En su intento por afirmar un eje Washington-Buenos Aires, Barack Obama y el Departamento de Estado caminan por la superficie del continente y rehúyen las corrientes profundas que lo atraviesan.
En 2001 estalló Argentina. En 2008 colapsó la economía estadounidense y arrastró al sistema financiero internacional. Esas dos heridas profundas no están suturadas. Por el contrario, serán las que malogren el plan estadounidense en América Latina.
Para entrever el panorama actual y su inexorable dinámica falta todavía otra fecha: 1991, cuando se desmoronó la Unión Soviética.
En su urgencia por acorralar al Alba y poner freno a la Revolución Bolivariana la Casa Blanca relega temporalmente a su socio estratégico, Brasil. Es un paso obligado por dos razones principales: la burguesía paulista buscó una tercera vía en el damero mundial con la ilusión de los Brics y tomó distancia de Estados Unidos en la disputa por el mercado mundial. Varado ahora a medio camino, por todo un período sufrirá estancamiento y recesión, en medio de la conmoción política que sacude al sistema político brasileño, sin recomposición previsible de la estabilidad en un futuro cercano.
Así, más que una elección racional la aproximación del gobierno estadounidense a Argentina es un salto oportuno dictado por el resultado electoral de noviembre último. Ocurre que la victoria electoral de Macri es en realidad la derrota de la recomposición del poder burgués que tuvo a Néstor Kirchner y Cristina Fernández como efímeros representantes. Tras la apariencia, abonada por toneladas de comentarios anecdóticos, subyace la imposibilidad de recrear un sistema político estable en Argentina. El período posterior al salvataje llevado a cabo por Eduardo Duhalde se sostuvo sobre arbitrios económicos insustentables, cuyo costo reapareció con fuerza en 2012, se agravó desde entonces y explota ahora en las manos del nuevo elenco gobernante.
Rescatar al heterogéneo y hasta ahora inarticulado gobierno de Macri es la primera tarea de Obama para afirmar el soporte Sur del pretendido eje. Ocurre que Estados Unidos marcha hacia una repetición corregida y aumentada de lo ocurrido en 2008. Menos que nunca está Washington en situación de sostener una economía de la envergadura argentina para apoyar en ella sus líneas de largo plazo, lo cual no implica desconocer las posibilidades que se abren con el simple hecho de aflojar el nudo que ahorca al país.
Esto ocurre, además, en el marco de una suma de victorias tácticas presentadas como pujanza estratégica. No se trata de desconocer el terreno recuperado por Washington. Se trata en primer lugar de insistir en la diferenciación de esos éxitos (nada hay en común entre los resultados electorales en Venezuela, Argentina y Bolivia, hoy capitalizados por el imperialismo). Y a la vez distinguir entre una fuerza vital que gana espacio internacional por la potencia arrolladora de su aparato productivo –como fue el caso de Estados Unidos desde el último tercio del siglo XIX– y los destrozos producidos por la fuerza irracional de un gigante acorralado. El mundo asiste a la más grave crisis en la historia del capitalismo. Sólo los efectos sociales y políticos del derrumbe de la Unión Soviética, todavía letales, impiden que el ahogo simultáneo en el centro y la periferia del sistema tenga una respuesta de masas con sentido anticapitalista.
Para usufructuar esa debilidad subjetiva, desde los años 1990 tomó forma orgánica una alianza cimentada desde antes de la segunda Guerra Mundial: socialdemocracia y socialcristianismo convergieron en el terreno sindical a escala mundial. A la vez, en Europa y varios países periféricos dieron base conjunta a gobiernos destinados a sostener pseudodemocracias burguesas y bloquear el camino de la revolución. Un dato nuevo es que la violencia de la pugna intercapitalista comienza a fisurar esa unión.
Repliegue
Estados Unidos ha perdido la hegemonía mundial; su economía es igual o menor a la China; el sistema financiero se despega progresivamente del dólar y tiende a la conformación de una pluralidad de espacios económicos fuera de control central; la rivalidad económica con la Unión Europea es cada día mayor; ha perdido el control sobre el Oriente Medio; no pudo imponerse en el conflicto con Rusia en torno a Ucrania; se ve desafiado en la supremacía militar por la suma de Rusia y China. En América Latina perdió el control y topó con el descontento mayoritario al que se plegaron sucesivos gobiernos pero, sobre todo, vio la aparición, por primera vez, de un bloque anticapitalista.
