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debate en estados unidos a comienzo de 1992

Democracia y Revolución

PorLBenAXXI

 

Opciones: el texto que sigue corresponde a la desgrabación textual de una ponencia presentada por el autor en el encuentro denominado Diálogo/Democracia ’92, realizado en Nueva York el 28 y 29 de febrero de 1992. Al encuentro concurrieron representantes de América Latina, África y Asia. Entre otros, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln) de El Salvador, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) de México, el Nuevo Frente Democrático de Filipinas, M-19 de Colombia, el Frente Popular de Costa de Marfil, delegados de la Nación Mohawk (Canadá), Ofensiva 92 de Puerto Rico, Liga Democrática-Movimiento por un Partido del Trabajo de Senegal. La organización Rainbow Lobby convocó al encuentro a partir de miembros del Foro de São Paulo, presentándose como una fuerza revolucionaria marxista estadounidense. Lo cierto es que en el documento inicial de los organizadores y luego en el debate se presentó la situación en Cuba como tema de controversia: la prueba ácida para quien quiera se presente como revolucionario. No sólo el equipo convocante falló ante esa prueba. En todo caso, lo cierto es que la reunión permitió confrontar la diversidad de opiniones que se expresan con palabras idénticas y significados contrapuestos, aunque no llegó a discutir concienzudamente el tema en cuestión. Se reproduce el texto original completo.

 

Estimados compañeros y amigos,
Ante todo permítanme agradecer a los organizadores de esta Conferencia la posibilidad que me ofrecen de iniciar un diálogo con los hermanos trabajadores, las vastas capas oprimidas de afro e hispanoamericanos y los genuinos demócratas del pueblo estadounidense. Les hablo en mi condición de director de la revista Crítica de Nuestro Tiempo, que precisamente se propone servir como vehículo para entablar un diálogo sincero, respetuoso, sin prejuicios ni concesiones, entre quienes desde los más remotos países del mundo levantamos las banderas de la emancipación social, la soberanía de los pueblos, la libertad y la auténtica democracia.
Es doblemente oportuno, en este momento tan singular de la realidad política internacional, reunirnos en el país de Tom Paine, de Thomas Jefferson y Abraham Lincoln, para ahondar el debate acerca de la democracia.
Y digo doblemente oportuno porque este país que a lo largo de su historia ha realizado dos revoluciones políticas para garantizar los derechos democráticos y las garantías individuales, no sólo asiste a un sistemático recorte y estrechamiento en la vigencia de esos derechos y garantías para su propio pueblo, sino que en el escenario internacional descarga todo su inmenso poder precisamente como factor opuesto a la democracia.
En la carta de invitación que los organizadores me hicieron llegar, se nos exhorta a “reconocer que los cambios políticos que han transformado al mundo en los últimos años, han generado una desestabilización profunda en Estados Unidos y que esos cambios de las condiciones históricas reclaman un cambio en las relaciones con Estados Unidos”.
La invitación recuerda que los movimientos de liberación y las fuerzas progresistas hasta ahora se relacionaron con este país a partir, dice, “de la idea de que un cambio revolucionario en Estados Unidos no es necesario ni posible”.
Pero ahora, en el nuevo cuadro de situación mundial, concluye la carta, “estamos invitando a nuestros compañeros en todo el mundo a que establezcan una nueva alianza, la cual reconozca como posibilidad y necesidad cambios fundamentales en Estados Unidos”. Pues bien compañeros, quiero transmitirles mi convicción de que ustedes están en lo cierto sobre este punto: hoy salta a la vista ­–y con ribetes dramáticos– que es necesario un cambio revolucionario en Estados Unidos. Y quiero subrayar mi coincidencia con la afirmación de que ese cambio es posible. Cuando en este país el estancamiento económico se transforma en recesión, apunta a la depresión y con millones de desocupados anuncia el flagelo que caerá sobre las grandes mayorías; en momentos en que se acentúan las manifestaciones derechistas y racistas del establishment, sus partidos y sus candidatos; ante la comprobación de que pese a las inmensas riquezas obtenidas del saqueo a los países subdesarrollados, el nivel de vida de los trabajadores y el pueblo estadounidense desciende sin cesar; a la vista de que la defensa de las fabulosas ganancias de los capitalistas lleva a la destrucción de los sistemas de asistencia social y educación; cuando se atacan los derechos de las mujeres; comprobado que la vida política del país es groseramente manipulada por 200 familias; frente a la evidencia de que los gobernantes elegidos por menos de un cuarto de la ciudadanía no trepidan en embarcarse en empresas criminales de la magnitud de la guerra del Golfo y con impudicia pretenden avasallar la soberanía de quienes no admiten su tutela, no puede ya caber a nadie la más mínima duda: sí, son necesarios cambios fundamentales, cambios revolucionarios en Estados Unidos. A muchos, todavía, puede caberles duda sobre la viabilidad de esa empresa. Siempre, ante los grandes desafíos de la historia, la duda hace vacilar o retroceder a la mayoría no ya de la opinión pública, sino de la intelectualidad e incluso de las fuerzas progresistas. Sepan compañeros que nosotros, concientes de las inmensas dificultades que esto implica, pero con el respaldo de la teoría, la evidencia de los datos de la realidad y la confianza arraigada en nuestros sentimientos más profundos, compartimos la certeza de que es posible, en las entrañas del monstruo, un cambio revolucionario. Y sepan también de nuestro convencimiento acerca de la íntima vinculación entre la realización de esos cambios en este país y la conquista de la libertad, la soberanía y la democracia en nuestros propios países, lo cual hermana en un combate común a todos aquellos que desde Alaska a Tierra del Fuego estamos dispuestos a responder al desafío.

