Los misiles que Estados Unidos arrojó el viernes 16 sobre Bagdad definen un nuevo panorama mundial, cuyo rasgo esencial había logrado disimularse hasta hoy: Washington está decidido a llevar a adelante su política aun al precio del aislamiento internacional. América Latina deberá tener en cuenta estos desarrollos en la definición de sus alianzas.
Duda, rechazo y temor signaron la respuesta generalizada de quienes en América Latina habitualmente acompañan las decisiones de la Casa Blanca: «Sin el menor embozo o tapujo (Estados Unidos y Gran Bretaña) han asumido con entera naturalidad el papel de gendarmes globales (…) Mal que le pese a la tradición política de Occidente, hoy están plenamente impuestas la libre injerencia en función del poder militar y la noción de supranacionalidad como trasunto de un arbitrio extranjero proporcionado a la fuerza necesaria para aplastar a quien se ha resuelto que no merece existir (…) siglos de lucha por constituir un mundo más justo y más racional han terminado creando un sistema que sin apelar a creencias, leyes ni conveniencias limita sus aspiraciones a la aplicación de la ley del más fuerte», dice el editorial de «La Nación» de Buenos Aires, un medio a quien nadie osaría calificar de izquierdista(1).
Tan brutal, injustificada y extemporánea ha sido esta enésima agresión contra Irak (conviene recordar los bombardeos ordenados por William Clinton en septiembre de 1997 y en diciembre de 1998 y registrar que desde esta última fecha ha habido 29.209 incursiones aéreas estadounidense-británicas con base de partida en Turquía, Kuwait y Arabia Saudita), que las voces de condena no ocultan la confusión respecto de los verdaderos móviles de la Casa Blanca, pero coinciden en la alarma por la dinámica que presupone el hecho en sí y, sobre todo, el modo en que se llevó a cabo.
El Consejo de Seguridad de la ONU no fue consultado y ni siquiera informado. Lo mismo ocurrió con la OTAN, lo cual expone con crudeza sin precedentes la fractura entre Estados Unidos y la Unión Europea. Al parecer, tampoco el presidente ruso Vladimir Putin fue advertido por Washington con antelación. El Ministerio de Exteriores ruso emitió un comunicado en el que sostiene que «esta línea de acción contradice la Carta de la ONU y otras normas de derecho internacional, y agudiza la ya explosiva situación en Oriente Próximo». Hubo algo más elocuente que la declaración del Kremlin: ese mismo día Rusia disparó tres misiles estratégicos que desde un submarino nuclear en el Mar de Bárents, una base terrestre cercana a Moscú y un avión cuya posición no fue informada, recorrieron una distancia equivalente a la que separa las capitales de Rusia y Estados Unidos, aunque en esta oportunidad dieron en el blanco de un polígono de pruebas, en la península de Kamchatka. El amenzante despliegue fue explícitamente presentado como réplica a los planes estadounidenses de replantear el escudo espacial antimisiles, calificado por el general Leonid Ivashov como medida contra Rusia y China, frente a la cual «encontraremos una respuesta simétrica». La simultaneidad del ensayo con el ataque a Bagdad permite creer que los sucesores de la KGB continúan bien informados y Putin ha resuelto tensar los músculos.
Ante la difícil opción diplomática la Unión Europea dejó a París el centro del escenario. Horas después del ataque, el ministerio de Relaciones Exteriores de Francia hizo pública su «sorpresa e indignación» y declaró a la prensa que estaba «a la espera de explicaciones de la administración estadounidense». El gobierno chino condenó el bombardeo y sostuvo «la necesidad de respetar la soberanía, la integridad territorial y la independencia de Irak». La Liga Arabe, que agrupa a 22 países, reprobó con énfasis «este ataque que no tiene justificación, al tiempo que infringe las resoluciones y bases de la legalidad internacional». Desde las propias filas laboristas del primer ministro británico Anthony Blair, el líder Anthony Benn calificó el ataque como «un acto de terrorismo de Estado». En este concierto y pese a su reconocida preocupación por los derechos humanos, el canciller argentino Adalberto Rodríguez Giavarini no emitió ninguna declaración.
