Tras haber mostrado al mundo una extrema vulnerabilidad en defensa y seguridad, el gobierno estadounidense está contribuyendo a conformar un escenario político signado por su probable aislamiento, el cual podría derivar en un revés político de serias consecuencias estratégicas. El papel de América Latina no será menor en el desenlace de esta encrucijada histórica, según se someta o no al dictado de Bush.
La coyuntura mundial está dominada por una paradoja desafiante: quien quiera haya programado y ejecutado los atentados terroristas que golpearon los máximos símbolos del poderío estadounidense, proveyó a Washington de los argumentos que necesitaba para acelerar por el camino ya trazado y en considerable medida recorrido, hacia objetivos estratégicos en el plano interno y a escala global. Pero esa misma aceleración, luego de un fugaz primer momento, ha transformado la fuerza centrípeta provocada por la solidaridad mundial frente a los atentados en una tendencia inversa; y el gobierno estadounidense descubre con alarma que ni sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (con la excepción de Inglaterra y España), ni sus subordinados del Sur, responden como él reclama y necesita –más allá de adhesiones de solidaridad formal– , a su declaración de guerra.
Este desplazamiento contradictorio en ubicación y relacionamiento de fuerzas gravita con efectos imprevisibles sobre América Latina: ha cambiado algo fundamental en el país del cual depende. Desde la derrota en Vietnam, en 1975, fue la propia ciudadanía estadounidense quien le impidió a sus gobiernos embarcarse en guerras en el exterior donde estuvieran expuestas tropas propias. Este factor condicionó a partir de entonces el tipo de acción militar al que estaba reducido el campo táctico del Pentágono y a la vez determinó una alta dependencia de Estados Unidos respecto de alianzas con socios y subordinados para afrontar las exigencias bélicas planteadas por el curso internacional.
Esto es lo que revierten los atentados del 11 de septiembre. Aunque ya se ha perfilado –y con certeza crecerá– un movimiento contra la guerra, una franja significativa de la opinión pública estadounidense, transida por la brutalidad de los atentados, golpeada en su orgullo, en su acendrada y nunca conmovida convicción de seguridad, y azuzada por la prensa, emerge como base social de un chovinismo guerrerista que por todo un período dará margen político a la Casa Blanca para llevar a cabo lo que no pudo hacer en el último cuarto de siglo: definir situaciones bélicas mediante la utilización de tropas terrestres. A la vez, el que fuera acaso el Presidente más débil y deslegitimado de la historia democrática de Estados Unidos, tiene ahora tras de sí, en fila cerrada, a los dos partidos. Como siempre en la historia del terrorismo enfilado contra el poder constituido –desde los populistas rusos del siglo XIX hasta quienes con el asesinato del general Pedro Aramburu en 1970 se embarcaron en Argentina por ese camino– sea cual sea la intencionalidad, su accionar redunda en excusa para que éste legitime ante sectores decisivos de la población, o incluso halle respaldo activo en ella, la aplicación en escala mayor de las políticas que originaron reacciones terroristas.
Realineamientos en Latinoamérica
Mientras el presidente George Bush se refugiaba en un avión alistado para albergarlo en situaciones de emergencia máxima, los estrategas y verdaderos ejecutores de la política estadounidense saltaron sobre la ocasión y pusieron en práctica aquellas líneas de acción por las cuales vienen bregando. Sin perder un instante y mientras se acometió el tejido de una alianza planetaria tras la víctima, el ejército de intelectuales y ejecutores encabezado, al menos nominalmente, por Condoleezza Rice, máxima consejera de Seguridad Nacional, articuló una operación para garantizar la formalidad mínima en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), es decir un acuerdo del Consejo de Seguridad para atacar a los terroristas; puso en marcha los mecanismos que desde hace dos años le permiten el control de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, en relación con América Latina, aceleró los pasos hacia la activación perentoria del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), en tanto producía un vuelco explícito en pos de un objetivo hasta ese instante encubierto: la transformación de las fuerzas armadas latinoamericanas en patrullas policiales destinadas a la seguridad, estrategia completada con el desplazamiento del concepto de defensa hacia un espacio de indefinición extrema, en el cual lo único preciso es el centro a partir del cual se determinarán los campos y se tomarán las decisiones: el gobierno de Estados Unidos. En su discurso al Congreso el pasado jueves 20 de septiembre, George W. Bush recitó la nueva fórmula rectora de la política estadounidense: el mundo está en guerra, y los países tienen dos opciones: alinearse tras la Casa Blanca, o formar en las filas del terrorismo.