 

Qué dicen las palabras

Dado el carácter de esta conferencia, cabe preguntarse qué relación hay entre la democracia y esos cambios necesarios y posibles, lo cual requiere ante todo definir ambos términos de la proposición. No entendemos la democracia como un concepto absoluto e inmutable. Lo único absoluto es la constante búsqueda en pos de la plenitud del hombre en todos los órdenes. La democracia griega, máxima expresión del avance de la humanidad en su tiempo, hoy sería considerada una feroz dictadura esclavista e imperialista. Del mismo modo, la Constitución de Estados Unidos era el punto más alto de la democracia hace 200 años; pero si no hubiese sido enmendada, hoy sería un modelo de tiranía institucional. Los hacendados y capitalistas reunidos en Filadelfia, al redactar las leyes tomaron todos los recaudos para preservar sus intereses. Enmendarlas requirió una guerra civil y una ardua e ininterrumpida lucha de aquellos cuyos intereses no habían estado representados en aquel Congreso. El texto actual es incomparablemente más avanzado y, a no dudarlo, en lo que hace a libertades públicas y derechos individuales traza un límite del cual la humanidad no retrocederá en su marcha histórica. Pero no es menos incompleto que el redactado en 1787 y, sobre todo, no contempla los intereses de los esclavos de hoy más de lo que lo hacía aquél con los esclavos de entonces.
Por otra parte, no confundimos las garantías civiles y los derechos individuales con el sistema que los permite o los niega. Aquellos son el resultado de la permanente tensión de fuerzas entre el conjunto de la población por un lado y un puñado de capitalistas por el otro. Y también del resultado de ese choque de fuerzas en el plano internacional (lo cual, dicho sea de paso, permite a menudo que la expoliación, la opresión y la ausencia de derechos democráticos para muchos pueblos se traduzca en bienestar y goce de amplias libertades para otros, cuyo conjunto ciudadano usufructúa de ellas sin conciencia de la sangre que costó a sus ancestros y cuesta a sus contemporáneos de países dominados y cree, equivocadamente, que las tiene por gracia del cielo y para siempre). De acuerdo con las circunstancias un mismo sistema socioeconómico puede permitir o negar el ejercicio de las libertades democráticas. Lo que importa establecer en esta relación, por tanto, es si la realización plena y el ejercicio universal de esas libertades favorece o, por el contrario, se contrapone, al desarrollo de un determinado sistema socioeconómico.