Hechos y argumentos
Los hechos son conocidos: 24 aviones de la US Air Force y la RAF británica atacaron Bagdad durante 50 minutos, escoltados por otras 26 naves de apoyo. El flamante presidente estadounidense, George Walker Bush, dio la orden desde México, donde visitaba a su par Vicente Fox, estupefacto por el inocultable mensaje que tal simultaneidad conlleva. Las bajas reportadas por el gobierno iraquí son tres muertos y 30 heridos, todos civiles, aunque según Washington el objetivo fueron cinco centros militares de radares, comunicaciones y control aéreo, situados en la capital iraquí. La operación fue explicada por un portavoz del Pentágono -hasta la hipocresía está en decadencia- como «un acto de autodefensa».
«Fue una misión de rutina», dijo Bush. El jefe de operaciones del Estado Mayor estadounidense, lo contradijo. Según el general Gregory Newbold, nuevos radares «aumentaron la eficacia» de la defensa antiaérea iraquí, poniendo en peligro a los aviones que garantizan el bloqueo aéreo. Esto, según la lógica de Washington, constituye «una provocación» y «una amenaza intolerable». El Pentágono se escudó en la ONU para legitimar el mantenimiento de la prohibición que aísla a Irak. Pero no hay tal base de justificación, como se encargó de subrayar el diario español «El País», que al igual que la totalidad de la prensa liberal internacional dejó en claro su rechazo a la escalada de Bush: «Las zonas de exclusión aérea sobre Irak no se fundan en ninguna resolución de la ONU. Fueron decididas por Estados Unidos y algunos de sus aliados en la guerra del Golfo»(2).
El citado editorial de «La Nación» duda entre «que verdaderamente no hubo motivo alguno para hacer lo que se hizo (…) o bien que esa acción haya obedecido a razones que no se juzgó prudente dar a conocer». Para explicar el ataque desde otros ángulos, se apela al sencillo recurso ofrecido por los singulares rasgos intelectuales del Presidente estadounidense, hijo además de quien una década atrás desató la guerra contra Irak. Pero el simplismo no aventaja a la lógica del Pentágono cuando se trata de explicar un punto en el que se resumen múltiples y complejísimos cambios en las relaciones económicas, políticas y militares del mundo de hoy.
Si el hecho dominante aparece al comparar las reacciones actuales con el mundo encolumnado tras Estados Unidos en la guerra de 1991, no es menos significativo que tras diez años de destrucción y bloqueo y pese al desmesurado costo humano de esta política, Saddam Hussein continúe al comando de Irak. Una especulación sobre este nuevo ataque alude a la inminencia de un avance de la oposición interna, a cuya victoria apostaría Washington con el bombardeo. Los despachos de la prensa occidental desde Bagdad, sin embargo, coinciden en que la agresión ha abroquelado aún más a la población en torno a Hussein y contra Estados Unidos. Está a la vista, además, que el mundo árabe, aliado a Washington en 1991, está ahora sin fisuras con Hussein, con la explicable excepción de Kuwait y Arabia Saudita.
La amenaza de Hussein de «bombardear Kuwait y Arabia Saudita» y atacar a Estados Unidos «por cielo, mar y tierra» debe entenderse en un contexto en el que se hunde el plan de paz estadounidense para Medio Oriente (resultante precisamente de la guerra de 1991) y recrudece la posibilidad de una guerra regional. Esa perspectiva fractura con más radicalidad que nunca al mundo árabe de la alianza israelí-estadounidense. Y el hecho es que Hussein no sólo recupera el apoyo árabe, sino que se eleva como líder de los palestinos. En este sentido, no cabe tomar a la ligera la decisión de Bagdad de formar, el día siguiente del bombardeo, «21 nuevas divisiones de voluntarios para la lucha por la liberación de Palestina»(3).
