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la insurrección del mundo árabe pone fin al actual orden imperialista

Washington apronta una operación militar regional con eje en Libia

PorLBenAXXI

 

Cambia definitivamente el mundo a partir de esta insurrección en cadena. Con la caída de las satrapías de Túnez y Egipto, el mapa geopolítico de la amplia faja que abarca el norte de África, Cercano y Medio Oriente, se trastoca de manera irreversible. El perdedor neto de cualquier ordenamiento futuro es Estados Unidos. Y también Israel, su enclave regional.
Es para defenderse de esa fuerza arrolladora –y no en un movimiento de ofensiva programada– que Washington mide el terreno y presiona a la Unión Europea para intervenir militarmente en la región, presumiblemente a partir de Libia, donde ha logrado fracturar la cúpula gobernante, tomar el control de puntos claves para dominar la producción petrolífera y desatar una guerra civil.
La conmoción en curso dirá, en medio de una batalla estratégica de ideas, propuestas y capacidades concretas, si serán o no las grandes mayorías quienes se verán beneficiadas por el saldo de este combate singular.
Es la crisis estructural del sistema capitalista, expresada en este caso por el alza descontrolada de los alimentos, factor detonante de una compleja carga explosiva acumulada en aquella región. Por lo mismo, un resultado positivo tiene como condición necesaria la abolición del sistema generador de estos cataclismos. No hay ni puede haber ninguna fase intermedia en el maremoto de fuerzas sociales e internacionales desatadas. La magnitud de esa exigencia primera traza con nitidez la dificultad de la coyuntura.
Que el bosque no oculte el árbol: mientras el esquema de poder imperial estalla en aquella región, en las entrañas del monstruo 80 mil trabajadores marcharon en Madison, Wisconsin, a la sede del Congreso y otros 10 mil manifestaron en las calles de Columbus, Ohio, también en el Medio Oeste estadounidense, en defensa de reivindicaciones básicas del movimiento obrero y sus organizaciones sindicales. Salieron a la calle incluso aparatos que durante décadas formaron parte indisoluble y militante del entramado imperial. Son expresiones liliputienses en relación con el cuadro social de Estados Unidos, o comparadas con la rebeldía detonada en el mundo árabe. Pero no hay bosque sin árboles. Y cabe señalarlo: el tronco más grueso en la maraña capitalista ha comenzado a sentir los hachazos de quienes ya no pueden vivir de sus frutos.

 

Imprevisión

Estados Unidos fue tomado por sorpresa cuando el temblor tunecino derrumbó su pieza mayor en Egipto. No es flaqueza de los estrategas del Departamento de Estado. Es una tara del sistema en su estado actual. Como cuando a fines de los 1980 la cúpula soviética se mostró ciega ante lo que estallaba en su rostro. Hoy, esta minusvalía del imperialismo habla con elocuencia acerca de los cambios cualitativos ocurridos en las relaciones de fuerzas internacionales en las últimas décadas.
Vale una comparación: entre 1986 y 1989 Washington tuvo la lúcida agilidad necesaria para reemplazar, planificadamente y en sordina, las dictaduras en Haití y Filipinas. Desde la Casa Blanca se dieron las órdenes que en pocos movimientos terminaron con la huída de Baby Doc de Puerto Príncipe y Ferdinando Marcos de Manila. Basta ver la evolución política posterior del archipiélago surasiático y la mediaisla caribeña para comprender el significado de una exitosa maniobra preventiva: Estados Unidos mantuvo sin sobresaltos el control de esos países en las décadas posteriores.
Operaciones estratégicas capaces de dar tales dividendos exigen, naturalmente, contar con la iniciativa y la capacidad ofensiva. Eso es lo que estuvo ausente en la Casa Blanca en relación con Túnez y Egipto. Y seguirá estándolo: el imperialismo ha perdido la iniciativa estratégica y sólo puede dar golpes –eventualmente letales– en los límites de una coyuntura.
Zine el Abidine Ben Alí y Hosni Mubarak eran aliados firmes y probados, a los cuales, después de interminables días de vacilación, la Casa Blanca libró a su suerte mientras la prensa, en asombroso ejercicio de autofagia, descubría cuán tiránicos eran esos dictadores.
El régimen egipcio era la pieza clave en el damero estadounidense de la región, llave estratégica para un inmenso reservorio de petróleo. También -y esto no es secundario- para la proyección del poder imperial hacia Eurasia y Asia. Ésa es la primera comprobación a poco de observar los portentosos acontecimientos en curso en el norte de África: para sobrevivir, el imperio se devora a sí mismo.