 

Capitalismo vs democracia

En esta breve y obligadamente esquemática exposición, permítanme afirmar que la experiencia histórica demuestra que existe una contradicción históricamente irresoluble entre la vigencia y ampliación de las libertades democráticas y un sistema estructurado a partir de la propiedad privada de los medios de producción y economía de mercado, del mismo modo que prueba la inviabilidad a largo plazo de un sistema de propiedad colectiva y planificación económica sin el más amplio ejercicio de la democracia en todos los terrenos. De manera que, además de señalar que la democracia no es un concepto ajeno al espacio y el tiempo, creemos imprescindible subrayar que la democracia tiene una determinación de clase y a ella está sujeta. No se trata, naturalmente, de negar que la necesidad del hombre –conciente o no, expresa u oculta– de gozar de libertad, tenga un carácter universal y atemporal. Mucho menos se trataría de relegar el hecho de que cada conquista en ese camino ha sido fruto de la lucha y el sacrificio de las mayorías y jamás de la graciosa concesión de las minorías dominantes. Se trata de afirmar que es preciso añadir el carácter de clase al concepto de democracia y diferenciar tajantemente la democracia burguesa de la democracia de los trabajadores. Y esto no sólo porque un mismo derecho democrático –por ejemplo votar– no es lo mismo si el sistema alimenta con fabulosas cantidades de dólares aparatos políticos que defenderán con exclusividad, contra toda razón y sentimiento humanitario, los intereses de los grandes capitalistas, que si el sistema demanda elegir entre diferentes personas y proyectos para gobernar una sociedad en la cual no rija el lucro ni la posibilidad de apropiación privada del sacrificio de los demás y no exista la necesidad de transformar a los candidatos en burdas mercancías; no sólo porque una misma libertad –por ejemplo la libertad de prensa– no es la misma si quienes la ejercen lo hacen en la jungla de las grandes empresas capitalistas de comunicación que intoxican al planeta o en un sistema en el cual no exista la mercantilización de la noticia y la obligada manipulación de la verdad; no sólo porque la alienación –respecto de los demás hombres, del producto de su esfuerzo, de la naturaleza y de sí mismo– que presupone la obligación de vender la fuerza de trabajo, hace del hombre en un sistema capitalista un ser esencialmente inhabilitado no ya para ejercer sino incluso para reconocer la libertad. Es preciso calificar y diferenciar tajantemente la democracia burguesa de la democracia de los trabajadores, porque así como la serpiente está en el huevo, aquella lleva en su seno la determinación que la obliga a contraponerse violentamente a las libertades civiles y las garantías individuales. En la misma medida en que el capitalismo no puede desarrollarse y sostenerse sin oprimir, explotar y reprimir; sin destruir constante y crecientemente la naturaleza, seres humanos y bienes materiales, necesita, en algún punto de su evolución, volverse contra las libertades democráticas. Todo por el contrario, la democracia de los trabajadores –y el calificativo indica igualmente que no se trata de una democracia absoluta, perfecta y definitiva ni excluye la presión del Estado contra quienes desafíen su existencia– necesita para sobrevivir una permanente ampliación y profundización que eventualmente produzca un nuevo cambio cualitativo y llegue a eliminar el aparato del Estado.

 

¿Victoria del capitalismo?