Que este ex aliado de la Casa Blanca -demonizado luego por crímenes que ya cometía contra kurdos y shiitas en la época en que coincidía con el Departamento de Estado en la guerra contra Irán- amenace transformarse en el líder de uno de los más explosivos movimientos antiestadounidenses en el mundo, es también un signo objetivo de la dinámica global. Como lo es el hecho de que pese al insólito despliegue de fuerzas militares para garantizar el bloqueo y las increíbles medidas destinadas a evitar el ingreso de fondos a Bagdad(4), en estos diez años Hussein no sólo ha logrado perforar el bloqueo en todos los sentidos imaginables, sino que ha recompuesto su posición diplomática, económica y militar. El 18 de enero Irak firmó un tratado de libre comercio con Egipto y el 1º de febrero hizo otro tanto con Siria; están previstos acuerdos similares con Jordania y Yemen. Desde noviembre último se reabrió el oleoducto entre Siria e Irak. Turquía (integrante de la OTAN y esperanza clave de Washington para su estrategia militar hacia Europa del Este, además de Medio Oriente), ha elevado la voz porque alega haber perdido 35.000 millones de dólares a causa del bloqueo a Irak.
«Saddam ha maniobrado respecto de las restricciones financieras contrabandeando petróleo. Pronto puede comenzar a desafiar la prohibición de importar armamento, porque sus fronteras son porosas y pocas naciones hacen esfuerzos por bloquear la venta y transporte de armamentos hacia Irak» reconocía un editorial de «The Washington Post» tres días antes del bombardeo(5). Falta agregar que entre esos países «despreocupados» por el bloqueo están algunos -y no los menos importantes- que acompañan a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU: China, Rusia y Francia (en ese orden y seguidos por Egipto), son los principales socios comerciales de Irak. Existen fundadas denuncias de que Ucrania, alentada por Rusia, provee los recursos técnicos y armamentos que al parecer resultan «intolerables» para el Pentágono.
¿Advertencia para América Latina?
Con todo, es conjeturable que la causa circunstancial más candente del conflicto de Estados Unidos con Irak resida en otro punto, incluso en otras latitudes. Desde hace dos años, el alza del precio del petróleo se ha convertido en acelerador de una crisis económica que, determinada por otras causas, perdió de este modo un factor clave de neutralización temporaria. Esa mudanza estuvo directamente provocada por una decisión política puesta en movimiento por el presidente venezolano Hugo Chávez, antes incluso de asumir su cargo, a inicios de 1999. La reactivación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y el posterior reanimamiento de diversas expresiones de lo que fuera el Movimiento de Países No Alineados, que culminarían el año pasado con la reunión de presidentes sudamericanos convocada en Brasilia por el presidente Fernando Henrique Cardoso, son otras tantas manifestaciones de un fenómeno inocultable ya por más tiempo: la gravedad sin precedentes de la crisis económica mundial provoca a la vez el creciente encono entre los tres grandes centros del poder (Estados Unidos, la Unión Europea y Japón); lleva al fracaso los ensueños de un dulce retorno al liberal-capitalismo de la ex Unión Soviética y China; induce un acto reflejo de unidad para la autodefensa en el conjunto de países subdesarrollados y dependientes… y empuja a Estados Unidos hacia un progresivo asilamiento.
Ya pueden leerse en los titulares de cada día, como cosa normal, datos reveladores de un drástico cambio mundial ocultados con celo hasta ayer: «Brasil relanza el Mercosur mientras Bush aprieta el acelerador a favor del ALCA»(6); «Tras su visita a México, Bush se concentra en América Latina»(7); «Chávez plantea un desafío mayor que Castro para los intereses estadounidenses» (8); «Repensar el liderazgo estadounidense para un mundo diferente»(9); «La Alianza (Estados Unidos-Unión Europea) se encuentra nuevamente dividida»(10); «Estados Unidos sospecha que Chávez intenta exportar su proyecto bolivariano»(11); «La UE asume como realidad el proyecto (de escudo antimisiles) de Bush»(12); «Rusia dispara tres misiles estratégicos en abierto desafío al escudo nuclear de Estados Unidos(13); «Revisando la guardia»(14); y como resumen de una lista inacabable de signos de los nuevos tiempos, la conclusión del ya reiterado editorial de La Nación: «estos trastornos entrañan el gran riesgo de generar un malestar que acaso un día resulte incontrolable, quizá conformado por partes parejas de hartazgo de los eternos perdidosos y descomposición moral de los perpetuos ganadores».