La segunda es menos transparente. Atrapado en una situación de obligado repliegue, Washington apela a una improvisada operación ofensiva.
En los papeles de guerra, ha ensayado hasta el hartazgo esos movimientos. Y ha sumado piezas en función de ese plan durante mucho tiempo. Aún así, el estallido tomó a Washington por sorpresa y, si de un lado lo conminó a desprenderse de aliados estratégicos, por otro puso como única opción lanzar un contraataque allí donde tenía espacio para hacerlo. A la defensiva, el Departamento de Estado lanzó un zarpazo de proyecciones hoy imprevisibles.

 

Petróleo y guerra

Argelia y, sobre todo, Libia, son los blancos del intento de contraataque estadounidense, bajo una forzada apariencia de continuidad e identidad con las insurrecciones en el resto del área.
No es que en ambos países falten razones para rebeliones juveniles y populares. De hecho estos regímenes, fundados en durísimas luchas antimperialistas exitosas, gradualmente fueron integrándose a la lógica mundial del capital. Son revoluciones truncas. Por lo mismo, marcadas por un sistemático alejamiento entre autoridades y masas. El callejón sin salida de una revolución interrumpida da lugar a la gestación de fuerzas políticas disímiles, mediante las cuales se canalizan las necesidades insatisfechas de las mayorías. Buena parte de éstas provienen de capas medias beneficiadas por la deriva procapitalista de estos regímenes, que sin embargo no pueden alcanzar todo lo que reclaman -en materia de consumo, de organización de la sociedad civil y de ideología alineada con el Occidente altamente desarrollado- y son caldo de cultivo para operaciones de infiltración, fragmentación y eventualmente invasión. Y están desde luego las masas trabajadoras y oprimidas, frustradas en sus esperanzas y, a menudo, manipuladas.
Es significativo el caso del general Abdel Fattah Younes al Abidi, uno de los coroneles sublevados junto a Muammar Gaddafi en 1969, hombre de confianza para operaciones internacionales del gobierno y ministro del Interior libio hasta el 24 de febrero. Horas después de su defección, le pidió a Gaddafi que renuncie “ya que está colapsando y durará sólo unos días más”. En declaraciones a la BBC dijo: “Mi querido hermano, cuando Benghazi cayó has debido darte cuenta de que el fin había llegado. Espero que te vayas a Venezuela u otro lugar”. Cualquiera haya sido su pasado, es evidente que Al Abidi no sólo desiste de continuar junto a su jefe, sino que se alinea descaradamente con la propaganda imperialista, con el gobierno de Estados Unidos.
Mientras tanto, el Departamento de Estado apronta una operación militar sobre Libia. Hay reticencia de la Unión Europea para dar ese paso y dudas sobre el carácter del involucramiento en la propia Casa Blanca. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en todo caso, se muestra dócil a la escalada de Washington.
Al mediodía del domingo 27 de febrero, cuando se redactan estas líneas, según informaciones no comprobables, se ha conformado una junta provisional de gobierno en el arco que va de Ajdabiya hasta Tobruk, pasando por Benghazi y Shahaat, al este de la capital y sobre la frontera con Egipto.
La labor de contrainformación, presente en cualquier guerra, está superando todos los antecedentes, con la colaboración automática de los grandes medios gráficos y electrónicos. Al Jazeera, la cadena árabe, asumió una violenta oposición a Gaddafi. Un corresponsal de Telesur y su camarógrafo mostraron ayer sábado 26 que Trípoli estaba en calma. La valiente labor de estos enviados contrarrestó la operación de los grandes medios, según los cuales se combatía desde los dos días previos en las calles de la capital. Ahora, esos mismos medios machacan la noticia de que las fuerzas opositoras están cerrando el cerco en torno a Trípoli. Numerosos embajadores libios en diferentes países desconocen la autoridad del gobierno central y se pronuncian a favor de la caída del régimen.
Esas fuentes de información aluden a acciones de represión masiva por parte de Gaddafi. En ausencia de fuentes propias y confiables, sólo cabe una afirmación de principios: una revolución en marcha tiene el derecho y la obligación de armar al pueblo contra la reacción. Un proceso estancado y en retrogradación, no. Sólo una hipotética recomposición tras una estrategia socialista y drásticos cambios políticos podría plantarse contra la reacción interna y el bloque imperialista que aprieta el nudo sobre ese país, tan caro a América Latina en el último medio siglo. “Revolución socialista o caricatura de revolución”, sostenía el Che.
En cualquier caso, Washington está allí con el propósito de recuperar terreno firme bajo sus pies en la región, garantizar que la producción de petróleo (Libia es el tercer abastecedor de Europa y uno de los grandes productores mundiales de crudo de máxima calidad) no se interrumpa y proyectar desde allí su contraofensiva sobre un área en la cual la efervescencia, lejos de concluir, aumenta a estas horas.

