Todavía resulta inasible en toda su complejidad la transformación provocada por las nuevas tecnologías en el trabajo del periodista y en la función del periodismo.
Hay tanta distancia entre escribir en una máquina mecánica y una computadora, entre comunicarse por télex o hacerlo mediante correo electrónico, entre publicar el resultado en papel impreso o difundirlo por diversas plataformas digitales de inmediato acceso universal, como la que dista entre viajar a caballo o en avión, librar una batalla con espada o con una AK103.
No se trata apenas de escribir y comunicarse con más facilidad y comodidad. Hay una interacción dialéctica entre el periodista y el modo de producción utilizado, que transforma la escritura misma. Y diferencia más aún el contacto del autor con el receptor.
En buena lógica, esos cambios deberían resultar en textos de mayor calidad y formas más elevadas de comunicación, sea por medio de escritura, radiofonía o imagen cinética. Los recursos técnicos lo hacen posible. Para no mencionar las posibilidades de ampliar la difusión y el conocimiento mediante redes digitales, páginas web, televisión digital, radio por internet y tantos otros recursos hoy al alcance.
Sin embargo el mundo asiste a una caída vertiginosa en la calidad conceptual de los medios de difusión. Como el contenido es inseparable de la forma, incluso con utilización de deslumbrantes recursos técnicos hay también un deterioro formal, aunque se manifieste contradictoriamente y permita prodigios visuales o sonoros. Con muy escasas excepciones el periodismo y recursos paralelos de comunicación social excluyen el rigor y la belleza en el uso de la palabra. Diarios, revistas, blogs y portales digitales derivan hacia la superficialidad y la estrechez, el descuido gramatical –e incluso ortográfico– cuando no a un deleznable mal gusto. Aun en los medios más tradicionales y hasta no hace mucho respetables es raro experimentar el placer de la lectura en la redacción de una noticia y poco usual encontrar una columna de opinión que aúne rigor conceptual –sin juicio de valor sobre las ideas expuestas– y una escritura que produzca gusto en el lector y acreciente sus conocimientos. En televisión –y ahora también en radio– esto se multiplica hasta el paroxismo y da lugar a programas que toman al espectador por idiota y propagan fealdad, antivalores, sexismo y violencia en todos los órdenes.
Ese deterioro dual no puede sino atentar contra la verdad y la información adecuada. De hecho el fenómeno es inverso: es la necesidad de ocultar o deformar la verdad lo que arrastra a este abismo. Así las cosas, el formidable progreso técnico conlleva un no menos tremendo retroceso humano.
Por qué la contradicción
No pocas personas son inducidas por esta evidencia a rechazar la técnica y añorar un mundo de regreso a la simplicidad pre-industrial, a la sociedad pastoril. Además de imposible, tal expectativa es absurda y reaccionaria, por mucho que apele a formulaciones progresistas.
Aunque por demás repetida, vale recordar una vez más la célebre predicción de Aristóteles: “cuando los telares tejan solos, el hombre será libre”.
Asociar la libertad con la productividad, fruto de la aplicación de nuevos descubrimientos tecnológicos a la producción, es el rasgo genial de esa intuición. En última instancia, el desarrollo de la humanidad puede reducirse al aumento de la productividad: disminución del trabajo necesario y aumento del producto excedente.
Como cualquiera sabe, sin embargo, los telares ya tejen solos y el hombre, en todos los rubros pero particularmente en la rama textil de la industria, a la que aludía el filósofo griego, lejos de liberarse ha retornado a la esclavitud: en todo el mundo los y las obreras textiles son superexplotados y en más de un país son incluso víctimas del tráfico de personas, para producir en condiciones de servidumbre propias de la baja Edad Media.
No estaba errado Aristóteles. Sólo no pudo prever que dos mil quinientos años después la humanidad, capaz de producir sucesivas revoluciones tecnológicas, no habría logrado superar un sistema movido por la búsqueda del lucro. La ganancia como motor transforma la maravilla de la tecnología en un castigo peor que el infierno de Dante. El capitalismo fue la herramienta para que la humanidad diera un grandioso salto en relación con el modo de producción y de vida feudales. Pero al cabo de su ciclo arrastra nuevamente hacia atrás a la sociedad, degrada y tritura al individuo.
