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Masa, individuo y dirección

PorLBenAXXI

 

Teoría y política: publicado en 2008 por el director de América XXI, Venezuela en Revolución: Renacimiento del Socialismo(1)adelanta el análisis científico del significado de la figura de Chávez en el marco de la crisis capitalista internacional y regional. Opuesto a las interpretaciones personalistas de la historia y alejado del culto a la personalidad, este cuarto capítulo, titulado “Masa, individuo y dirección”, indaga el papel del individuo desde el materialismo histórico, retoma los aportes teóricos del ruso Jorge Plejanov y descifra el peso objetivo de Chávez en el mundo actual. La inesperada enfermedad del presidente venezolano exige una interpretación consistente del papel de esta figura excepcional en el conjunto latinoamericano y al interior de Venezuela.

 

“Debemos triunfar por el camino de la revolución y no por otro; el impulso de esta revolución ya está dado, lo que debemos hacer es darle buena dirección.”

Simón Bolívar

 Nada más sorprendente que la irrupción de aquello temido o anhelado durante mucho tiempo. Una revolución, por ejemplo. Nada más desconcertante e irritante que la aparición de actores políticos inesperados, aptos para cambiar el decorado previsto en el guión y ocupar el centro del escenario. La perplejidad ante el inicio de un movimiento revolucionario y el papel jugado en él por Hugo Chávez explica en buena medida que la burguesía local, así como la embajada estadounidense y los propios intelectuales, partidos y cuadros políticos de la izquierda venezolana, evaluaran tan erróneamente en su comienzo la aparición –entendida como intromisión– de un personaje ajeno a la izquierda y sin antecedentes partidarios.

Evaluar el papel de un individuo circunstancialmente prominente no es una cuestión menor y no está en absoluto vinculada con interpretaciones psicológicas. En el caso venezolano, la exigencia es más imperativa que en otros. Acaso por eso mismo, sobresalen tanto más los errores.

En materia de intelección inmediata de grandes acontecimientos la historia registra resbalones grotescos y el listado no perdona derechas ni izquierdas, deslucidas a la hora de distinguir en sus primeros pasos una revolución de una contrarrevolución. O viceversa. Contra lo que puede suponerse, no es sencillo reconocer la naturaleza de una transformación social en medio de las convulsiones que le dan origen. Tanto más difícil es prever la llegada de tales situaciones y, cuando suceden, ocupar en ellas un papel dirigente. Venezuela es ejemplo descollante de confusión teórica y política, a derecha e izquierda, desde el momento en que el statu quo recibió un golpe mortal con el Caracazo, luego con la abrupta aparición de un dirigente militar y finalmente con el recorrido de una revolución que en cinco años atravesó una sucesión de etapas hasta proclamarse socialista.

¿Qué papel le cupo a Hugo Chávez en esa marcha vertiginosa? ¿Es responsable del giro en 180 grados de la Venezuela del Pacto de Punto Fijo, o sólo es el emergente de un estado de cosas insostenible?

Con el paso de lo siglos han cambiado las formas de interpretar la gravitación real de quienes conquistan lugares prominentes en el devenir de la historia. Hacia el 1700 el sujeto individual lo era todo. Luego, por el contrario, se atribuyó a causas generales un destino fatal para la sociedad, ante las cuales el individuo no podía sino malearse y someterse. La primera cargaba todo el peso del desarrollo histórico al genio individual, a los “grandes hombres”. La segunda negaba por completo la capacidad humana individual para pesar sobre los acontecimientos trascendentales.