La brutalidad del planteo enmudeció primero y empujó a una busca azorada de reacomodamiento a los gobiernos más dispares, no sólo al Sur del Río Bravo. Para la Unión Europea, Japón y el nuevo bloque estratégico en gestación conformado por Rusia, China e India –con el cual tiende a converger Irán– está claro que esta embestida les apunta al corazón, por razones de disputa de áreas de mercados, de equilibrio militar estratégico, o ambas a la vez. Una alarma mayor aún produjeron estas declaraciones en los gobiernos de América Latina.
Ante la dinámica que ha activado la inesperada afrenta sufrida por Estados Unidos y las consecuencias inconmensurables que puede desatar el despliegue bélico ordenado por Bush, la mayoría de los mandatarios de todo el mundo omitió contradecir los ejes conceptuales esgrimidos por Bush, tanto menos sus disposiciones militares. No obstante, pocas veces como en esta oportunidad es tan elocuente el silencio de las figuras clave en el escenario planetario; tan ostensibles los giros retóricos, los extremos de ambigüedad en el lenguaje de quienes se han visto obligados a hablar.
Tras la aquiescencia verbal casi unánime se dibuja una fragmentación que, si bien sigue líneas de antigua demarcación, acentuadas con nitidez en los últimos cinco años, exponen ahora la extraordinaria paradoja de una superpotencia a la que se le rinde pleitesía por temor, mientras se adoptan medidas en sentido inverso.
Es un hecho que en el inicio del despliegue militar, enderezado “en su fase inicial” –según la expresión del secretario de Estado Colin Powell– exclusivamente contra Afganistán, Washington no logró arrastrar a la Unión Europea. “Yo prefiero utilizar la palabra conflicto”, descerrajó el presidente francés Jacques Chirac contra la noción de guerra definida por el gobierno estadounidense(1); “Tenemos que reaccionar con la cabeza fría. Esto no debe ser como una venganza”(2), sostuvo el ministro de Relaciones Exteriores alemán Joschka Fisher, dos años atrás fervoroso defensor de los ataques de la OTAN contra Yugoslavia(3); “Hay una condición (para la aplicación de la cláusula 5 de la OTAN, por la cual los miembros se obligan a defender a cualquiera de ellos atacados desde el exterior): cuando votamos a favor de invocar el artículo dijimos que lo haríamos si EE.UU. puede proveer evidencia”, dijo Lord Robertson, secretario general de la OTAN(4); “Las tropas rusas no participarán en ninguna operación militar en Afganistán”, declaró el ministro de Defensa ruso Sergei Ivanov, quien agregó: “No se abrirá el espacio aéreo ruso a los vuelos militares estadounidenses”(5). Hasta el gobierno argentino se permitió una toma de distancia: “No es momento de neutralidad ni de indiferencia”, dijo el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, para agregar ante la presión periodística: “Nos tiene que guiar la solidaridad, pero con cautela y prudencia”(6). Por detrás de estos pronunciamientos latía una realidad aun más elocuente: “Cerca del 80% de los europeos y aproximadamente el 90% de los sudamericanos dan preferencia a medidas de extradición y juzgamiento judicial en lugar de un ataque militar estadounidense a los supuestos responsables por los atentados, dijo en Zurich la empresa Isopublic”(7).
La Casa Blanca intentó encubrir la realidad con una excusa pueril: “Bush y el primer ministro de Gran Bretaña, Anthony Blair, acordaron que se necesita una fuerte estructura de mando y que la operación militar debe ser llevada adelante completamente por las fuerzas de los dos países. Una alianza más grande como la que operó en Kosovo complicaría la toma de decisiones”(8). Transformar necesidad en virtud y presentar a Alemania y Francia como “aliados no principales” no son indicadores de fuerza; tanto menos rasgos de genialidad de un presidente travestido de la noche a la mañana de objeto de befa, a gran “estadista”.
Argentina como clave
Antes de estos acontecimientos inesperados Estados Unidos avanzaba ya a paso resuelto hacia la reconfiguración de los ejércitos latinoamericanos(9). Ahora esgrime las imágenes estremecedoras de las torres derrumbadas (a la vez que oculta las del Pentágono en ruinas) y con ese argumento poderoso se propone consumar la articulación de una fuerza armada hemisférica bajo su mando. Una vez más, Brasil salió al cruce de esta avanzada hegemonista, con un recurso inesperado y de dudosa efectividad: intentó revitalizar, como alternativa, al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Aun con la ostensible debilidad, propia de las dirigencias latinoamericanas a la hora de decisiones cruciales, la intencionalidad es obvia: “Brasil apuesta al TIAR para conservar su gravitación regional, amenazada por las incursiones de Estados Unidos en Colombia, por las constantes invitaciones seductoras de Estados Unidos para negociar el libre comercio en forma bilateral camino al ALCA”(10). Un signo de la brusca aceleración de los tiempos es la ya corriente asociación entre replanteo de conceptos estratégicos y dispositivos militares con la imposición de un mercado único de Alaska a la Patagonia. En esa tensión, Venezuela ratificó también su conducta de los últimos tiempos: “Hemos manifestado nuestra solidaridad con Estados Unidos y nuestra disposición a unirnos a la lucha contra el terrorismo –dijo el presidente Hugo Chávez durante su mensaje radiofónico semanal a la nación– pero no podemos dar un cheque en blanco (a Estados Unidos) porque no podemos dejar que tomen nuestra posición firme en contra del terrorismo como una patente para tomar cualquier acción que pudiera estar lesionando los principios fundamentales de los derechos humanos o el derecho internacional”(11). Como era de esperar, el gobierno mexicano acentuó su perspectiva subordinada a la estrategia estadounidense.
