte corrida por cada uno de ellos. Significativamente, no lleva su osadía a considerar necesario confeccionar la lista de los muchos que, muchas veces, susurraron al oído del ejército para que éste tomara el poder y pisoteara los principios ciudadanos y los ciudadanos mismos.

¿Quiénes son esos muchos que susurraban al oído de aquellos que luego serían impiadosos torturadores y asesinos? Algunos son fácilmente reconocibles, pese al disfraz de demócratas: Ricardo Balbín -por entonces presidente de la UCR- que denunció una fantástica guerrilla industrial para fundar el envío de tropas militares contra los obreros de Villa Constitución; Italo Luder, que en su carácter de presidente provisional peronista firmó el decreto ordenando «aniquilar la subversión»; el nuncio papal Pío Laghi, probada mano ejecutora de una plan represivo global. Pero ellos no son todos ni siquiera los más importantes. Porque los políticos y los sacerdotes del capital pasan, pero éste queda. Y sigue susurrando, aunque cambie circunstancialmente el argumento.

A propósito: ¿por qué ocultó Balza durante 20 años lo que hoy confiesa como delito?

Podemos ensayar una explicación, sujeta a todos los cambios que el general Balza nos indique con argumentos fundados y pruebas fehacientes.

 

Crisis y lucha de clases

La admisión de desvíos institucionales y delitos de todo tipo por parte de las fuerzas armadas es un eslabón ineludible en la respuesta estratégica al saldo de la confrontación violenta no ya con la guerrilla, sino con la clase obrera y el pueblo. Ese saldo es, como ya adelantamos, la desmoralización, la quiebra ideológica, el repudio generalizado de la población, la inhabilitación política y la desarticulación operativa de las fuerzas armadas.

En otras palabras: el brazo armado del capital está inutilizado. Esto ocurre en una etapa histórica en que la agudización de la crisis capitalista, no ya a nivel nacional sino a escala internacional, no deja otra alternativa que avanzar sistemáticamente contra las conquistas y reclamos económicos básicos de las mayorías, lo cual, en algún momento del proceso requiere el empleo de la violencia contra la población.

El primer paso en la estrategia de recomposición, bajo el gobierno de Raúl Alfonsín y timoneado por su ministro de Defensa, Raúl Borrás, consistía en el juicio a los 9 comandantes.

En la base del replanteo jugaron factores de muy diferente naturaleza. Por una parte, era a todas luces imposibles avanzar un milímetro sin satisfacer el ansia de justicia de prácticamente la totalidad de la población. Por otra, era necesario readecuar las fuerzas armadas a la nueva coyuntura mundial, lo cual cobraba singularidad por la situación concreta en Argentina luego de la guerra de Malvinas.

La ideología liberal que 12 años después Balza presenta como nuevo dogma es, en el diseño global, la coronación del proceso de recomposición de las fuerzas armadas. La noción superficial, absurda, pero acaso no totalmente inocente de «desguace del Estado», encubre en realidad un plan estratégico de recomposición del aparato de dominación de la burguesía, es decir, el Estado. En ese plan, uno de los puntos vitales es la reorganización y readecuación de las fuerzas armadas a partir de la situación objetiva en el momento en que estas deben retirarse del poder y para afrontar la coyuntura histórica global.

Las nuevas fuerzas armadas deberán adecuarse a las novedades del Estado al que sirven. O, más precisamente: deberán adecuarse a los cambios en la estructura y ubicación de la clase dominante.

La compulsiva necesidad de las metrópolis imperialistas de aumentar por múltiples vías la exacción de riquezas de los países dependientes a fin de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia media del gran capital internacional, plantea, entre una multiplicidad de conflictos, el riesgo de que sectores de peso de las burguesías locales, acosados por la voracidad insaciable del capital financiero internacional, se levanten en armas contra las exigencias imperialistas. Un ejemplo de la vigencia y eclosión de esta contradicción es la invasión a Kuwait por parte de Irak en 1990. Es justamente la necesidad estratégica de impedir nuevas reacciones de ese tipo lo que explica la fulminante y devastadora contraofensiva conjunta del imperialismo.

