Tiene mucho de simbólico y poco de casualidad la coincidencia entre la muerte de Hugo Chávez y la renuncia de Joseph Ratzinger al trono vaticano, para ser reemplazado por un jesuita argentino, de reconocida militancia en la organización peronista de ultraderecha Guardia de Hierro, quien adoptó el nombre de Francisco.
Es extraño y por demás elocuente que un jesuita adopte su nombre papal en homenaje a Francisco de Asís, fundador de otra congregación. No hace falta ser experto religioso para medir la magnitud de esa decisión. La Orden Franciscana hace voto de pobreza, virtud hace tiempo olvidada por las cúpulas jesuitas. Francisco explicó la decisión en su alegada adhesión a “una iglesia pobre, para los pobres”.
Pobreza y obligada austeridad son realidades olvidadas que, como rayo, caen otra vez sobre los pueblos de Europa. En América Latina predominan como siempre, pero tras una fugaz esperanza de superación, amenazan agravamiento para millones. Un papa elitista y amante de la pompa, encerrado en delirios místicos con ropajes teóricos, como Ratzinger, no podía seguir en el trono. Las calamidades propias de la internacional vaticana y sus secciones nacionales (despilfarro, desfalcos, déficits siderales, todo en el marco de una cascada imparable de revelaciones acerca de pedofilia y otras perversiones, mientras el celibato no resiste más como exigencia canónica), cuentan sin duda en la necesidad de cambiar rostros, hábitos y conductas públicas de la alta jerarquía. No obstante, priva en esa exigencia la fuerza que por debajo corroe y voltea día a día las columnas del sistema global, entre las cuales sobresale la iglesia católica romana: la crisis del sistema capitalista y su contracara: el avance de la revolución.
Razones más que suficientes para reemplazar al papa. Como al parecer Dios no tomó cuenta de la urgencia, los cardenales y alguien más fueron en su ayuda. No es la primera vez, pero los tiempos han cambiado. En octubre de 1978, un mes después de haber sido designado papa, Juan Pablo I apareció muerto en su cuarto. Fundadas investigaciones –jamás desmentidas con pruebas– denunciaron el hecho como asesinato. Beneficiario individual de aquella operación, Karol Wojtyla (Juan Pablo II), polaco y asociado con el Opus Dei. El cerebro: Ratzinger; teólogo alemán empeñado en retrogradar el andamiaje teórico del catolicismo romano a la etapa previa a la Revolución Francesa (1). Hubo además una mano ejecutora.
Ahora, después de 35 años y dos curvas vertiginosas en la historia universal, el recambio oportuno se produjo por renuncia de Benedicto XVI, hecho sin precedentes en más de 600 años.
En el conjunto de factores conjugados para el recambio de Juan Pablo I y la renuncia de Benedicto XVI la fuerza determinante fue el Departamento de Estado estadounidense. No es ésta una afirmación ligera, llevada por una coyuntura política local o un impulso circunstancial. En agosto de 1989 publiqué un pequeño libro titulado CIA-Vaticano: Asociación ilícita (2), en el que ofrezco información probatoria de esa sociedad contra natura.
Jamás he pretendido ser un experto en cuestiones eclesiales, mucho menos religiosas. Desde mi interés por la economía y la política internacionales observo los movimientos del Estado Vaticano, del papa y las altas jerarquías eclesiales, con la misma actitud –y con inalterable consideración y respeto por los católicos sinceros– que aplico al seguimiento de los pasos de cualquier otro Estado o gobierno del mundo.
Si 25 años atrás me aboqué a ese tema fue porque en aquel momento, en medio de la contraofensiva global estratégica lanzada por el imperialismo para afrontar la crisis estructural del capitalismo, el Vaticano constituía una herramienta decisiva en dos puntos fundamentales del planeta: Europa del Este y América Latina. Más específicamente, Polonia en Europa, Nicaragua y Brasil en América. Es sabido el desenvolvimiento de los hechos desde entonces: derrumbe de la Unión Soviética, ahogo a sangre y fuego de la Revolución Sandinista, posterior recuperación de aquella gesta centroamericana al calor del nuevo auge de los pueblos en América Latina, encabezado por la Revolución Bolivariana de Venezuela. Detrás de ese telón, victoria cultural del ultraliberalismo, auge económico ficticio, seguidas de desagregación moral sin límites y reaparición volcánica de la crisis estructural del capitalismo.
