Victoria: triunfó una vez más la tendencia hacia la convergencia suramericana y quedó así contradicha la escalada de Estados Unidos que desde diferentes ángulos desespera por recuperar la iniciativa y el control sobre la región. Agudas diferencias y debilidades estructurales y subjetivas en los 12 países integrantes de este nuevo actor en la geopolítica mundial inauguran una batalla en múltiples frentes con eje en el combate de las ideas y la necesidad de impedir la política guerrerista de Washington.
Es chocante el contraste entre la magnitud histórica del acontecimiento y el silencio de la prensa frente a él: 12 naciones firmaron el 23 de mayo el Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones del Sur (Unasur). Puesto en sordina por los medios de incomunicación, sin embargo, el hecho no se abrió paso hacia la conciencia latinoamericana. No llegó siquiera a la opinión pública regional.
“Es el punto de encuentro de los países de nuestra América”, dijo Evo Morales, primer presidente pro témpore del bloque y responsable de la redacción del documento. No le falta razón: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana, Paraguay, Perú, Surinam, Uruguay y Venezuela, transgredieron un mandato imperial de siglos y dieron un paso hacia la unidad.
Lula da Silva fue más enfático: “Suramérica adquiere status de actor global (…) estamos superando la inercia, la resistencia que a lo largo de 200 años de vida política independiente impidieron que marcháramos juntos en camino de la integración”. A un milímetro de la euforia, el presidente brasileño agregó: “pocos imaginaron que a tan sólo cuatro años estuviésemos concretando una verdadera unión suramericana”, dijo, para luego aseverar que Unasur debe marchar hacia “un Banco Central y una moneda únicos”.
De hecho, la aprobación por unanimidad del Tratado Constitutivo, la formalización de la sede para una secretaría permanente en Quito y de un futuro Parlamento suramericano en Cochabamba, Bolivia, tienen un significado sobresaliente en la coyuntura inmediata: es una respuesta que, en línea de continuidad con la reacción regional en Mar del Plata, en 2005, cuando el presidente George W. Bush quiso imponer el Alca, da forma institucional a la dinámica de convergencia que desde hace ocho años plantó a Suramérica frente a frente con Estados Unidos.
Esto es tanto más significativo porque ocurre en el momento culminante de una contraofensiva de Washington, cuando el Departamento de Estado intenta consolidar un cerrojo estratégico sobre el área e iniciar operaciones indirectas de guerra abierta en por lo menos dos países: Bolivia y Venezuela.
No es exagerada la presunción de que la ratificación de Unasur en una reunión inusual, donde no se manifestaron públicamente los agudos conflictos desatados en los cuatro últimos meses dentro del mismo del bloque, mientras que la postergación de éstas ocurre a su vez por la presión objetiva de ese movimiento centrípeto que se impone sobre las líneas de confrontación interna y afirma un frente contra la Casa Blanca.
En este sentido, la reunión de mandatarios en Brasilia resulta en una contundente derrota política de Estados Unidos, prolonga la lógica observada en Lima pocos días antes (ver pág. 12), cuando se frustró el intento de la Unión Europea de reemplazar a Washington como potencia regente, y supone un realineamiento crucial de fuerzas en detrimento del imperialismo en su conjunto. Allí reside, tal vez, la causa del desinterés de los grandes grupos mediáticos.
El gran beneficiario coyuntural de este desplazamiento de posiciones es Brasil, como lo tradujo su Presidente en una conclusión taxativa: “lo que conseguimos es inconmensurable”.
Dos pesos, dos medidas
Aunque hay razones para medir el paso de Unasur como un hito histórico, acaso Lula fue desbordado por la emoción. “Verdadera unión” es una descripción exagerada, al límite incorrecta, del momento regional plasmado en Brasilia. El choque de fuerzas que desde dentro y fuera de la geografía de los 12 países pugnan a favor y en contra de la dinámica de convergencia prevaleciente en los últimos ocho años, impide todavía la constitución de un bloque geopolítico en condiciones de afrontar la severa crisis que sacude ya la economía mundial.
En la interpretación del presidente brasileño, Suramérica “es una región de paz donde florece la democracia (…) la inestabilidad que algunos pretenden ver en nuestro continente es una señal de vida política, ya que no hay democracia sin el pueblo en las calles, sin confrontación de ideas y propuestas”.