En Argentina, aun con las habituales indefiniciones y ambigüedades, desde la esfera oficial se adoptaron posiciones encaminadas a respaldar el viraje deseado por Estados Unidos: “En adelante, el concepto de seguridad y defensa será uno solo”, adelantó un portavoz no identificado del ejército(12). El ministro de Defensa Horacio Jaunarena, quien semanas atrás planteó la necesidad de unificar la prefectura con la armada, extendió ahora explícitamente el concepto a una fusión de gendarmería con ejército. “Con cierta ambigüedad (el ministro) sugirió que las fuerzas armadas podrían hacer inteligencia contra el terrorismo internacional y desplazar a la gendarmería en la custodia de las fronteras desérticas”(13). Tales cambios conceptuales y la consecuente reestructuración cumplen el doble objetivo de que, con la excusa del terrorismo, los militares retornen a tareas de seguridad interna y la fuerza armada se internacionalice con mando en Washington. El Departamento de Estado no disimula ya sus intenciones: la embajadora estadounidense en Venezuela, Donna Hrinak, en el marco de una campaña que incluyó la solicitud de “colaboración para el rastreo de cuentas bancarias de sospechosos vinculados a los ataques del 11 de septiembre”, advirtió que “es importante limitar el uso del territorio latinoamericano a terroristas”, e informó que la región “va a tener a corto plazo un intercambio de información de inteligencia sobre grupos o individuos terroristas que pueden estar actuando en el continente. Sabemos que hay grupos terroristas en el continente, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)”(14). En Buenos Aires la acometida no causó sorpresa: “Los militares argentinos creen que será inevitable el alineamiento con un nuevo orden en materia de seguridad. Sorprende, sin embargo, que se propongan como ensayo. ‘Creemos que por el nivel de liderazgo de las Fuerzas Armadas en el subcontinente, Estados Unidos buscará ponerlo en práctica en Argentina’”(15). No es sólo una opinión militar, el propio presidente Fernando de la Rúa definió los nuevos términos hoy predominantes en los ámbitos de decisión: “El terrorismo es un ataque exterior; de modo que las fuerzas armadas deben actuar también en eso”(16).
Un ex secretario general de la fuerza aérea, el brigadier mayor Carlos Enrique Corino, puso en esta paleta un color diferenciado. A tono con el modo del debate político actual en Argentina, Corino elude definiciones y apela a una retórica cargada de sugerencias anfibológicas: “(la paz y la seguridad) no se logran desde ninguna ideología: ni la del pensamiento único ni la de la ingenuidad estratégica, ni de la infalibilidad de la democracia o de la implacable lógica de los mercados (…) Seamos capaces de hacer lugar a los marginados y a los excluidos, porque de lo contrario estaremos siempre expuestos a actos tan terribles, producto del resentimiento, de la impotencia o la irracionalidad (…) El mundo está en un laberinto y que yo sepa, de los laberintos sólo se sale por arriba”(17).
Rodríguez Giavarini ofreció su versión de lo que sería “salir del laberinto por arriba”: tras reunirse con Condoleezza Rice en Washington y antes de hacerlo con Robert Zoellick, el secretario de Comercio estadounidense, en un encuentro que al parecer ha puesto la lápida al Mercosur, declaró: “Me parece importante el ALCA, no puedo dejar de asociarlo, y me parece que ahora toma una dimensión especial: no sólo una lectura económica sino de integración y de seguridad continental”(18).
Racionalidad y sinrazón
El 20 de septiembre pasado el Congreso estadounidense aplaudió de pie definiciones como éstas: “Vamos a utilizar cualquier arma. Ningún procedimiento, sin importar cuál desde el punto de vista ético, ninguna amenaza por mortífera que sea –nuclear, química, biológica u otras– han sido excluidos (…) No será un breve combate; será una guerra prolongada, de muchos años, sin paralelo en la historia (…) Es la lucha de todo el mundo, es la lucha de la civilización (…) Dios no es neutral”.