Si ahora retorno al tema es porque, tras la arrolladora victoria de aquella ofensiva global estratégica y el breve período de aparente estabilidad y re-afianzamiento del capitalismo mundial, la crisis del sistema reapareció, con fuerza jamás vista, en los propios centros metropolitanos. Esa reaparición inesperada tanto en los centros dirigentes del poder mundial como en el conjunto de las izquierdas, con las excepciones que ya se verán, dio lugar al desplazamiento del epicentro de la revolución mundial hacia América Latina, lo cual conjuntamente con otros factores de la economía y la política internacionales debilitó como nunca antes al imperialismo estadounidense como centro inapelable del poder mundial. Y en ese cuadro, acompañado por una coyuntura de espasmódica crisis y debilitamiento de la iglesia vaticana, se produjo la renuncia de Joseph Ratzinger y la entronización de un obispo argentino y jesuita.
Individuo e institución
Es preciso despejar un punto que hoy desvía la mirada: antecedentes y rasgos individuales de Jorge Bergoglio, papa desde el 13 de marzo.
Después de la fumata blanca, desde Argentina aparecieron denuncias sobre la participación activa de Bergoglio en la represión de la dictadura entre 1976 y 1982. Se lo acusó de ser responsable del secuestro de dos sacerdotes de su orden e incluso de haber estado en los lugares secretos de detención. También sin demora estas denuncias fueron negadas por personas reconocidas por su compromiso en la defensa de los derechos civiles durante la dictadura, como Adolfo Pérez Esquivel, quien en aquel período recibió el premio Nobel de la Paz. Por cierto ese premio no garantiza nada (notorios criminales lo ostentan), pero sí la conducta de Pérez y otros que como él han negado los cargos contra Bergoglio.
Contrario sensu, no todas las voces acusadoras tienen la respetabilidad suficiente para hacer valer su palabra. De modo que, hasta que nuevos datos llevaren a un cambio de juicio, esos avales eximen al papa de crímenes aberrantes que, en la medida en que en Argentina el catolicismo es religión de Estado, constituirían crímenes de lesa humanidad.
Defensores y detractores de Bergoglio tienen en común algo más poderoso que sus ruidosas diferencias: unos cargan contra el individuo y escamotean el papel de la institución; otros lo protegen… para rescatar la institución.
Así las cosas y contra los fuegos de artificio, el tema no es Bergoglio sino el aparato eclesial. Es un hecho reconocido que la jerarquía católica, acompañada por el entonces nuncio (embajador) del Vaticano en Buenos Aires, Pio Laghi, respaldó a la dictadura y colaboró con ella, al punto de ceder una propiedad en el Delta del Paraná para que funcionara allí un campo secreto de detención. Bergoglio era por entonces la máxima autoridad jesuita en Argentina, donde miembros de esa congregación habían sido punta de lanza de la Teología de la Liberación, corriente católica cuyo desmantelamiento, también a sangre y fuego, fue uno de los objetivos por los cuales Juan Pablo II fue entronizado a costa de la vida de su antecesor.