Sin desechar el costado positivo de esta evaluación del momento histórico, cabe completarla con un llamado de atención sobre el significado de dos fenómenos que irrumpieron en lo que va del año. Uno emerge con las amenazas y agresiones militares de Colombia contra países vecinos (y las consecuentes tensiones, sólo circunstancialmente resueltas en la reunión del Grupo de Río, en República Dominicana el 7 de marzo pasado). El otro, de mayor trascendencia si cabe, se manifiesta al Sur del Río Bravo en el comienzo, confusamente expresado todavía, con una oleada de conflictos políticos que pondrán en máxima tensión la capacidad de sobrevivencia de los regímenes vigentes en cada país. La imprevista y muy grave crisis política provocada en Argentina por una sublevación de las clases medias rurales revela fallas estructurales que contradicen la idea de “una región de paz donde florece la democracia”, para proyectar un panorama opuesto por el vértice. Porque Argentina está lejos de ser una excepción: lo mismo vale para el creciente malestar en Chile, la ininterrumpida movilización en Perú (donde 111 soldados estadounidenses iniciaron el 31 de mayo el operativo Nuevos Horizontes), el descontento y la huelga en Uruguay, e incluso, en el mismo Brasil; la multitud de conflictos acumulados que avanzan inexorablemente en línea de confrontación con la totalidad del sistema político, todo presidido por una situación que geográficamente no pertenece a Suramérica pero políticamente es inseparable: la agudísima crisis que acosa al régimen mexicano desde todos los flancos.
Ese cúmulo de tensiones internas, además, están complementadas por la presión directa del gobierno estadounidense, cuya contraofensiva destinada a neutralizar y revertir la dinámica suramericana comenzó a mostrar resultados desde la segunda mitad del año pasado y toma cuerpo en dos dimensiones precisas: la multiplicación y paulatina agudización de conflictos internos en cada país y la perspectiva de guerra en puntos definidos que inexorablemente se expandirían hacia el conjunto de la región. Por eso, cobra un significado sobresaliente el énfasis con que Brasil llevó a esa reunión presidencial la idea de un Consejo de Defensa. Tanta amigable coincidencia entre los mandatarios tuvo lugar a expensas precisamente de esa propuesta pero fu retirada de la agenda a último momento.
Una encrucijada y tres propuestas
El significado real de la ratificación de Unasur es, por tanto, una extraordinaria respuesta estratégica a la escalada yanqui, a la vez que muestra un cuadro muy lejano a la unión para afrontar las perspectivas de mediano y largo plazo que esa avanzada imperialista supone.
Nada más revelador que preguntarse el por qué de la propuesta de una Consejo de Defensa suramericano y, sobre todo, la causa por la cual el ponente de semejante fuera Brasil.
Permítase un paréntesis recordatorio. Cuatro años antes de asumir como presidente en Venezuela, cuando la posibilidad de alcanzar ese lugar en 1999 no estaba en los planes de nadie y presumiblemente tampoco en los del propio Hugo Chávez, durante una visita a Argentina, el teniente coronel retirado y recién salido de la cárcel, decía en abril de 1995 en una entrevista con el periódico El Espejo: “Debemos quemar los planes de guerra de las fuerzas armadas. El mariscal Sucre comandó en Ayacucho tropas de quince países –desde México hasta Argentina– Bolívar y San Martín fueron –no en avión, como nosotros ahora, sino a mula y a caballo– hasta Guayaquil, en sus planes de integración. Si esto fuera una sola región, no tendríamos hipótesis de guerra entre nosotros”.
La única diferencia de aquella lejana toma de posición del opositor proscripto con la del actual Presidente, es que Chávez ha descubierto la distancia entre el concepto integración y la noción de unidad. El título de la nota en el periódico argentino tomaba una expresión del entrevistado: “Manos a la obra para crear en el próximo siglo una Confederación de Estados Latinoamericanos”.
Pese al considerable salto adelante que implica la transformación de la Comunidad Suramericana de Naciones (CSN), constituida en diciembre de 2004 en Perú, en Unasur, creada en la Isla de Margarita, Venezuela, en abril de 2007, no se ha avanzado demasiado en la elucidación y resolución de diferencias conceptuales profundas, en primer lugar la que diferencia una integración económica de una unión política, es decir, con palabras de Chávez, una Confederación de Estados Latinoamericanos.