Excepto los presidentes Hugo Chávez y Fidel Castro –cuyo discurso 36 horas después del de Bush debiera ser meditado sin prejuicios por toda persona sensata y honesta– no ha habido gobernantes ni dirigentes políticos de peso que contradijeran explícitamente el rumbo en el que Washington pretende lanzar al mundo. Tamaña omisión es por demás indicativa del clima ideológico y político que vive la humanidad. No será posible eludir el precio que esta degradación plantea. La noción de que “Dios no es neutral” iguala a Bush y Ben Laden en la irracionalidad y el fanatismo (con la diferencia de que a Bush le escribieron su discurso quienes representan el poder del mayor imperio de la historia), pero no son ellos los contendientes y no es la “tercera guerra mundial” lo que se ha desatado, por mucho que cierta prensa, a la medida de estos dos personajes, se empeñe en afirmarlo. Aunque esté involucrado, no es Ben Laden quien provocó esta hecatombe. Y no es contra él que el Capitolio aplaude a quien esgrime armas nucleares y bioquímicas para llevar a cabo “una guerra prolongada, de muchos años, sin paralelo en la historia”. Fidel Castro resumió así el panorama que enfrenta la humanidad: “El jueves, ante el Congreso de Estados Unidos, se diseñó la idea de una dictadura militar mundial bajo la égida exclusiva de la fuerza, sin leyes ni instituciones internacionales de ninguna índole. La Organización de Naciones Unidas, absolutamente desconocida en la actual crisis, no tendría autoridad ni prerrogativa alguna; habría un solo jefe, un solo juez, una sola ley”.
El estrépito de aviones de línea chocando contra edificios cuyo simbolismo supera toda enunciación; el espanto por los millares de personas asesinadas, ocupan el lugar que han dejado vacío la cobardía intelectual y política, la incapacidad para elucidar cuáles son las fuerzas en rumbo de colisión y por qué se expresan a través de la irracionalidad y el crimen. Sin embargo, el gobierno estadounidense no ha podido alinear hasta ahora siquiera a sus aliados; y los intentos de intoxicación de la opinión pública mundial han producido un resultado inverso al buscado por los grandes medios. A la embestida guerrerista le saldrá al paso en todo el mundo –ya está a la vista dentro mismo de Estados Unidos– un movimiento masivo por la paz; a la amenaza de restricción a las libertades democráticas y los derechos civiles la contrarrestará una fuerza que si hasta ahora pudo ser definida como “globalifóbica”, de aquí en más levantará banderas de redención. Si las medidas económicas aplicadas por Washington inmediatamente después de los atentados han cerrado el brevísimo ciclo de reinado del “neoliberalismo”, el impacto que derribó el World Trade Center y dos de los cinco lados del Pentágono clausuran, en la conciencia de miles de millones de seres humanos, el igualmente fugaz reinado del irracionalismo posmoderno y sus incontables prolongaciones de tilinguería intelectual y travestismo político. Una nueva fase de la historia, pletórica de confrontación de ideas y proyectos –como todas las que prologaron grandes saltos de la humanidad– comienza en estos momentos. El luto por los muertos, la fatiga moral ante tanto cinismo, no debieran ocultarlo.
- Ana Barón, “Europa pone límites a la alianza militar de EE.UU.”, Clarín, Buenos Aires, 19-9-2001.
- Ibid.
- Ibid.
- Ibid.
- “Putin revela cómo colaborará Rusia en la lucha contra el terrorismo”; CNN en español, Moscú, 24-9-01.
- “El gobierno ratificó que será solidario, pero aclaró: ‘con cautela y prudencia’”, Clarín, 18-9-01.
- “Europa e America do Sul contra ataques”, Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 22-9-01.
- “EE.UU. y Gran Bretaña atacarán Afganistán”, Clarín, Buenos Aires, 23-9-01.
- Luis Bilbao, “Estados Unidos alista un ejército para el ALCA”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, septiembre de 2001.
- Luis Esnal, “Brasil busca recuperar el liderazgo en la región”, La Nación, Buenos Aires, 16-9-01.
- “Venezuela apoya lucha antiterrorista de EE.UU., pero no ataques”, AP, Caracas, 22-9-01; 11:52 AM
- Walter Curia, “Para la región, un viejo ‘nuevo orden’”, Clarín, 21-9-01.
- Graciela Mochkofsky, “Por la crisis, nuevo rol de las FF.AA.”, La Nación, Buenos Aires, 16-9-01.
- “FBI rastrea bancos venezolanos en busca de terroristas”, El Universal, Caracas, 21-9-01; y “América Latina es vulnerable al terrorismo”, El Universal, 21-9-01.
- “Para la región, un viejo ‘nuevo orden”, Ibid.
- “El terrorismo es un ataque externo”, La Nación, 25-9-01.
- Carlos Enrique Corino, “Después del horror, el mundo en el laberinto”, La Nación, 19-9-01.
- Clarín, 24-9-01