Pero si la reacción ante el hecho consumado fue singularmente dura, no lo fue menos el accionar preventivo de tales reacciones: la reorganización, reideologización y reinserción en todos los órdenes de las fuerzas armadas de los países dependientes. Va de suyo que ese proyecto estratégico choca contra las fuerzas armadas como tales y, por lo tanto, conmueve a sus integrantes introduciendo un debate ideológico crucial, pero que esto es sólo la expresión de un fenómeno estructural que lo determina en forma y contenido: la pugna dentro mismo del capital y los grupos económicos que lo encarnan.

En el caso argentino, la combinación del odio popular contra los militares por las aberraciones represivas y el resultado de la guerra de Malvinas planteaba una singularidad extremadamente compleja.

Presumiblemente, los ideólogos del juicio a los comandantes imaginaron que con la investigación de la CONADEP, la condena pública y la cárcel a los jefes, sería suficiente para poder llegar a decir, como dice ahora Balza, que las fuerzas armadas se recomponían ideológicamente sobre la base clásica del dogma liberal. Pero dos fuerzas vitales salieron al cruce de esta política y acabaron demoliéndola: la movilización de masas pidiendo juicio y castigo a todos los responsables de la represión, y el impacto sobre un alto número de oficiales y suboficiales de la conducta de jefes militares, partidos e instituciones que llevó a la ignominiosa derrota de Malvinas. A esto se sumó un factor circunstancial pero de mucho peso coyuntural: el temor de suboficiales y oficiales de menor graduación a que a la derrota militar y política le siguiera el condigno castigo a todos los involucrados en acciones aberrantes.

 

Caras pintadas y ojos tapados

Esto último tuvo un efecto paradójico, porque si en una primera fase potenció al ala militar contraria al plan liberal, al cabo fue precisamente la llave para que ese sector quedara aislado y fuera aplastado. Aldo Rico y Mohamed Seineldín intentaron explotar el miedo de cuadros medios y bajos involucrados directamente en actos de torturas y asesinatos, ante el riesgo de una victoria de la justicia que los enviara a todos al lugar que les corresponde. La idea pueril de que ésta pudiera ejercerse en el marco de una sociedad capitalista, que obnubiló la percepción de tantas personas bienintecionadas, cegó a estos aspirantes a líderes nacionalistas.

Como no podía ser de otro modo, quienes mandan y sus asesores, con mayor o menor prolijidad, hicieron lo necesario -mediante tramoyas judiciales, compromisos, decretos, leyes, etc.- para dar garantías a esa masa acosada de cuadros militares. La conducta indecisa, contradictoria y en términos operativos increíblemente torpe de los jefes rebeldes, se explica porque en ellos mismos pesaba esa contradicción irresoluble: luchar por un proyecto de país o por la salvación individual. No es el caso de emitir un juicio de valor sobre el proyecto mismo, borrosamente esbozado en raros documentos y declaraciones, entre delirios místicos y afirmaciones tan primitivamente ultrareaccionarias que no pueden ser tomadas en serio como plataforma de un proyecto estratégico. Importa en este punto sencillamente señalar que el ala antiliberal, con larga tradición, mucho peso numérico y razones de todo orden para resistir la arremetida teledirigida desde Washington, no tuvo jefes porque no tuvo programa. Y no tuvo programa por una razón que excede no sólo a Rico y Seineldín: el único programa capaz de presentar batalla al imperialismo es un programa anticapitalista de revolución social; la revolución social se hace con las masas; las masas repudian y repudiarán eternamente los secuestros, torturas y asesinatos de la dictadura y, en consecuencia, ningún militar que la reivindique abierta o solapadamente tiene la más remota posibilidad de dar un paso efectivo contra la reorganización de las fuerzas armadas planeada por el gran capital internacional y sus socios locales.