Podemos considerarnos privilegiados por estar asistiendo a un momento en que precisamente estos conceptos son perceptibles a simple vista en el panorama internacional: en la Unión Soviética y Europa del Este, donde la superación del sistema capitalista permitió avances extraordinarios en materia social, la feroz dictadura de la burocracia estalinista desembocó en el estallido y desaparición de la Urss; mientras tanto, en las potencias capitalistas, donde los años de bonanza de posguerra llevaron las libertades y derechos civiles a niveles jamás alcanzados en una sociedad determinada por la explotación, la reaparición de la crisis económica viene acompañada por signos estremecedores de derechización y ha instaurado ya una dinámica política internacional de sistemático ataque a los derechos democráticos en todos los órdenes. El corolario es transparente ahora: el socialismo no puede existir sin la democracia de los trabajadores; el capitalismo sobrevive a expensas de la democracia burguesa.
Por eso debo señalar mi desacuerdo con el documento de invitación cuando afirma que la “derrota del comunismo o, en otra forma dicho, la victoria del capitalismo sobre el socialismo, ha cambiado profundamente la escena política estadounidense”. No ha habido derrota del socialismo por la sencilla razón de que un factor esencial de este sistema, la democracia de los trabajadores, no existió desde mediados de 1920 en la Unión Soviética y por ello el sistema allí consolidado no puede ser considerado socialismo, de la misma manera que no puede ser considerado águila un animal sin alas. El régimen político instaurado en aquellos países no era sólo ajeno a los sueños de quienes ansían acabar con la explotación del hombre por el hombre (aunque millones de personas en todo el mundo honestamente lo hayan creído así y hoy vivan el desenlace como una terrible pesadilla) sino que era ajeno por completo a los lineamientos teóricos del socialismo científico. Esta afirmación está ampliamente corroborada por el hecho de que autores de muy diversas tendencias dentro del marxismo (comenzando por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, 70 años antes de la Revolución Rusa) hayan previsto con asombrosa precisión el desenlace. Pero mi desacuerdo es mayor aún con la suposición de que ha triunfado el capitalismo. ¿Cuál capitalismo ha triunfado? ¿El de mi país, el más avanzado de la América del Sur a principios de Siglo, en el que mueren 30 niños por día de desnutrición; el analfabetismo inexistente hace 80 años llega en algunas regiones hasta el 80%; hay 4.700.000 desocupados y subocupados y a manera de ominoso símbolo recibió en los últimos días la llegada del cólera? ¿Acaso habrá triunfado en el país de los homeless, la recesión que no cesa, la desocupación que no puede ser frenada, el cierre de 26 plantas de General Motors, la estafa de los S&L, la destrucción de la educación y la salud públicas, el derroche inconmensurable en la industria de la guerra y el espionaje, el déficit sideral e incontrolable (400 mil millones de dólares!), el país de la ofensiva contra los derechos de la mujer, dominado por 200 familias y gobernado por dos partidos que son uno y en cuyo seno se afirman los Buchanan, los Duke? ¿Habrá triunfado el capitalismo francés donde gana espacio el fascista Le Pen? ¿O tal vez el de Alemania, donde el nazismo reaparece a una velocidad mucho mayor aún que la inflación y el déficit fiscal? En el mundo capitalista el hambre azota a mil millones de seres humanos. Uno de cada cinco habitantes del planeta sufre la atrocidad del hambre permanente, pero cuatro de cada cinco viven en la más abyecta pobreza. Lo peor sin embargo no ha llegado. Porque como ahora admiten incluso los más recalcitrantes portavoces del capital financiero internacional, las potencias capitalistas afrontan una recesión que tiende a generalizarse y transformarse en depresión, dibujando en el horizonte un panorama incomparablemente más grave del que el mundo conoció en la década de 1930. El signo más dramático de esta realidad es la creciente confrontación entre las grandes potencias, cuya dinámica no puede escapar a nadie. No. No asistimos a una victoria del capitalismo. Todo por el contrario, el dato determinante de la actualidad y el futuro del mundo es la crisis del capitalismo. Lo que ha cambiado y seguirá cambiando profundamente la escena política estadounidense no es la derrota del socialismo, sino la crisis del capitalismo. Hago hincapié en esto porque en el porvenir inmediato las libertades democráticas en nuestro continente y en el mundo dependen precisamente de la actitud que adopten frente a ellas los gobiernos y partidos burgueses, dado que ellos tienen en sus manos la iniciativa política en el terreno internacional. Pero esa actitud depende a su vez de las perspectivas del capitalismo. De modo que en mi opinión estamos en el umbral de una formidable ofensiva contra los derechos civiles y las garantías individuales en todos nuestros países. Sé que nadie entre los participantes de esta Conferencia se llama a engaño acerca del carácter hipócrita, falso hasta la médula, de las invocaciones a la democracia y los derechos humanos por parte del gobierno de Estados Unidos en su política exterior.

 