Más tarde el materialismo histórico vendría a dar basamento científico a una interpretación en la cual la libertad se conjuga con la necesidad y bajo determinadas condiciones el individuo cuenta en grado sumo, acaso de manera decisiva. Cupo a Jorge Plejanov desarrollar esa interpretación dialéctica que combinaba las causas generales con el papel del individuo en la historia:

“Las relaciones sociales tienen su lógica inherente: en la medida en que las personas viven en un determinado relacionamiento mutuo se comportarán, pensarán y actuarán de una manera dada y no de otra. Los intentos por parte de hombres públicos de combatir esta lógica serán infructuosos; el curso natural de las cosas (por ejemplo, esta lógica de relacionamiento social) reducirá todos sus esfuerzos a la nada. Pero si yo conozco en qué dirección están cambiando las relaciones sociales debido a determinados cambios en el proceso de producción socioeconómico, podré también saber en qué dirección está cambiando la mentalidad social; consecuentemente, estaré en condiciones de influenciarla. Influenciar la mentalidad social significa influenciar los acontecimientos históricos. De allí que, en un cierto sentido, puedo hacer historia, y no será necesario para mí esperar que ésta ‘sea hecha’”(2).

En los idus del siglo XX este andamiaje teórico legado por los dos siglos anteriores se disolvió en un eclecticismo insustancial. Arrastrada por la superficialidad periodística, la interpretación del papel del individuo en la historia dio lugar a una caricatura adaptada a cada necesidad: el sujeto individual remplazó a las clases sociales y fue investido de todos los poderes, a la vez que se daba por descontada la intangibilidad del sistema capitalista, con lo cual el lugar de los “grandes hombres” en la historia se limitó a la adquisición de aptitudes suficientes para lograr apariciones exitosas en televisión, ganar votos e impulsar, con la fuerza así obtenida, el “modelo” económico dictado por la coyuntura inmediata. Un mismo golpe de publicidad postmoderna desconoció el peso de las causas generales, es decir, de la necesidad, y eliminó toda libertad individual frente al devenir histórico. Los asesores ocuparon el lugar del pensamiento teórico, las consultorías reemplazaron a los partidos y la encuesta sustituyó la defensa de opiniones fundadas y la educación de las masas.

No es sorprendente que en semejante ambiente la aparición de Hugo Chávez fuera desdeñada, atacada o ensalzada, pero casi sin excepción incomprendida. Luego, ya con la dialéctica histórica a toda velocidad, esa misma incomprensión llevaría a la reacción internacional a identificarlo con la causa de todos los males, a la vez que una porción para nada desdeñable de las izquierdas transformaría su figura en poco menos que un ícono viviente, mientras que otra porción igualmente significativa continuó identificándolo con una mera variante de las incontables artimañas del capital para sobrevivirse. El factor común a todos, desde luego, es la incomprensión de la realidad mundial, del papel de América Latina en ese conjunto y del peso objetivo de Hugo Chávez sobre la marcha de la historia en este momento crucial de la humanidad.

En descargo de tanto desacierto hay que decir que errores de pareja magnitud fueron cometidos por no pocos “grandes hombres” a lo largo de la historia.

Ya se quejaba Robespierre de la incapacidad de los teóricos de su tiempo para reconocer una revolución cuando ésta aparecía:

“La teoría del gobierno revolucionario es tan nueva como la revolución que la ha traído. No hay que buscarla en los libros de los escritores políticos, que no han visto en absoluto esta Revolución”(3).

El propio Lenin, cuya perspicacia no era menor que su penetración teórica de los fenómenos cotidianos, malinterpretó el cuadro real de los acontecimientos en Rusia a comienzos de 1917 y desde su exilio en Suiza auguraba un prolongado período de retracción de las masas y retroceso político en su país. A diferencia de las dirigencias de izquierdas contemporáneas, Lenin corrigió muy rápidamente su error a la vista de la revolución que derrocó al Zar en febrero para dar paso al gobierno burgués encabezado por Kerensky. Para continuar con el juego de ironías de la historia, la corrección de la fugazmente errónea interpretación de la coyuntura en Rusia invirtió nuevamente los términos del debate: en sus célebres Tesis de abril Lenin mostró que aquel no era el desenlace de una revolución burguesa, sino el comienzo de una revolución proletaria y socialista. La totalidad de los miembros de la dirección de su partido, incluidos los hombres de su núcleo íntimo, formados en su escuela, aquellos en quienes más confiaba, entendieron lo contrario y se opusieron frontalmente a las propuestas políticas que Lenin deducía de su interpretación, luego sintetizadas en la famosa consigna “todo el poder a los soviets”.