 

Derechos humanos y acción política

Menos sencillo fue -y sigue y seguirá siendo- vencer a la otra fuerza contra la que chocó el intento de reorganización: la lucha por el juicio y el castigo a los responsables de la represión. Sin embargo, ya en 1987 quedó claro que el movimiento democrático que había conmovido a la sociedad desde sus cimientos, se agotaba en sí mismo sin hallar respuesta a la lenta, sinuosa, llena de puntos irremediablemente débiles, pero sistemática contraofensiva de la burguesía por recomponer sus fuerzas armadas.

En sustancia, el movimiento democrático afrontó la misma dificultad que el ala antiliberal de las fuerzas armadas: no pudo definir un programa más allá del reclamo de justicia y en consecuencia no pudo sostenerse como movimiento de masas, no pudo encarnar en los sectores más agobiados por la crisis capitalista, no logró consolidarse en ningún plano y cedió terreno, también lenta y contradictoriamente, pero de manera inexorable, al plan de recomposición del aparato armado del capital. La diferencia obvia es que a esta fuerza la asiste la verdad, la razón histórica. Pero en la lucha social, en el combate político, la razón es condición necesaria pero no suficiente para vencer.

Así, despejado el terreno interno y desperdigado, desorientado, en los hechos paralizado el temible adversario real, los jefes embarcados en el proyecto de recomposición de las fuerzas armadas sobre las bases del libreto dictado desde el Departamento de Estado estadounidense, se adueñaron del centro del escenario militar.

Un paso fundamental en la recomposición pudieron darlo, paradojalmente, con el respaldo casi unánime de la opinión pública e incluso de la mayoría de los más reconocidos defensores de los derechos humanos: la abolición del servicio militar obligatorio.

A contramano del plan de reducción de gastos, esta medida es sin embargo una pieza clave en la estrategia de recomposición del mecanismo represivo. Por eso no tuvo la menor objeción por parte del ministerio de Economía.

El rechazo unánime y visceral al militarismo y la más que justificada negativa a poner hijos en manos de personas acusadas de aberraciones que cada ciudadano tiene grabada en su conciencia, hace indefendible la idea de sostener la conscripción. De hecho, este dilema como tantos otros no tiene respuesta sin romper el molde que lo contiene. Pero lo cierto es que, con apoyo explícito y alborozado de la mayor parte del movimiento democrático que late todavía en el escenario político, el general Balza dio un paso decisivo y transformó el ejército argentino en una fuerza de soldados con contrato voluntario y salario regular. Es decir, un ejército mercenario.

Tanto temor hay de mirar de frente el significado de este paso estratégico de quienes planificaron la represión de los años 70, que se llegó al punto de condenar la ley de reforma porque deja abierta la posibilidad de convocar conscriptos en caso de que no hubiera suficientes voluntarios.

Las buenas personas que defienden tales ideas se resisten a admitir que todo este proceso tiene como base la crisis del capitalismo. Que esa crisis, ajena a la voluntad y los manejos de cualquier gobernante dentro del sistema, produce masas de desocupados. Que esos desocupados se agolparán a las puertas de los cuarteles para pedir trabajo. Que se les hace firmar un contrato por el cual, entre otras iniquidades, se obligan a descartar cualquier forma de agremiación, se comprometen a no asumir ni exponer cualquier opinión política. Que son seleccionados por sus capacidades para cumplir la función para la que se les paga, es decir: reprimir las inevitables sublevaciones contra los efectos de la crisis. ¿Y cuáles son esas condiciones?: el menor nivel de educación posible o directamente analfabetismo, incultura, vivencia de brutalidad familiar, aislamiento social…

 

Solo un punto de fuerza

¿Significa todo esto que la contraofensiva global estratégica del imperialismo, en su capítulo argentino ha vencido no ya en la imposición de un plan económico y un gobierno a la medida, sino incluso en su propósito de recomponer las fuerzas armadas? La respuesta explícita o impronunciable de buena parte, acaso la mayoría, de los activistas políticos, sindicales, estudiantiles o de los movimientos por los derechos humanos, es una resignada afirmación.

Sin embargo, esa resignación es la única victoria cierta que el imperialismo y sus socios pueden contar a su favor.