El diario liberal argentino asume que los misiles apuntan a todos quienes actual o potencialmente se nieguen a aceptar las decisiones de la Casa Blanca. Más aún, revela que, ideologías aparte, el peso de la crisis resulta insoportable ya no sólo para los desposeídos, al tiempo que reaparece como factor político el temor a eventuales desafíos al poder por parte de «los eternos perdidosos», que no son precisamente las clases gobernantes.
En Oriente Medio este cuadro se expresa en la dramática figura de los habitantes de Israel recurriendo nuevamente a las máscaras antigás, en previsión de un contragolpe iraquí, mientras las fuerzas armadas israelíes y estadounidenses realizan prácticas con los misiles Patriot. En América Latina la apariencia es menos trágica y aunque no hay espacio para ensoñaciones (mientras acelera la marcha del Plan Colombia y presiona desde todos los ángulos para imponer la dolarización, Bush acaba de designar como embajador en la ONU a John Negroponte, el organizador de la llamada «contra» nicaragüense), se multiplican los signos de un cambio en la actitud de los más diversos sectores sociales y en las relaciones de fuerza a todo nivel. El desembarco de David Rockefeller en La Habana en el mismo momento en que Bush escuchaba a Fox advirtiendo: «soy partidario de un acuerdo continental pero tenemos que consolidar primero los muchos acuerdos que tenemos» (adelanto de lo que se verá el 20 de abril en la reunión de presidentes americanos en Canadá), más que la impotencia del bloqueo a Cuba y la resistencia a las impiadosas condiciones del ALCA, mostró que la grieta entre Estados Unidos y el mundo tiene también una línea de prolongación interior.
La política exterior de Estados Unidos respecto de América Latina (cuya peor variante llevaría al límite el conflicto con Cuba; agravaría la situación en Colombia y podría desembocar en un enfrentamiento abierto con Venezuela), dependerá sobre todo de la conducta que definan los propios países latinoamericanos.
- «Bombas sobre Bagdad»; editorial de «La Nación», Buenos Aires, 19-02-01.
- «Exclusión aérea, una medida sin sanción de la ONU», El País, Madrid, 17-02-01.
- «Irak amenazó con tomar represalias», «La Nación», Buenos Aires, 18-02-01.
- Alain Gresh, «¡Irak pagará!», «Le Monde Diplomatique» edición Cono Sur, octubre de 2000.
- Anti-Saddam Tactics; International Herald Tribune, 13-02-01
- Juan Arias, «El País», Madrid, 17-02-01.
- María O’Donnell, «La Nación», Buenos Aires, 18-02-01
- Jim Hoagland, «Chávez Poses a Bigger Challenge to US Interests Than Castro», «International Herald Tribune», 03-02-01.
- Chester a. Crocker and Richard H. Solomon, «Rethink US Leadership for a Different World»; «International Herald Tribune», 26-01-01.
- Antonio Polito, «E l´Alleanza si ritrova nuovamente divisa», «La Repubblica», Roma, 18-02-01.
- Juan Jesús Aznarez, «El País», Madrid, 11-02-01.
- Bosco Esteruelas, «El País», Madrid, 17-02-01.
- Rodrigo Fernández, Ibíd.
- «Reviewing the Guard»; editorial de «The Washington Post» referido a los planes de rearme del gobierno Bush; «International Herald Tribune», 13-02-01.