A lo largo del tiempo estos casos de strabismo jamás resultaron inocuos. La confusión que se apodera incluso de hombres con larga experiencia y sólida formación en los momentos en que la historia tuerce su rumbo, invariablemente está asociada con el andamiaje teórico con el cual cada quien enfrenta la realidad, pero también con el carácter y las particularidades del individuo. De hecho, millones de ínfimos factores, innumerables determinaciones, concurren para que una persona sepa y pueda hacer lo necesario en el momento indicado. Y cuando esa persona existe, cambia el curso de los acontecimientos. La historia no es fatal. El individuo no es prisionero perpetuo de las condiciones generales.

Permítasenos seguir un instante más con el ejemplo citado. Pocos se interesan hoy en el hecho de que apenas horas antes de la insurrección que en octubre de 1917 diera lugar a la Revolución Rusa, Kámenev y Zinoviev, dos hombres del más íntimo entorno de Lenin, opuestos a la decisión de la acción armada, denunciaron en un diario dirigido por Máximo Gorki la insurrección programada y dirigida por Lenin y Trotsky, al comando respectivamente del Partido y los soviets. No menos indicativo de las vacilaciones, dudas y temores de cuadros teóricamente sólidos y fogueados en años de lucha clandestina, es que ante la indignada reacción de Lenin y su exigencia de que Kamenev y Zinoviev fueran expulsados del Partido, prácticamente nadie en el Comité Central tomó en cuenta su demanda y en el órgano partidario, dirigido por el entonces desconocido Stalin, éste abogó por la concordia.

Tales comportamientos, a primera vista incomprensibles, resultan menos impenetrables cuando se asume el peso que sobre la conducta humana tiene la fuerza combinada de una concepción consolidada y la habilidad para interpretar una situación dada. En el caso del inicio de la Revolución Rusa, pesaban la noción de etapa democrático-burguesa alegadamente insoslayable antes de la revolución socialista, tanto como la errónea caracterización del estado de ánimo de las masas populares. Para hacer más patente la dificultad en la toma de decisiones en tales momentos, hay que subrayar que quienes para oponerse a la insurrección alegaban la apatía de las masas, tenían muy sólidos argumentos en los que apoyarse: de hecho, durante los meses previos se había apoderado de las masas obreras y campesinas una combinación de retroceso y apatía que el gobierno provisional de Kerensky aprovechó para acusar a Lenin de agente alemán, obligando a que éste pasara a la clandestinidad. Como dato ilustrativo de las ironías de la historia, cuando Lenin discutía los últimos aprontes de la insurrección y exigía la expulsión de sus dos más próximos camaradas, lo hacía vistiendo aún el disfraz con el cual disimulaba su identidad al volver a San Peterburgo, para protegerse de la policía pero también de ciudadanos que pudieran reconocerlo.

La denominada historia contrafactual carece de consistencia. No obstante, es legítimo afirmar que sin la presencia de Lenin y Trotsky –aquél como jefe del Partido, éste como presidente de los sóviets– la insurrección no hubiese ocurrido, la Revolución Rusa hubiese tomado –si acaso tenía lugar– por muy diferentes caminos y el decurso de la historia mundial durante el siglo XX hubiese sido otro. He allí el papel del individuo en la historia.

Siguiendo con este caso, el desenlace inmediato de la controversia pudo quitarle la profundidad y el dramatismo que encerraba aquella interpretación opuesta de un mismo fenómeno, por parte de personas que, en principio, buscaban los mismos objetivos y, en términos formales, pensaban con las mismas categorías. Basta detenerse un instante en el episodio, sin embargo, para comprender que éste bien podría haber desencadenado una confrontación violenta en la cúpula revolucionaria; sólo la premura del momento y la generosidad de un proyecto de dimensiones históricas puede explicar que la actitud de delación de la insurrección ¡en un órgano de prensa del propio partido! no terminara con la defenestración –y aun el fusilamiento: téngase en cuenta que el país estaba hundido en la Primera Guerra Mundial y en un clima de brutalidad sin límites– de ambos dirigentes.