Aplicada a la producción y reproducción de informaciones e interpretaciones, el efecto de los prodigios tecnológicos contemporáneos no es menos grave para quien trabaja en esa área. Aunque en apariencia más independiente y jerarquizado, el periodista es por regla general un individuo sometido no sólo a la extracción de plusvalía, sino alienado más aun que cualquier trabajador respecto del producto de su trabajo, que además lo arrastra a un resultado cada vez de menor calidad en todos los órdenes excepto, precisamente, el técnico.
Ése es el desafío a vencer para el periodismo del siglo XXI. ¿Será vehículo de la decadencia o motor para impulsar al ser humano más allá de la prehistoria?
Ni exageración ni falso dilema. Es la opción que define la existencia de cada medio y se plantea inexorable ante cada periodista.
Ver a un diario como The New York Times ocultar y mentir descaradamente sobre temas tales como la realidad venezolana o el gravísimo conflicto racial en Estados Unidos, avalar crímenes como las invasiones a Irak, Afganistán, Libia o Siria, desfigurar o directamente tergiversar las noticias sobre la realidad económica estadounidense; ver a un semanario sesquicentenario como The Economist mentir lisa y llanamente para defender el sistema y torpedear todo intento, en cualquier parte del mundo, por superar las lacras del atraso y la dependencia; ver a los diarios más tradicionales y hasta no hace muchas décadas respetables por su calidad –si no por sus ideas– encadenarse en América Latina para instrumentar campañas contra dirigentes y procesos revolucionarios con base en la mentira, la calumnia, el ocultamiento; ver a miles de periodistas repetir hasta el infinito esas falacias mediante radio y televisión, sin información válida, sin reflexión, sin parámetros morales mínimos; ver tal espectáculo y los efectos devastadores sobre la cultura, el carácter y la conducta de miles de millones de seres humanos en el planeta, debería bastar para sacar conclusiones terminantes: el periodista del siglo XXI toma partido por la erradicación de las causas que provocan esa deriva decadente y degradante, o se hace cómplice y víctima. Y esto lo hará en un momento histórico de extremo riesgo para el futuro de la humanidad.
Periodista, trabajador singular
Tener la palabra como materia prima hace del periodista un trabajador singular. Como todos los demás, produce un bien y la correspondiente plusvalía. Su especificidad consiste en que trabaja con el vehículo de ideas, valores, conceptos. Y llega a la conciencia para despertarla o adormecerla, para cultivarla y enriquecerla… o lo contrario.
Hay muchas formas de periodismo posibles. No se trata de pedir a todos compromiso político, mucho menos militancia. Se trata sí de exigirse y exigir compromiso con la verdad, con la armonía del hombre en la sociedad y en la naturaleza, con la belleza, la elevación y el constante mejoramiento moral y material de la ciudadanía en su conjunto. Quedar insensible ante el crecimiento de la pobreza, de la violencia, de la irracionalidad crecientes hoy en el mundo revierte sobre el propio trabajador y multiplica hasta lo indecible la enajenación de cualquier productor de mercancías. Noticia y opinión transformados en mercancías son una daga apuntada al corazón de quien las manipula, sobre todo en momentos en que la sobreproducción exige contorsiones morales sin límites para venderlas. La presión de las mediciones de audiencia o las tiradas de diarios y revistas, la exigencia inapelable de la publicidad para que un medio sobreviva, convierte el periodismo en manipulación y al periodista en mercenario, a menudo inconsciente.
En tanto trabajador, el periodista no puede imponerse individualmente a la exigencia del medio que lo emplea. Estará en la conciencia y el carácter de cada uno resguardar el empleo y a la vez ser consecuente consigo mismo, con su familia y su sociedad. No hay recetas para eso. Ni imposiciones arbitrarias. Sí hay una exigencia íntima e insobornable que cada quien debe afrontar. Y una certeza difícil de soslayar: contribuir en la medida que sea con el envilecimiento y la degradación que el capitalismo provoca en todas las áreas no podrá jamás ser beneficioso para nadie.