No hay lugar a dudas respecto de la contundente victoria en todos los terrenos y a escala planetaria de aquella contraofensiva global. Pero es igualmente incontrastable -no es posible dejar de repetirlo una y otra vez- que aún cuando esa victoria desplazó coyunturalmente la relación de fuerzas a favor del imperialismo (y esto es válido no sólo en materia económica, sino en el terreno militar, religioso, político, ideológico, cultural), en todos y cada uno de esos planos la victoria no hizo sino profundizar, agravar a límites intolerables e incontrolables la crisis global del sistema. A la par de esto, en ningún lugar decisivo del planeta la clase obrera ha sufrido una derrota suficientemente profunda y duradera como para permitir la continuidad de esta contraofensiva imperialista sin chocar contra un muro cuya solidez comprobarán los escépticos antes de no mucho tiempo.

Eso es también verdad en Argentina. Algún muralista podría representarlo en un fresco alusivo: una inequívoca confirmación plástica de esta afirmación es el general Balza empujado por un sargento que amenaza desatar una aluvión de confesiones. El comandante dispuesto a refundar las fuerzas armadas, a redefinir la ideología de la institución que encabeza y a salir a un combate político crucial en un momento extremadamente difícil, emite un discurso, trascendental para su fuerza y su clase, en el espacio televisivo obtenido de apuro dos horas antes gracias a un periodista habitualmente dispuesto a complacer, más allá de toda formalidad, las necesidades del poder.

Cabe aquí una disgresión para situar exactamente esa fotografía del comandante empujado por un sargento. No está en discusión que la clase obrera sufre hoy los efectos de una derrota. Pero sí está en discusión -y este es en realidad el más importante de los debates necesarios para adoptar un rumbo estratégico- cuándo, cómo y por qué obtuvo victorias la burguesía y en qué posiciones exactamente se encuentran hoy los contendientes en el campo de batalla.

Es falso de toda falsedad que los años de dictadura hayan culminado con una derrota profunda de la clase obrera. La desarticulación de las fuerzas armadas, la exposición de los partidos burgueses como enemigos jurados de los trabajadores, el fin del mito de la tercera posición, el desenmascaramiento público, masivo e incontrastable de la iglesia como aliada y sostén del poder, no son signos de una derrota histórica de los trabajadores!!

Todo está cabeza abajo y la apariencia contradice la realidad subyacente por imperio de un factor, en el cual sí, inequívocamente, el capital mantuvo la iniciativa: el de la disputa política. Con heridas muy hondas, con muchos de sus mejores hombres y mujeres secuestrados y asesinados, la clase obrera no salió derrotada de la dictadura. La batalla de clases no dejaba un saldo a favor del capital. Pero sí sufrió un traspié grave cuando, tomando distancia del partido peronista, respaldó al otro partido de la burguesía.

Luego fue manipulada, desmoralizada y desorganizada mediante un recurso peligroso pero eficiente si los que lo utilizan no pierden el control: 13 huelgas generales en 5 años. Y el control no se pierde si la lucha sindical no se eleva al plano político.

El mazazo en la nuca, la verdadera derrota profunda, pero de naturaleza estrictamente política, ocurrió en 1989, cuando aquellas 13 huelgas sirvieron para volcar nuevamente el voto proletario y popular al peronismo.

¿Por qué ocurrió esto? Es un debate que no saldaremos en estas páginas (5). En este punto sí jugó un papel clave el exterminio de tantos revolucionarios, tantos cuadros que hubiesen obrado sobre la conciencia y la organización de los explotados como venas y arterias de un cuerpo que se echa a andar. Pero es entonces -y por primera vez en décadas- que había bases objetivas para que el rumbo de la clase obrera fuera diferente y el desenlace inmediato del combate político dejara al capital a la defensiva en un sentido estratégico. Hubo responsabilidades y responsables para que otro fuera el rumbo y las cosas llegaran al punto en que hoy están.

Los luchadores sociales, la izquierda en general, y particularmente quienes se reivindican marxistas, no pueden dejar de pesar y medir responsabilidades, preguntarse dónde estuvo cada partido, cada supuesta dirección, cada dirigente reconocido, a la hora de estas citas con la historia. Es imperioso sacar conclusiones nítidas, inequívocas, de este curso negativo.