Una década más tarde, ya en ausencia de Lenin y en un cuadro por completo diferente, una divergencia análoga en el sentido de que el conjunto de políticas en disputa era interpretado como favorable o contrario al curso de la revolución, llevó a un choque frontal entre los mismos protagonistas, sólo que en esta oportunidad quienes habían errado en 1917 tuvieron en sus manos la fuerza para hacer prevalecer sus opiniones y la usaron no sólo para aplicar la línea que entendían correcta, sino para descargarla contra sus oponentes dentro del propio partido de la revolución: la intrincada madeja de razones que conducen a interpretar de una manera o la opuesta una coyuntura histórica dada dejó de dirimirse en el terreno de las ideas y pasó al de la fuerza. Fue el comienzo del fin de la Revolución Rusa. Y también esa circunstancia, definida por el papel de determinados individuos, gravitaría de manera decisiva sobre el curso de la historia mundial.

Cabe una pregunta sin respuesta posible: ¿qué hubiese ocurrido en Venezuela (y luego en Bolivia, más tarde en Ecuador) si Chávez hubiese sido asesinado durante las 47 horas en que estuvo secuestrado por los jefes del golpe fallido en abril de 2002?

Al objeto de aclarar más aún la causa por la cual sometemos al lector a este desmesurado salto entre Caracas y Petrogrado con un siglo de por medio, cabe subrayar que tanto en las disputas previas a la insurrección como en la brutal confrontación desenvuelta a partir de mediados de los años 1920, todavía no existían entre los contendientes fuerzas de naturaleza económica, mezquindades materiales, que dictaran sus conductas. En tales situaciones –y tantas otras que con parejo dramatismo registra la historia– los individuos aparecen como hojas secas arrastradas por un vendaval o, en casos excepcionales, como gigantes capaces de vencer fuerzas aparentemente desprovistas de toda lógica y con inmensa potencia. Basta seguir los pasos zigzagueantes de personajes con capacidades sobresalientes en momentos de gran convulsión social –como son los casos prototípicos de las revoluciones francesa y rusa– para comprobar cómo el talento, la energía y la entrega a una causa pueden resultar insuficientes para evitar no ya el error sino la más rotunda desorientación y aún su implicación en crímenes horrendos, que al cabo atentan contra los fines subjetivamente buscados. A la luz de los años, semejantes comportamientos resultan incomprensibles incluso, a menudo, hasta para los propios actores, que una vez atrapados por la lógica de su accionar pueden ser arrastrados a límites impensables. En el fragor de los acontecimientos todo luce diferente y son escasas las personas en las que ocurre la feliz combinación de fortaleza de carácter, lucidez para la aprehensión de la realidad inmediata y basamento teórico suficiente, como para actuar en el sentido profundo que trazan las fuerzas invisibles de la sociedad. Esos son los dirigentes reales.

Salvando todas las distancias, un fenómeno análogo de confusión, incomprensión y perplejidad operó sobre la conciencia y la inteligencia del mundo político venezolano, cuando un oscuro teniente coronel alzado contra el orden constitucional inició su metamorfosis como abanderado de una revolución social. Energías contenidas o desviadas durante décadas reaparecieron de manera tumultuosa, indefinida, corporizadas en la figura de Hugo Chávez. A esta altura del desarrollo del pensamiento sociológico, político y filosófico, no es difícil de entender la emergencia de tales representaciones. Pero en los cenáculos de los estrategas de Washington, en las cúpulas de la burguesía venezolana y en casi la totalidad de las organizaciones de izquierda fallaron dos aspectos en la evaluación. Primero, la hondura insondable, generalizada y de larga data de la crisis trasuntada en la identificación de millones de seres humanos con un personaje. Segundo, el personaje mismo.