 

Lección estratégica: “Roma no paga a traidores”

En este primer tramo del siglo XXI Mubarak será el símbolo del destino de individuos –o regímenes– que creen garantizar su futuro alineándose con los poderosos, después de haber formado en las filas de pueblos y naciones en busca de redención.
La sublevación del Norte de África y el Cercano Oriente continuará extendiéndose y profundizándose. No hay chance de que Estados Unidos pueda establecer en Libia un gobierno estable a su favor. Hasta el momento no se percibe en ningún caso una fuerza de carácter revolucionario explícitamente anticapitalista que dé orientación y organización a las masas levantadas contra sus gobernantes. No se trata de desconocer la tradición de lucha y los innumerables ejemplos de organizaciones y cuadros que, desde diferentes experiencias y definiciones ideológicas, convergen en un momento excepcional. Se trata de subrayar que esa rebeldía de millones paga tributo también al momento histórico, de incipiente recomposición, de las fuerzas antisistema a escala mundial. Esperar que, sin tal condición, esta explosión espontánea llegue a la instauración de gobiernos de transición al socialismo, es tan erróneo como desdeñar el fenómeno o reducir su trascendencia negándole carácter revolucionario.
Calibrar adecuadamente ese proceso es tanto más importante cuando la eclosión inesperada reconfirma que en aquella región, y más allá, pero también y acaso sobre todo en América Latina, buscar un nicho seguro en el edificio tambaleante del capitalismo mundial es, más que un error, un suicidio.
Se verá en la próxima reunión del G-20 hasta qué punto Estados Unidos y Europa ajustarán el mecanismo al punto de obligar a los países subordinados, a los cuales se convocó para conjurar el colapso económico según las pautas imperiales, a asumir decisiones políticas que, muy probablemente, ocurran en el marco de una nueva intervención militar estadounidense, ahora desde el continente africano. Sea cual sea el curso inmediato de la rebelión general y la eventual guerra civil en Libia, esto acentuará la crisis económica en los centros imperiales.

Un punto de convergencia internacional
Vale repetirlo: Estados Unidos lanza un zarpazo ofensivo desde una situación histórica de repliegue estratégico, mientras su economía se deteriora día a día y comienzan a brotar semillas de rebeldía en su propio territorio.
Egipto es también en ese sentido un símbolo: Washington pasa de tener allí un bastión estratégico inconmovible, a un gobierno provisional armado a los manotazos y jaqueado por la hasta ahora ininterrumpida movilización de masas.
Imposible prever el desarrollo inmediato en cada uno de esta suma creciente de países arrastrados por el torbellino revolucionario. En cambio, no hay necesidad de oráculos para tener la certeza de la necesidad de contribuir a la unión de ese conjunto rebelde, y no sólo en aquella región.
Una y otra vez se ha insistido desde estas páginas en el papel que América Latina juega en el mapa político mundial en turbulenta recomposición. Aquí, donde el Alba corporiza a gran escala la necesidad de unión de países enfilados contra el imperialismo y el capitalismo, es posible, necesario, inaplazable, dar el demorado paso hacia el encuentro de partidos, organizaciones y representaciones sociales genuinas en una nueva instancia internacional, a la cual contribuirán ahora con renovado vigor los revolucionarios árabes. Después de todo, el viejo Hegel tenía razón: el árbol no debe ocultar el bosque.

 

Desde Buenos Aires, 27/2/11, 16hs.

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