Estafa e intoxicación ideológicas

Cuando las dictaduras militares que cubrieron la geografía latinoamericana se mostraron incapaces de responder al desafío de las masas que reclamaban justicia social y libertades democráticas, el imperialismo que había alentado y en muchos casos directamente impuesto aquellos gobiernos represivos, se calzó el disfraz de demócrata y lanzó una formidable campaña destinada a cooptar ese sentimiento genuino que crecía en el continente. El saldo de esa victoriosa maniobra está a la vista: la política económica a favor de las transnacionales y las burguesías asociadas, que aplicada por las dictaduras se descargó salvajemente sobre los pueblos latinoamericanos, la misma política que acentuó la regresiva distribución de riquezas a favor de los monopolios, aceleró la centralización de capitales, endeudó a nuestros países y hundió a nuestra gente en una miseria mayor aún de la que sufre secularmente, se continuó aplicando, incluso con rasgos más brutales, mediante los gobiernos constitucionales que reemplazaron a las dictaduras. Transcurrida una década de aplicación exitosa de esta táctica del imperialismo –a la cual la propia Cepal denominó “década perdida”, aludiendo al retroceso absoluto en la situación económica del subcontinente– el sentimiento democrático de las masas comienza a dar paso a la frustración general. Y esto coincide con el agravamiento de la crisis económica de los países centrales y la violenta repercusión de ese fenómeno sobre el Tercer Mundo y particularmente sobre América Latina y el Caribe. Allí donde la transición de la dictadura a la democracia burguesa dio lugar a la conformación de fuerzas políticas genuinamente populares con arraigo en las masas, la revelación del carácter fraudulento del discurso democratista de las burguesías y el imperialismo aceleró el desarrollo y afianzamiento de alternativas de carácter antimperialista y socialista a la ofensiva capitalista. El más nítido ejemplo de esto es el Partido dos Trabalhadores de Brasil, que a fines de 1989 rozó la victoria en las elecciones presidenciales llevando como candidato a un obrero metalúrgico que proponía una respuesta socialista a la crisis. Pero en la mayoría de los países –y por una desgraciada combinación de factores que no es el caso tratar aquí– la transición no plasmó en la edificación de fuerzas de masas con programas capaces de responder al desafío desde los intereses de las grandes mayorías y la frustración, el desaliento, la desorganización, comenzaron a crecer en las filas de los trabajadores y las masas populares.
Esta dinámica, ya claramente visible en muchos de nuestros países, plantea un peligro que no podría ser exagerado. Precisamente la indiferenciación entre los conceptos de democracia burguesa y democracia de los trabajadores, error que planea sobre buena parte de las organizaciones políticas, militantes e intelectuales sinceramente progresistas, da lugar a que la furia que crece en las masas latinoamericanas contra la brutal expoliación imperialista y la vergonzosa entrega del patrimonio nacional por parte de las burguesías locales, tienda a identificarse con el odio a los regímenes políticos –las democracias burguesas– que aplican esos programas antinacionales, antiobreros y antipopulares, en lugar de transformarse en odio al sistema capitalista y voluntad de lucha por una sociedad socialista. Ese es el inequívoco, el desesperado mensaje que tratan de transmitir los trabajadores y desocupados –mayoritariamente jóvenes– que en el cordón industrial del Gran Buenos Aires votaron a un coronel involucrado en los crímenes de las fuerzas armadas, cabeza de los intentos de golpe de Estado contra el primer gobierno constitucional luego de la dictadura y líder de un minúsculo partido fundado pocos meses atrás, que el pasado 8 de septiembre obtuvo el 20% de los votos en las barriadas más pobres (referencia a Aldo Rico). Ése es el mensaje que hicieron oír con su pasiva pero estridente aquiescencia las mayorías del pueblo venezolano cuando hace pocas semanas un grupo de militares se levantó contra la política fondomonetarista del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez: si con la bandera de la democracia se superexplota, se hambrea, se entrega el patrimonio y se reprime y si las fuerzas políticas genuinamente democráticas y populares no se ponen a la cabeza de la denuncia y la acción contra esos regímenes, mostrando hasta las últimas consecuencias la diferencia entre la democracia burguesa y la democracia de los trabajadores y encontrando el camino para defender las libertades democráticas sin connivencia alguna con la burguesía y el imperialismo y sin concesiones al chantaje de éstos en torno de las banderas de la democracia, inexorablemente las masas respaldarán a demagogos populistas o directamente fascistas que con ese apoyo dividirán las filas populares, derrocarán a los frágiles gobiernos democrático-burgueses (en muchos casos con la colaboración activa de esos mismos gobiernos) y arrasarán con todas libertades democráticas y los derechos civiles1 . ¡Y este es precisamente el plan estratégico del imperialismo! Pero la condición para que ese curso sea nuevamente exitoso es que las grandes mayorías, el hombre común, los obreros y campesinos, los desocupados y estudiantes, las amas de casas y los ancianos abandonados, no consigan comprender la fundamental diferencia entre democracia burguesa y democracia de los trabajadores.