Todos erraron redondamente en la interpretación de la coyuntura abierta en el país con el Caracazo, de las características personales de Chávez y de la dialéctica entablada entre la subjetividad de las masas descontentas y el teniente coronel bolivariano.

(…)

 

Causas generales y voluntad del sujeto

Como un huracán, el triunfo de Hugo Chávez en las elecciones venezolanas de diciembre de 1998 redujo a escombros el sistema político representado por socialcristianos y socialdemócratas. Anatematizado por la oposición interna y por el establishment internacional como golpista, dictador, caudillo populista, Chávez encarnó la esperanza de justicia para su empobrecida población. Pero lo hizo solo, huérfano de organizaciones políticas y sociales en capacidad de llevar adelante no se diga ya una revolución, sino un proceso de medianas transformaciones.

Si con la sublevación militar del 4 de febrero de 1992 Chávez había mostrado determinación para la acción pese a la más que evidente dificultad de la empresa, ya en una situación por completo diferente, obró de la misma manera, primero como candidato y luego como presidente electo. El 6 de diciembre de 1998 había obtenido el 56,3% de los votos, contra el 39,9% de todos sus enemigos aunados. Se desplomó así un régimen y comenzó una revolución política.

Bastará señalar que los derrotados fueron Acción Democrática (AD) y Copei, los partidos de Carlos Andrés Pérez, titular durante años de la socialdemocracia en América Latina, y Rafael Caldera, el más exitoso de los socialcristianos en el continente, para concluir que en ese caso se derrumbaba mucho más que el andamiaje de poder venezolano.

Frente a un cúmulo de fenómenos anunciadores de grandes acontecimientos, cuando hubiese sido lógico un esfuerzo por información genuina, análisis consistente y debate sin tramoyas que ocultaran la realidad, el tema excluyente pasó a ser la vocación democrática o dictatorial del individuo en cuestión. “Chávez lleva a Venezuela a una dictadura; pero su punto fuerte es que nos ha ganado con nuestras propias reglas” me explicaba en 1999 un alto dirigente de Acción Democrática, quien con gesto de resignación admitía: “nuestro partido está destruido”. Ya entonces, sin coraje para expresar su pensamiento a cara abierta ante su propio partido, este hombre daba por perdida toda resistencia desde las fuerzas internas y confiaba únicamente en una contraofensiva con base en la denuncia de deslizamiento hacia un régimen totalitario; el plan contraofensivo en que confiaba, supuestamente tendría efecto “desde el exterior hacia adentro; el mundo comprenderá más fácil que este pueblo ganado por el populismo y la demagogia”, explicaba, probablemente sin saber cuánto decía.

Esta suerte de rendición anticipada en el frente interno era perfectamente explicable. Las imputaciones de totalitarismo y el fantasma de la dictadura habían sido consignas centrales ya durante la campaña electoral de 1998. A medida que los sondeos indicaban el crecimiento de la candidatura de Chávez, sus contrincantes acentuaban el rasgo más conocido del naciente líder: su condición de militar alzado en armas contra el régimen institucional.

(…)

No cambiaría el tono en 1998, cuando a la cabeza de una heterogénea coalición apoyada en el MBR-200 y numerosas fracciones de izquierda, Chávez decidió presentarse como candidato a presidente: apeló a la célebre noción de Clausewitz, según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios, pero invirtió los términos: “También podemos decir que la política es la continuación de la guerra por otros medios”. A la luz de los hechos, dos puntos quedarían fuera de discusión poco después: su capacidad para saber dónde estaba el país real y la rontal honestidad en la denuncia al sistema, clave sin duda del volcánico desplazamiento en la conducta política de las mayorías.

Con la totalidad de la prensa apoyándose para atacarlo en ésta y otras definiciones aún más crudas, el candidato crecía más cuanto más se lo condenaba como “enemigo de la democracia”, puesto que ésta era identificada por las mayorías con el régimen vigente.