Como quiera que sea, más significativa que la forma -risueña, si se quiere- en que el jefe del ejército se vio obligado a dar el paso trascendental de su discurso, es el contenido del torbellino de fuerzas que guió sus movimientos.

La recomposición de las fuerzas armadas no consiste en la simple recreación de lo anterior con un discurso diferente, sino que presupone un cambio estructural además de ideológico: las fuerzas armadas de un Estado en cuyas manos están las fuentes primarias de su abastecimiento (desde el petróleo hasta la fabricación de armas y municiones), serán necesariamente diferentes de aquellas que operan como brazo armado de un puñado de grandes capitales que, entre otras fuentes de obtención de ganancia, tienen a las propias fuerzas armadas no sólo como mano ejecutora de su violencia organizada contra las masas, sino como surtidor de lucro.

Concedamos que el general Balza aspira a consolidar fuerzas armadas sometidas al poder político constitucional, respetuosas de las leyes, defensoras de los derechos humanos, la libertad y la dignidad individual. Ocurre que no es lo mismo programar y llevar a cabo este propósito en un cuadro de bonanza económica, de desarrollo y estabilidad mundial y local, que en un escenario exactamente inverso. La presión objetiva y cada día obligadamente mayor contra el nivel de vida de las masas -y se debe incluir a capas de las clases medias que comienzan ahora a sufrir una brutal aceleración del rigor de la crisis- garantiza cualquier evolución imaginable para la situación política, excepto la de un armónico y pacífico funcionamiento del régimen y las instituciones democrático-burguesas.

Si el propósito expuesto por Balza fuera realizable, el pensamiento reformista tendría dónde apoyar su propuesta. Los argumentos en defensa de un sistema socialista no perderían un ápice de sustentación en el plano filosófico, ideológico, porque la más democrática de las sociedades basadas en la explotación del trabajo continúa siendo una dictadura y una negación cotidiana de los valores humanos, de la libertad y la realización plena del individuo. Pero en el terreno político las opciones se plantearían de otra manera; las conductas de partidos e individuos serían diferentes; los ritmos y métodos, las urgencias y prioridades serían otras.

La premisa implícita de la propuesta ideológica del general Balza -y de todos aquellos que la aceptan- es que habrá trabajo para los desocupados, vivienda para los sin techo, educación para todos, atención sanitaria para quien la necesite, que no habrá ancianos olvidados ni chicos arrojados a la violencia infinita de la calle y la miseria.

La aceptación de semejante premisa puede ser un acto de manipulación o fruto de un grueso error derivado de la negativa o la imposibilidad, por las razones que sean, de admitir la conclusión inequívoca, indiscutible, a la luz tanto de la teoría económica como de la observación de la marcha del mundo y el país en los últimos 25 años: una severísima crisis erosiona la economía capitalista mundial; los países centrales han paliado y postergado su crisis descargándola sobre el llamado tercer mundo; ese peso, sumado al de la propia crisis -tanto mayor cuanto más desarrollada es la economía en estos países subordinados- aplasta a centenas de millones de personas; no hay base objetiva para que esta tendencia revierta por simple cambio de ciclo y la idea de una Argentina en desarrollo y crecimiento estables no resiste el menor análisis: puede servir para hacer comentarios irresponsables o para manipular deliberadamente la opinión pública, pero no para mover un milímetro la curva de brusca caída en todos los índices de la economía real.

 

Una clase sin aliento

Aquella improvisación extrema del jefe del ejército para un acto presuntamente trascendental prueba más allá de los argumentos lógicos la debilidad esencial de la clase dominante que intenta recomponer sus fuerzas armadas.

Por sobre intenciones y rasgos morales individuales se impone una realidad que no admite discusión: la clase que gobierna Argentina, transmutada sin cesar al compás del desarrollo de la economía mundial pero siempre idéntica a sí misma, tiene intereses objetivamente contrapuestos no ya a la satisfacción de las necesidades mínimas de 9 de cada 10 habitantes, sino a la soberanía nacional y -conviene pesar una por una las siguientes palabras- a la existencia misma del país como tal.