Las victorias electorales en Venezuela y Bolivia no suponen la reversión de la dinámica trazada en la región desde comienzos del siglo XXI. Esa es una batalla en curso en la cual se verifica ahora una curva descendente y a la vez se anuncian, a término, cambios drásticos en el sentido inverso, con la irrupción en el escenario continental –sin excluir el territorio estadounidense– de masas acosadas por la crisis.
Esto último es, desde luego, una afirmación discutible. No lo es la suma enumerada anteriormente y, sobre todo, la causa que determina este conjunto de fenómenos: una irrefrenable caída económica con eje en el mundo desarrollado e impacto planetario.
Hacia la recesión global
En años pasados y ante la evidencia de la retracción en China y la imparable tendencia recesiva en la Unión Europea, las expectativas voluntaristas de técnicos en economía se volcaron al alegado crecimiento sostenido de Estados Unidos. Ya no más: “La economía estadounidense no es suficientemente fuerte para remolcar la economía mundial; incluso pude no ser suficientemente fuerte para mantenerse a flote a sí misma”, admite el semanario inglés The Economist a fines de febrero. A partir de este reconocimiento tardío fluyen revelaciones un tanto obvias durante estos años para una mirada no apologética de la tambaleante economía central: “La deuda pública en Estados Unidos pasó del 64% del PIB en 2008 al 104% en 2015; en el área del euro subió del 66% al 93%; en Japón, del 176% al 273% (…) Aun así, la inflación ha estado persistentemente por debajo del 2%”, nivel considerado mínimo para que el giro económico no se engrane.
Dicho de otro modo: en el mundo altamente desarrollado campea la deflación, caída de precios determinada por la retracción de la demanda.
Académicos y funcionarios realizan curiosos ejercicios para fundamentar medidas de emergencia, de cortísimo plazo, en las que se advierte más ansiedad que consistencia teórica. Uno de ellos, el economista de Harvard Larry Summers, alerta que las naciones altamente desarrolladas “están condenadas a un largo período de débil crecimiento por la persistente disminución de la demanda”, por lo cual urge medidas duras para contrarrestar esa tendencia.
Todas las variantes de esa búsqueda van por caminos no ya heterodoxos, sino de nulo aval histórico. Semejante flexibilidad contrasta con el conservadurismo de sus pares “progresistas”, quienes en lugar de observar los hechos, se aferran a consignas de otras circunstancias, en otras épocas. Reproducen ellos la supuesta conducta que atribuyen a otros, a quienes descalifican como “dogmáticos marxistas”. Siguen hablando de “neoliberalismo”, al que adjudican la voluntad de “destruir el Estado” y “dejar la economía en manos del mercado”. Parecen incapaces de ver que los centros imperiales impulsan políticas exactamente inversas, simbolizadas por el uso y abuso del QE (Quantitative easing, que en buen romance significa luz verde a la emisión de dinero sin respaldo).
En los centros imperiales se teoriza y practica lo contrario de lo denunciado por quienes apuntan hacia el fantasma del “neoliberalismo”. En Japón se ha llegado a proponer un abrupto aumento de salarios para recalentar el consumo y reiniciar el ciclo por esa vía (algunos neo-neoliberales lo han practicado en otras latitudes). Aunque por causas obvias semejante propuesta fue desechada, otras líneas de acción movidas por el mismo objetivo no sólo se ensayan en las metrópolis imperialistas, sino que son proyectadas, con carácter de exigencia, a todo el mundo.
Tal vez el espectro “neoliberal” es sólo un recurso para evitar siquiera la mención al capitalismo. Como sea, conduce al desconocimiento de la realidad en curso e inhabilita para definir una línea de acción sustentable.
Mientras tanto, el gran capital actúa a los tumbos para contrarrestar la caída de la demanda agregada mundial. O dicho de otra manera: afrontar el mal intrínseco e inexorable del sistema: la sobreproducción.
De esto discutirán los mandatarios en la próxima reunión del G-20: cómo activar la demanda y a la vez impedir que la marea descontrolada de dinero excedente arrastre al sistema financiero internacional.
Como en un ejercicio de prestidigitación, mientras en el escenario se ven disputas triviales respecto de técnicas económicas para eludir la recesión mundial, tras bambalinas cerebros más pragmáticos están ya embarcados en el desarrollo del método de siempre ante la sobreproducción de mercancías: su destrucción.
29 de febrero de 2016
@BilbaoL