No se trata de saltar etapas. Se trata de fijar un objetivo. Para la burguesía brasileña es del máximo interés impedir que el mercado regional quede bajo la hegemonía y el control de Estados Unidos o, aunque aquí hay bemoles, de la Unión Europea. Pero a poco andar en esa dirección descubre con qué argumentos responde Washington. Por eso, y también para tomar posición como árbitro en la resolución de los ineludibles choques bélicos en la región, como hoy lo hace en Haití, se apresura a buscar una convergencia militar suramericana que por simple ley de gravedad debería hegemonizar. Por eso en las semanas previas a la reunión de Brasilia el ministro de Defensa Nelson Jobim recorrió varias capitales explicando su propuesta. “La intención del Consejo no es formar una alianza militar clásica” argumentó Jobim. “No hay ninguna pretensión operacional, pero sí la posibilidad de integración en entrenamiento y el concepto integral de defensa. En esto nos distanciamos muchísimo del lenguaje de las alianzas clásicas, como la Otan”. Si esta línea argumental es de por sí elocuente de la nueva situación regional, más significativo es un punto aclarado por el Ministro de Lula: “no tenemos ninguna obligación de pedir licencia a Estados Unidos para hacer esto. Y ellos también entienden nuestra necesidad de alcanzar una integración”.
En este contexto la idea de integración conlleva una doble proyección estratégica: por un lado, abroquela a Suramérica y se propone defenderla, incluso militarmente, contra Estados Unidos; por el otro, con un agresivo plan de infraestructura que coloca a Iirsa (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana) como centro de gravedad, se propone reafirmar y desarrollar el sistema capitalista regional, lo cual, por descontado, choca frontalmente con las necesidades y los planes de Estados Unidos. Una traducción de Lord Keynes al portuñol trasladada además, con escasa creatividad, a la realidad latinoamericana y al mundo contemporáneo.
En Brasilia, como antes en otras tantas cumbres, fue ésta la perspectiva que se impuso. Desestimar esta fuerza centrípeta, objetivo contrario a los intereses estadounidenses, no sería prueba de lucidez; tampoco lo sería soslayar los problemas inmediatos y sobre todo de medio y largo plazo que tal estrategia implica.
La nula participación de Argentina en el cónclave de Brasilia no se explica principalmente por problemas internos de ese país ni por causas subjetivas, sino ante todo por las contradicciones que supone para burguesías menores de la región el agresivo avance de Brasil. Ya el Mercosur ha sido poco menos que vaciado por ese conflicto sordo. Resta incluso comprobar si en los próximos pasos Itamaraty se empeñará en sacarlo de terapia intensiva o simplemente optará por desconectar el tubo de oxígeno que malamente lo sostiene. Si ocurriese esto último para dar mayor relevancia a Unasur, sería sin duda un paso adelante, que no obstante sólo ampliaría el problema al cambiar el escenario del conflicto estructural.
No se debería subestimar el significado de que en el mismo momento en que se llevaba a cabo la discusión preparatoria del Consejo de Defensa suramericano, y en coincidencia con la proliferación de actos de guerra de Colombia contra Ecuador y Venezuela, así como al interior de Bolivia, el gobierno argentino se empeñara en maniobras conjuntas con la fuerza naval de Estados Unidos en aguas territoriales. En efecto, a comienzos de mayo pasado la fuerza naval argentina se montó al portaaviones a propulsión nuclear George Washington, verdadera base militar de 300 metros de largo y 97 mil toneladas, para prepararse contra lo que el jefe de la flota estadounidense, Philip Cullum, definió como “cooperación entre ambas fuerzas contra el terrorismo, el tráfico de drogas y de personas y la piratería”. La sonrisa de Earl Wayne, embajador de Washington en Buenos Aires, cuando declaraba que “es muy útil para los pilotos estar cara a cara con sus pares e intercambiar experiencias” parecía dedicada al ministro Jobim. Además del portaaviones atómico y su poderosa dotación aérea con cazas de ataque F-18 Hornets y Super Hornets, Estados Unidos envió la fragata Kaufman y el guardacostas Northland; por el país anfitrión intervinieron la corbeta Guerrico, el destructor La Argentina y el submarino Santa Fe; pero los pilotos navales locales no pudieron volar aviones propios porque la maniobra touch and go resultaba demasiado arriesgada. “Reviví veinte años, comandante”, decía un aviador naval al jefe de la Armada, almirante Jorge Godoy, según un reportero del diario Clarín. Probablemente el militar argentino se refería a la guerra por Malvinas, cuando la US Navy colaboró con los ingleses para consumar una victoria militar imperialista que gravitaría en los años subsiguientes sobre toda la región.