Conviene refrescar el cuadro de época: el citado CIA-Vaticano registraba en 1989: “El 23 de agosto de 1982 Wojtyla otorgó a la Obra (Opus Dei) el rango de prelatura personal (diócesis sin territorio). De este modo Opus Dei se liberó de todo lazo de sujeción o control por parte de los obispados o, lo que es lo mismo, obtuvo carta franca para llevar a cabo sus empresas con plena independencia de las jerarquías nacionales y con la obligación de responder sólo ante el sumo pontífice (…) Al mismo tiempo que elevaba el status –y cedía más poder– a Opus Dei, el papa suspendía a la Orden de los Jesuitas, comprometida con la Teología de la Liberación y reemplazaba a su superior general, Pedro Arrupe, por otro escogido por él mismo. Así Opus Dei logró su doble objetivo de sentar en el trono papal a un hombre con idénticas posiciones ideológicas a las suyas y situarse como institución en un puesto apropiado para lanzar en todos los planos la ofensiva final contra la Teología de la Liberación”. Entre otros muchos terrenos, Opus Dei y jesuitas se disputaron con uñas y dientes la primacía en los medios de comunicación. El texto dedicaba un capítulo a explicar la condición de Opus Dei como aparato representativo del gran capital, industrial y financiero, controlado por la CIA, introducido como cuña irrefrenable en la estructura vaticana. Es en ese contexto que Bergoglio actuó en Buenos Aires, bajo la dictadura –cribada de miembros de Opus Dei, para comenzar el célebre ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz– y según su propia convicción frontalmente opuesta a los “sacerdotes del Tercer Mundo”.
La mano amiga
No es casualidad que Opus Dei pierda ahora la primacía y lo haga en favor del sector al que se impuso en los años posteriores a 1978, la orden de los jesuitas, ya depurada de su ala radical de izquierda. Con origen en España y manejando los hilos financieros desde Italia, Opus Dei sufre la suerte de la economía y la política en esos dos países, que no es sino la expresión del vuelco operado en todo el mundo tras el colapso de 2008, que en Estados Unidos llevó a la derrota republicana y la asunción de Barack Obama quien, dicho sea de paso, se apresuró a enviar un caluroso y fraternal saludo a Bergoglio, a quien llamó “el primer papa americano”. El reemplazo de la “prelatura personal” de Escrivá Balaguer por la orden creada por Ignacio de Loyola equivale al reemplazo en la conducción vaticana de banqueros por curas que trabajan en villas; dibuja la curva de caída del capitalismo central y del predominio de una política anticrisis. Así, la agónica situación del capitalismo central explica la necesidad de apelar a un miembro de la Compañía de Jesús, concebida por su fundador como ejército combatiente, para conducir el “poder espiritual” en la cúpula del capitalismo mundial.
Eso no significa un repliegue político del imperialismo, aunque al menos en términos teóricos el debilitamiento relativo de Estados Unidos se hará sentir también en ese terreno, dándole a Francisco un margen de maniobra mayor para enfrentar a Washington en más de un terreno, siempre girando en torno a temas fundamentales para el ultraconservadurismo jesuítico de Bergoglio, empeñado en acabar con el legado liberal de la Revolución Francesa. Por lo que se puede prever a partir de textos suyos y gestos posteriores a su elección, tras ese objetivo Francisco no vacilará en buscar apoyo en la potente dinámica de convergencia latinoamericano-caribeña, para negociar desde allí en mejores términos con la Casa Blanca. La reivindicación del concepto de Patria Grande por parte de Bergoglio (3) ha llevado al estado de éxtasis a algunos exponentes del llamado “marxismo nacional”, ha dado vuelta en cuestión de horas la oposición frontal de funcionarios argentinos que lo atacaron desmesuradamente cuando se conoció su designación y producirá riesgosos zigzagueos y violentos giros en más de una fuerza política en América Latina. Con certeza, se verá en acto al jesuitismo, forma pragmática, aviesa, pero implacable en sus objetivos, en torno a la necesidad estratégica de acabar con la revolución al Sur del Río Bravo, pero adosándose a la fuerza hoy predominante en los pueblos de la región. Puede esperarse un papa disfrazado de Chávez, tal como en la Venezuela de hoy lo hace Henrique Capriles Radonsky, quien contra toda lógica pretende copiar el discurso del líder bolivariano (de paso: Capriles integró las filas del Tradición familia y Propiedad, otra de las organizaciones que obran como tentáculos de la CIA al interior del Vaticano. Las restantes son la ya citada Opus Dei, Comunión y Liberación y la Orden Militar Soberana de Malta. Por caso, esta última ya puso a uno de los suyos como secretario privado de Francisco).