No es aconsejable tomar a la ligera gestos aparentemente ridículos como el del gobernador de Buenos Aires, que proyecta la creación de una bandera provincial, o la de los empresarios, políticos y titulares de los colegios de escribanos, abogados y contadores de San Rafael, que proponen la secesión de Mendoza y la creación de una nueva provincia.

No es aconsejable limitar la interpretación del contenido de la nueva ley de educación, que elimina explícitamente nombres subversivos como los de Darwin y Lamarck, al fanatismo corporativo de la jerarquía católica.

Se trata de una regresión necesaria en todos los órdenes. Necesaria a los intereses económicos y políticos de la clase dominante: disminuir el salario, como proclaman sin rubor todos los economistas y políticos de la burguesía, es un imperativo de la subsistencia del sistema global. Y ese simple dato, llevado a la práctica, requiere medios que se articulan desde la escuela primaria a la gorra de los generales.

En medio de este proceso de reestructuración, reordenamiento y recomposición, toda la arquitectura se vino abajo. Fue en 1989. Los analistas al uso aluden a ese momento por su síntoma visible, la hiperinflación, desconociendo u ocultando las causas que la desataron.

Ocurre que aquellas causas no fueron conjuradas; lejos de ello, todas y en todos los órdenes, se han agravado al extremo.

Un rasgo singular caracteriza la aceleración de ese agravamiento: en medio del caos, la clase dominante argentina sencillamente abdicó -como nunca antes- de su soberanía (la soberanía de ellos, de los poseedores del capital local) sobre los comandos del Estado burgués. Eso es lo que con estilo a su altura el canciller Di Tella denominó «relaciones carnales» con Estados Unidos; eso es lo que tomó forma en el protagonismo directo del embajador Terence Todman en toda y cualquier decisión de peso en materia económica, política, administrativa, de política sindical, internacional o educativa.

El orden fue reinstalado sobre la base de la cesión del poder de arbitraje al gran capital financiero internacional, encarnado en el gobierno de Washington.

¿Qué papel les cabe a las fuerzas armadas en ese contexto?

Una clase dominante sometida y corrupta no puede construir un país soberano, justo, democrático. ¿Podría acaso ser diferente el papel de las fuerzas armadas del de la clase a la que sirve? Una fuerza armada no tiene otra alternativa sino estar al servicio de esa clase, o frontalmente contra ella.

¿Cómo se ubica el general Balza ante esa alternativa?

Juzguemos hechos, no personas ni aptitudes morales: qué hicieron los mandos militares cuando el gobierno argentino entregó la Orden de Mayo a los personeros de quienes arrebatan la soberanía, la riqueza y la dignidad de los argentinos? ¿Qué hicieron los mandos militares cuando se remataron el petróleo, las telecomunicaciones, las vías ferroviarias y fluviales, las rutas terrestres y aéreas? ¿Qué hicieron los mandos militares cuando voló el edificio de la AMIA? ¿Es concebible que aquello que se susurra con temor en los pasillos del Congreso y las sedes de los partidos políticos burgueses sea ignorado por los mandos militares?

Una pregunta más, que debería inquietar a cualquier hombre de bien: ¿reconoce el general Balza al actual presidente como su comandante en jefe?

El hombre que afirma: «delinque quien imparte órdenes inmorales. Delinque quien cumple órdenes inmorales. Delinque quien, para cumplir un fin que cree justo, emplea medios injustos, inmorales», ese hombre que conmovió a muchos al hablar con voz quebrada por la magnitud de su confesión ante las cámaras de televisión, ¿está bajo el mando de este presidente?

Si la respuesta es positiva, se esfuma toda duda respecto del papel político y la fortaleza moral de las fuerzas armadas que propone el jefe del ejército.

Si la respuesta, impronunciable, es negativa, queda a la luz la falta de sustancia en la propuesta histórica que hace Balza.