 

El papel de Cuba

Muchos se preguntan, asombrados, por qué Estados Unidos, supuesto vencedor absoluto de la guerra fría y amo indiscutido del mundo, supuesto arquitecto incontestable de un no menos supuesto Nuevo Orden Internacional, parece obsesionado por derrocar al gobierno de Fidel Castro y acabar con la Revolución Cubana. Es tan grande la desproporción entre el poderío económico, político y militar aplastantes de Estados Unidos y la gravísima situación de Cuba en esta coyuntura internacional, que a primera vista resulta absurdo que los hombres de Washington estén constantemente conspirando y acosando por todos los medios a la minúscula isla, mientras la gran prensa internacional no cesa de anunciar cada semana y para la semana siguiente, desde hace dos años, la caída del gobierno revolucionario. La respuesta a ese aparente contrasentido es que Cuba encarna una democracia diferente. Una democracia que no permite la libertad de los monopolios y de manera inmisericorde clausura los derechos de quienes pretenden implantar allí un sistema como el que está llevando a América Latina a un desastre humano sin precedentes, pero da libre curso al protagonismo de obreros, campesinos, profesionales y estudiantes, jóvenes y viejos, negros y blancos, comunistas o cristianos. No es por los inocultables defectos y limitaciones de la democracia de los trabajadores de Cuba –limitaciones y defectos reconocidos por las propias autoridades y los más destacados intelectuales cubanos– que el imperialismo centra su artillería en la isla, sino precisamente por su virtud esencial, su naturaleza de clase. El colapso del estalinismo revivió y dio nuevo ímpetu al pensamiento original de la revolución cubana y afirmó en sus líderes la convicción de que la profundización de la democracia de los trabajadores es no sólo la mejor sino la única manera de defender la revolución en esta hora crucial en la que debe afrontar, virtualmente sola, la furiosa embestida imperialista. El proceso de Rectificación de Errores y Desviaciones iniciado en 1985 por impulso del propio Fidel Castro, está dando frutos, como quedó demostrado en el reciente Congreso del Partido Comunista de Cuba, donde además de una significativa renovación de cuadros, plasmó en primera instancia la participación del conjunto de la población –adherente o no al partido– en la discusión de los temas que éste debía resolver. No se trata de un proceso acabado. Y resultaría sencillo exponer ejemplos de rasgos copiados a la ex Urss que perviven todavía en el sistema político cubano. Pero justamente lo decisivo es que existe el convencimiento de que el socialismo no puede existir sin la constante profundización y perfeccionamiento de la democracia de los trabajadores. No importa cuántas dificultades deba afrontar ese proceso; lo cierto es que la participación de obreros y campesinos, de las masas urbanas y rurales en la búsqueda de respuestas efectivas al ahogo económico provocado por el colapso de la Urss y el bloqueo imperialista, así como la participación del conjunto de la población en las tareas militares de defensa frente a la creciente agresión teledirigida desde el Pentágono y el Departamento de Estado, constituyen la máxima expresión del ejercicio democrático de las mayorías. Si un obrero además de elegir a sus dirigentes, controlarlos, cuestionarlos y cambiarlos, puede participar efectivamente en la discusión de las medidas económicas a adoptar frente a la crisis y en la dirección de su fábrica para reorganizar la producción; si además de tener derecho a la libre expresión y garantías para defender posiciones opuestas a las mayoritarias, tiene trabajo, asistencia sanitaria y educación gratuitas; si un pueblo además de elecciones con alternativas reales entre los candidatos, no tiene niños arrojados a la calle, jóvenes desocupados, ancianos desprotegidos, mujeres sometidas y sectores discriminados por su color de piel o sus creencias religiosas; si el ciudadano además de urnas tiene armas a su alcance, la conclusión es que ese pueblo tiene más libertad, más derechos, más plenitud, que el de cualquier país capitalista. Y si las masas del continente, sin excluir al pueblo estadounidense, tienen la oportunidad, asimilarán masivamente esa conclusión. La democracia de los trabajadores vigente en Cuba, que defiende la soberanía nacional, la autodeterminación de su pueblo y el proyecto socialista de sociedad que ya ha alcanzado extraordinarias conquistas sociales y puede exhibir en todos los órdenes la ventaja de ese sistema frente al resto de América Latina, es hoy un modelo de formidable potencia, un ejemplo trascendental frente a la falsa alternativa entre democracia burguesa y gobiernos militares con veleidades antimperialistas. La posibilidad de que ese ejemplo sobreviva y alcance a ser visualizado por las masas del continente precisamente cuando el capitalismo muestra su irremediable tendencia a la crisis y a la eliminación de las libertades democráticas, quita el sueño a los estrategas imperialistas en Washington, pero también en París y Madrid, en Londres y Roma y explica la aparentemente absurda obsesión por ahogar a Cuba y aplastar la revolución. De allí que la defensa de los derechos civiles y las garantías individuales en las democracias burguesas del continente están indisolublemente amarradas a la defensa del derecho de Cuba a la paz, la soberanía y la autodeterminación.