Aun en los previsibles momentos de tensión y aparente choque que vendrán a no muy largo plazo, el camuflaje demagógico de Bergoglio es un riesgo para las fuerzas revolucionarias pero no distanciará al Vaticano de Estados Unidos en la cuestión que interesa: la contrarrevolución en América Latina.
El Departamento de Estado, es decir, de la estrategia estadounidense, pesará sobremanera en el curso del próximo papado. No es éste el lugar para detallar los pasos que terminaron en la elección de Bergoglio con más de 90 votos sobre 115 cardenales. Baste decir que el articulador principal del bloque en favor del cardenal argentino fue su homólogo de Nueva York, Timothy Dolan. Tanto la prensa italiana como la estadounidense coinciden en señalar que, a partir de los 11 votos estadounidenses en el cónclave, Dolan tuvo un papel decisivo en la tarea de convicción sobre prelados de América Latina, África, Asia y Europa, para que finalmente una sólida mayoría votara a favor de Bergoglio. Con escasa sutileza, The New York Times subraya que lo único que le faltó a Dolan fue ungirse él mismo en el trono de Pedro, para inmediatamente señalar que su papel en la próxima administración vaticana será de sobresaliente gravitación.
Ahora bien: ¿cuáles son los puntos de acuerdos y cuáles los desacuerdos entre el Vaticano y Washington?
Aquí sí importa, y mucho, la biografía de Bergoglio. Desde el peronismo sui generis de Guardia de Hierro, en los años de alzamiento revolucionario en Argentina, cuando una poderosa corriente de sacerdotes identificados con las causas populares y la lucha contra el imperialismo y el capitalismo, resueltos al combate por el socialismo, crecía al interior de la iglesia y de su congregación en toda América Latina, el entonces principal jesuita en su país optó por la decisión central del Vaticano –conducido entonces por Opus Dei a través de Wojtyla– y con una u otra conducta individual respecto de secuestros y asesinatos puntuales, no sólo avaló aquella ofensiva contrarrevolucionaria sino que su accionar redundó en una escalada sistemática en la jerarquía eclesial que lo llevó hasta la cima.
No sólo los jesuitas, sino el conjunto de la iglesia romana –con excepción de Opus Dei y sus áreas de influencia– condenan sin atenuantes el curso adoptado en el último siglo por las sociedades liberales. No sólo el conjunto de la iglesia romana, sino la Compañía de Jesús, hoy monolítica, defienden el capitalismo, al cual están integrados económica, política y culturalmente. La alianza cada vez más íntima en las últimas décadas entre el socialcristianismo y su eterna enemiga, la socialdemocracia, Lucifer liberal, confirman en la política y el sindicalismo mundiales cuál es el verdadero enemigo de quienquiera ocupe el trono de Pedro. La contradicción entre liberalismo y oscurantismo medieval se resuelve siempre y fatalmente por un frente único entre la Casa Blanca y la Basílica de San Pedro; entre CIA y Vaticano, para enfrentar las fuerzas revolucionarias en cualquier punto del planeta.
Por qué argentino
Todo indicaba en los días previos al cónclave de cardenales que el nuevo papa provendría del continente americano. Pero los candidatos principales eran el canadiense Marc Ouellet y el brasileño Odilo Scherer. Al menos en público, nadie daba un centavo por la elección de un argentino.
Hay una causa interna que hacía necesaria la elección de un americano, más específicamente latinoamericano. Desde que el Vaticano, en funesta alianza con la CIA, se embarcó en la operación contrarrevolucionaria que doblegó a Nicaragua y exterminó en la región a los sacerdotes del Tercer Mundo, la iglesia romana perdió más de un cuarto de sus feligreses. Y se trata del bastión mundial del catolicismo. De modo que, así como en los años 1970 la cúpula vaticana debía empeñarse en la masacre contrarrevolucionaria por razones de sobrevivencia, ahora debe hacerlo en sentido inverso, aprovechando la emergencia de numerosas corrientes y líderes políticos que afirman la posibilidad de realizar una “revolución” que no conmueva las bases del sistema capitalista. La condición de jesuita de Francisco y sus alegadas dotes intelectuales lo habilitan para ese delicado juego estratégico. Su adopción franciscana le abre camino a la base social en disputa.