Con todo, no es tampoco un problema centrado en las características individuales de este presidente. Así como, pocos años atrás, para mantenerse en el gobierno en Santa Fe y Tucumán el PJ tuvo que recurrir a personajes insólitos (un corredor de autos y un cantor jubilado), la clase dominante de Argentina se vio obligada, en 1989, a catapultar al gobierno a una figura impresentable. Luego se sabría que el tesorero de la campaña de ese candidato era, en realidad, un traficante de drogas. Y se descubrieron y denunciaron infinidad de escandalosos actos de corrupción. Los reflectores enfocados en esas aberraciones encandilaron a buena parte de la población. Pero la entrega del gobierno a personajes caricaturescos o probadamente involucrados en una maraña de corrupción no es fruto de un error o una anomalía, sino una necesidad de la clase dominante.

Son recursos de última instancia, viables únicamente porque desde el otro lado de la frontera de clases no hay respuesta política. A un lado el contenido moral de tales medios, está probado que son de corto aliento. De modo que, si por un lado la posibilidad de burlar a las masas con artilugios de última hora es, de hecho, prueba de fortaleza de la clase dominante y de enorme debilidad de los explotados y oprimidos, el fenómeno en sí mismo sólo se explica por una debilidad estructural de la burguesía: sus instituciones de control ideológico y ejercicio del poder político, están agotadas. Pero esto a su vez expresa el agotamiento de la clase misma como fuerza capaz de edificar y conducir un país.

La sumisión al imperialismo tiene carácter de necesidad para la burguesía argentina. No existe la menor posibilidad para ella de diseñar y llevar adelante un proyecto nacional, sea que el partido se llame PJ o UCR, los individuos sean corruptos u honestos, las fabricaciones de última hora se llamen Frepaso o Modin. O se rompe con el marco que impone el sistema capitalista, o se termina inexorablemente en la venalidad, la traición a cualquier principio moral, la entrega del país, la represión a la población.

Lo increíble entonces, lo inaceptable, no es el discurso de Balza: es la suposición de que una clase sumisa y corrupta pueda conducir un país. Lo está destruyendo. Y esta es una afirmación que no requiere de pruebas; está a la vista.

 

«Los hermanos sean unidos…»

No será, por tanto, entre todos. No habrá reconciliación. Al margen de la voluntad y las condiciones morales de los individuos están los imperativos de la lucha de clases, exigida por la naturaleza misma del sistema capitalista.

Será sin ellos. Contra ellos. Ellos son los dueños, beneficiarios y defensores del sistema de explotación. No importa el nombre. Ni el país de nacimiento. No importa el partido. No importa si llevan o no uniforme.

Las bases de una sociedad fraterna, justa, democrática, sólo pueden echarlas las víctimas de este sistema. Y sólo podrán hacerlo cuando tomen conciencia de su condición de explotados y oprimidos; cuando hagan de esa conciencia organización; cuando en forma colectiva y democrática, millones de hombres y mujeres decidan tomar el poder en sus manos y construir una sociedad a su medida.

Es crudo decirlo y difícil aceptarlo; pero mientras ese momento no llegue, Argentina continuará cayendo.

Trabajar en favor de la educación, la concientización y la organización de las masas; exponer ideas pero no imponerlas, sino someterlas a la consideración y decisión de las masas; encabezar toda y cualquier decisión de lucha de los trabajadores y sus aliados, pero condenar sin atenuantes la pretensión de que ellos se sumen a combates decididos por pseudo vanguardias que actúan por sí y ante sí; unir a los hermanos pero considerando tales sólo a aquellos que, por origen o decisión voluntaria, son y se asumen como hijos de las clases explotadas y oprimidas; marchar hombro a hombro con todos ellos, pero respetando y exigiendo respeto por las diferencias de todo orden que conforman comunidades, culturas, organizaciones y partidos diferentes. Esas son las tareas urgentes, imperativas, para todos aquellos dispuestos a detener esa caída y revertir el rumbo.

Como se ve, no es sólo el general Balza quien por su ideología y sus propuestas está excluido del Ejército de hombres y mujeres libres que diseñarán y edificarán la Argentina del futuro.

 

Julio de 1995

 

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