 

El liberalismo político, hoy

Por otra parte, es preciso asumir que los liberales ya no son un motor de la democracia y no se puede contar con ellos –ni con los regímenes que gobiernan– para extender y profundizar el ejercicio de las libertades y derechos civiles. El papel jugado en esta etapa por liberales como Raúl Alfonsín en Argentina, Ulisses Guimarães en Brasil o Carlos Andrés Pérez en Venezuela, entre otros, constituyen una prueba irrefutable de esa afirmación. Más aún, es preciso asumir que por connivencia con las fuerzas más reaccionarias o por los efectos de las políticas económicas que aplican y defienden, ellos están enteramente en el campo de quienes marchan en dirección a la restricción y finalmente la eliminación de todos los derechos y garantías democráticas para las vastas mayorías de la población. Desde el punto de vista teórico resulta obligada la diferenciación entre democracia burguesa y democracia de los trabajadores y el reconocimiento de que entre una y otra media una revolución. Y no apenas una revolución política, sino una revolución social que cambie la naturaleza del Estado. Desde el punto de vista político, la defensa de las libertades democráticas no puede ir separada de la defensa del patrimonio nacional –saqueado descaradamente por las transnacionales al amparo de las democracias burguesas–, de la oposición al pago de la fraudulenta deuda externa, de la lucha por el pleno empleo, la salud y la educación gratuitas, el salario justo. Es suicida contraponer el supuesto Estado de Derecho al clamor de las masas que sufren las convulsiones de la crisis capitalista y las medidas de ajuste aplicadas por gobiernos constitucionales, sí, pero no democráticos. Del mismo modo que es suicida separar la defensa de la democracia en nuestros países de la defensa incondicional de Cuba frente al bloqueo y la agresión. Se trata por tanto de articular un programa que anude la lucha por las libertades democráticas con la lucha antimperialista, por la soberanía y la justicia social. Pero no bastaría empeñarse en dar vida a ese programa en cada país. En esta etapa histórica de crisis del capitalismo y en esta particular coyuntura internacional, la defensa –tanto más la extensión y profundización– de las libertades democráticas a lo largo del continente, requiere la formulación de un programa de lucha continental contra el imperialismo y una enérgica labor destinada a conformar un bloque antimperialista desde Alaska a Tierra del Fuego que unifique a todos los partidos, instituciones y personalidades comprometidas en los hechos con la defensa de la libertad y la democracia, con el derecho a la soberanía y la autodeterminación de los pueblos. Sólo una fuerza de esta naturaleza y dimensión podrá gravitar incluso sobre los miles de suboficiales y oficiales jóvenes de las fuerzas armadas de la burguesía que muestran signos de rebelión contra la voracidad fondomonetarista, delineando una política destinada a encolumnarlos en una verdadera lucha antiimperialista que aísle y anule a los núcleos fundamentalistas y ultrareaccionarios que, en caso contrario, serán empujados a volver a ser –con otros ropajes– verdugos del pueblo en función de los intereses del gran capital. Esa fuerza multifacética, plural y abarcadora de las grandes masas latinoamericanas y caribeñas ya está en gestación. Los dos encuentros de partidos del Foro de São Paulo han comenzado a edificar ese frente de lucha contra el enemigo común. Permítanme terminar esta breve exposición con una exhortación a contribuir en el máximo de nuestras capacidades para que ese intento se transforme, cuanto antes, en realidad militante en cada uno de nuestros países. Al imprescindible y fructífero diálogo sobre la democracia aunemos la acción inmediata, enérgica, solidaria, en defensa del derecho a la vida, el derecho a la alimentación y a la vivienda, a la educación y a la salud, el derecho elemental a la dignidad humana que el imperialismo hoy le niega a nuestra gente.

 

Nueva York, febrero de 1992

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