Ésa es, no obstante, una causa subordinada. La tónica de este movimiento estratégico en escala mayor la pone Estados Unidos, aliado en este punto con la Unión Europea y todos los regímenes empeñados en evitar que la crisis en curso desemboque en la revolución socialista.
Existen conflictos sociales, políticos y militares de magnitud en cada punto del planeta, constantemente agravados por la marcha ininterrumpida hacia el derrumbe en los países centrales. Pero la vanguardia de la respuesta socialista se desplazó a América Latina. Esta visión geopolítica, resistida a derecha e izquierda hasta no hace mucho, es ahora prácticamente común a todas las corrientes del pensamiento.
Washington necesita frenar primero y destruir después la vanguardia de esa vanguardia: la Revolución Bolivariana de Venezuela. No es una simplificación entonces afirmar que Francisco está en Roma para contribuir desde la trinchera eclesial en la batalla estratégica contra Venezuela. Los estrategas del Departamento de Estado parecieron en los últimos meses convencidos de que la muerte de Hugo Chávez permitía irrumpir en el entramado de las fuerzas revolucionarias para lograr su objetivo. Por eso, tampoco es desatinado pensar que la coincidencia entre la muerte de Chávez y la renuncia de Ratzinger no es casual. Quienes aludan a la condición milenaria de la iglesia, deberán considerar que su crisis interna es potencialmente letal. Y evaluar hasta qué punto, en el mar de dificultades que atraviesa, el Vaticano es realmente impermeable a las decisiones de la Casa Blanca. Ante el gesto escandalizado de presumibles vaticanólogos, sólo puedo decir que, sin el recurso de explicar el fenómeno atribuyéndolo a un designio divino, apelo al análisis de los hechos y su encadenamiento. El tiempo dirá si la hipótesis tiene o no asidero.
Es posible que a la luz de la formidable, inédita manifestación de masas que provocó en Venezuela la muerte de Chávez, aquellos estrategas de la contrarrevolución hayan corregido su apreciación y desechen ya su idea de una inminente caída de la Revolución. Pero insistirán en dos puntos: dividir las fuerzas revolucionarias en Venezuela; forzar el aislamiento de este país en la región. Si eventualmente la táctica en el plano interno tuviese algún grado de éxito, podría abrir la brecha por la cual el imperialismo entrase con su devastadora fuerza contrarrevolucionaria. Dado que ya está probado que los intentos divisionistas han fracasado una y otra vez, es presumible que Francisco será tomado por Washington como una herramienta salvadora. Al interior de Venezuela esto es difícil, porque el socialcristianismo (aquí también aunado con la socialdemocracia) está en el nadir del desprestigio. Y lo mismo vale para la jerarquía eclesial local, reconocida por las masas como golpista y por eso repudiada.
Otra consideración merece la táctica del debilitamiento en los apoyos de Venezuela en la región. Y allí es donde aparece Argentina. Sea por el abrazo asfixiante que, mientras se redactan estas líneas, Francisco ha comenzado a practicar sobre el gobierno argentino, sea por el hecho de que el actual elenco oficial afronta enormes dificultades y en el cuadro actual está descartada la posibilidad de reelección de la presidente Cristina Fernández, es pensable que a corto o mediano plazo Argentina pueda ser desplazada hacia un bloque enfrentado con la revolución en marcha en Bolivia, Ecuador, Venezuela y otros países del Caribe, a los que se suman naturalmente Nicaragua y Cuba. Baste recordar que días atrás el candidato socialdemócrata Hermes Binner, preguntado acerca de si en Venezuela hubiera votado en octubre último por Chávez o Capriles, respondió sin vacilar que su opción era Capriles. Es presumible en Argentina una amplia coalición electoral para 2015 que tenga como eje de reagrupamiento la estrategia latinoamericana de Estados Unidos, ahora asumida explícitamente por el papa Bergoglio en su ataque a las revoluciones en curso, al regalarle a Fernández un libro con documentos del Celam donde se condena el “avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en ciertas ocasiones, derivan en regímenes de neto corte neopopulista”. Firma el Consejo Episcopal Latinoamericano; redacta la CIA.