Como quiera que sea, gobiernos como los de Argentina, Uruguay, Chile y otros, no pueden por el momento sino montarse a un vagón arrastrado por la locomotora brasileña. De modo que, con diferencias a término importantes, constituyen un mismo programa de acción ante la coyuntura.
Otro sub bloque de Unasur lo encarna la propuesta de unión, que a su vez supone una concepción diferente de cualquier forma que adopte la integración económica, por lo mismo que en lugar de apoyarse en la búsqueda del lucro por parte de una burguesía determinada en oposición a las demás y, en primer lugar, al imperialismo, busca formas de superación de las actuales limitaciones y barreras tomando como punto de partida la resolución de las urgencias de las masas de los 12 países y, por lo mismo, procura caminos que superen el sistema capitalista. El Alba (Alternativa Bolivariana para las Américas), es un germen de esa propuesta, con base en un área que desborda Suramérica: Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia.
Cuán consistente y duradera es la convergencia entre una perspectiva desarrollista en tiempos de cataclismo capitalista y otra socialista en la era postsoviética, es materia de discusión y depende de una intelección y capacidad de acción políticas que no son justamente materias en que destacan por mayoritarias las conducciones partidarias del momento (ver pág. 34).
Washington a la carga
Aquellos dos caminos tienen destinos divergentes, pero un largo trayecto en común. Unasur es la materialización de fuerzas poderosas por su convergencia y, a la vez, por sus contradicciones.
Una tercera línea de marcha, opuesta sin ocultamientos, es la perspectiva encarnada por el gobierno de Colombia, acompañado con disonancias y en sordina por el de Perú. No faltan alas de otros equipos gobernantes que se inclinan sin mayor elegancia en favor de esa política, aun sin contar con plena hegemonía en sus países. Aquí se trata de la aplicación lineal de la estrategia guerrerista de Washington. Por eso no pudo aprobarse el Consejo de Defensa hemisférico junto con la afirmación de Unasur.
Con la reactivación de su IV flota (ver pág. 50) en el Caribe, la decisión ya verbalmente aceptada por Bogotá de reubicar la Base militar de Manta (Ecuador) en territorio colombiano a partir del año próximo, la violación ostensible del espacio aéreo venezolano con una nave de la US Navy y el aliento a los proyectos secesionistas (léase guerreristas) de la Media Luna boliviana y el Estado Zulia en Venezuela, así como con una sucesión innumerable de actos y movimientos apuntados directamente a llevar la guerra a Suramérica, Estados Unidos aventa cualquier duda respecto de sus intenciones respecto de la región en los próximos años, con total prescindencia de quién sea el candidato que asuma el año próximo en la Casa Blanca.
Hasta el momento, el gobierno de Colombia es la cabecera de playa de esa política. Sólo porque no puede optar por el aislamiento frente a una muy desfavorable relación de fuerzas en la región, el gobierno de Álvaro Uribe se pliega a Unasur. Por eso es exacta la descripción como “punto de encuentro”, aunque esté lejos de constituir “una verdadera unión”.
La ratificación de Unasur neutraliza en la coyuntura la escalada yanqui y se convierte, por tanto, en una nueva y trascendental derrota en todos los terrenos para Estados Unidos. La respuesta suramericana tiene una enorme valor táctico y, si se recomponen las fuerzas adormecidas de los pueblos y sus vanguardias en los países donde prevalecen las opciones por restaurar al sistema que cruje en todo el planeta, podrá ser el punto de partida para una Confederación de Estados Latinoamericanos, inviable, inalcanzable en los marcos del capitalismo.