En un libro publicado en 2007 sostuve que Argentina es una clave regional, aunque en el actual período histórico lo es por su debilidad, no por su fuerza (4). Su peso específico en América Latina, su nivel de desarrollo, los altos parámetros de experiencia y combatividad de obreros y estudiantes en términos históricos, no obstante sumidos en una coyuntura de confusión, desorganización y total parálisis, ubican al país como fiel de un delicado equilibrio continental, pasible de presiones y políticas extremas desde los dos extremos de la batalla estratégica.
Desde el año 2000, cuando comenzó el proceso de convergencia desigual pero generalizado en América Latina, Argentina ha navegado a dos aguas. La resultante de esa marcha ambigua estuvo determinada por el fenómeno general: concordancia latinoamericana en detrimento de los intereses imperialistas. Para ninguno de los países que han sostenido una conducta regional igualmente ambigua e igualmente en colisión con la hegemonía estadounidense, es posible mantener esa posición de manera indefinida. Pero en Argentina los plazos son más cortos. Es un rasgo de aguda inteligencia táctica y osadía estratégica el que han demostrado los gestores de la operación que dio como resultado la elección de Bergoglio.
Ahora cabe a las fuerzas revolucionarias genuinas en América Latina demostrar si están o no a la altura de tamaño desafío. Esto vale también para millares de católicos, sacerdotes y seglares, que ante una reedición del giro contrarrevolucionario de los años 1970/80, aunque a la inversa en su forma, están ante la opción de seguir sometidos a las órdenes de Roma o acometer un cisma revolucionario, antimperialista y anticapitalista.
La unidad de revolucionarios cristianos, marxistas, o militantes de cualquier otra religión, sólo tiene futuro sobre esas bases. Ése es el ejemplo de la Revolución Bolivariana de Venezuela, a emular en todo el continente, desde Alaska a la Patagonia.
19 de marzo de 2013
Referencias
(1) Véase si no la encíclica Spe Salvi, redactada por Benedicto XVI:
«hay un texto de san Gregorio Nacianceno que puede ser muy iluminador. Dice que en el mismo momento en que los Magos, guiados por la estrella, adoraron al nuevo rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque desde entonces las estrellas giran según la órbita establecida por Cristo. En efecto, en esta escena se invierte la concepción del mundo de entonces que, de modo diverso, también hoy está nuevamente en auge. No son los elementos del cosmos, la leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona».
(2) Luis Bilbao; CIA-Vaticano: Asociación Ilícita. Editorial Búsqueda, Buenos Aires, agosto de 1989.
(3) “América Latina puede y tiene que confrontarse, desde sus propios intereses e ideales, con las exigencias y retos de la globalización y los nuevos escenarios de la dramática convivencia mundial. A la vez, América Latina necesita explorar, con buena dosis de realismo pragmático – impuesto también por su propia vulnerabilidad y escasos márgenes de maniobra – nuevos paradigmas de desarrollo que sean capaces de suscitar una gama programática de acciones, un crecimiento económico autosostenido, significativo y persistente; un combate contra la pobreza y por mayor equidad en una región que cuenta con el lamentable primado de las mayores desigualdades sociales en todo el planeta”. Jorge Bergoglio, prólogo a Una apuesta por América Latina de Guzmán Carriquiry, Buenos Aires, Sudamericana, 2005.
(4) Luis Bilbao; Argentina como clave regional. Búsqueda Editorial; Buenos Aires, mayo de 2007.