(…)

Intrincadas teorías respecto del papel de los medios de comunicación como barrera insuperable para ejercer una política de oposición radical cedieron ante el efecto arrollador de una realidad más dura que las muy duras expresiones de Chávez: en Venezuela, un país ubérrimo, con las mayores reservas de petróleo y entre los principales exportadores en el mundo, proveedor de la mitad del crudo que importa Estados Unidos, el 80% de la población estaba en situación de pobreza y pobreza extrema.

En ese punto las causas generales plasmaron en un nombre. Pero el individuo se eclipsa ante la magnitud del colapso político venezolano, la potencia de las fuerzas desatadas y el impacto previsible sobre la región.

El torbellino no ha cesado de crecer desde entonces. En la ceremonia de asunción del cargo, el 2 de febrero, el nuevo Presidente juró “por esta Constitución moribunda” y acto seguido convocó a un referendo para rehacerla: el 25 de abril obtuvo el 75% de los votos. En julio, cuando convocó a la ciudadanía a las urnas por tercera vez en seis meses para elegir diputados constituyentes, el 92% de los votantes, sobre la base de un 60% de abstención, se pronunció a favor de los candidatos respaldados por el presidente (127 sobre 132 integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente, ANC). Un régimen inconmovible durante medio siglo hecho escombros en medio año.

 

Demiurgo esquivo

Acusado de fascista “carapintada” tanto en Venezuela, como en el exterior por casi toda la prensa, denunciado como “agente cubano” por el coronel Mohamed Seineldín (jefe de la corriente del ejército argentino denominada precisamente carapintada), satirizado e insultado por Mario Vargas Llosa, Carlos Montaner y otras muchas plumas reconocidas de la gran prensa internacional, descripto en Argentina como remedo del presidente Carlos Menem(4), identificado luego con el presidente peruano Alberto Fujimori y anatematizado por la mayoría de las corrientes de izquierda, no resultaba sencillo definir el carácter del fenómeno que lideraba en 1999 el ex teniente coronel, quien para completar el intríngulis afirmó el concepto de “revolución pacífica”.

El sujeto de diatriba, por lo demás, no facilitó la labor. Aparte sus pronunciamientos en el terreno ideológico, que durante años se atuvo exclusivamente al “árbol de las tres raíces”, su conducta de singular versatilidad dejó espacio para que cada quien creyera que estaba ante un pragmático sin contacto alguno con objetivos asimilables a una revolución, o frente a un hábil conductor, sensible a las relaciones de fuerzas contemporáneas.

La dificultad para abarcar el fenómeno en toda su dimensión se acrecentó porque la explosión de fuerza inocultable en las urnas no se correspondía con la movilización social y, en ausencia de un movimiento de masas organizado y militante, el ritmo y curso de los acontecimientos derivaban ante todo de las decisiones del Presidente y del círculo más íntimo de sus colaboradores, entre los cuales descuellan sus ex compañeros de conspiración en las fuerzas armadas.

Hacia fines de 1999, cuando se aproximaba la elección para aprobar la nueva Constitución y luego su propia reelección como Presidente, le pregunté a Chávez si no existía el riesgo de que la población no respondiera positivamente. Su respuesta:

“Siempre hay riesgos. Pero los riesgos se miden, se evalúan y se enfrentan. El pueblo venezolano ha venido elevando muchísimo su nivel de conciencia. Los engañadores de todas las horas, como los llamaba Gaitán, se estrellan de manera permanente contra una conciencia colectiva. Se han estrellado miles de millones de dólares en campañas de difamación, de terror. Esa conciencia se ha fortalecido mucho. Y tenemos pueblo para rato. Yo mismo estoy sorprendido con los resultados de las últimas encuestas, porque gobernar desgasta mucho. No es lo mismo estar en la oposición, en la calle, con el pueblo, protestando, que ser gobernante y recibir millones de quejas y no poder solucionarlas todas, en medio de una crisis espantosa. A pesar de eso, el apoyo popular al gobierno ha aumentado. Eso significa que aquella conciencia es roca; no es una espuma que subió en un momento determinado”(5).

Ninguna de estas afirmaciones es falsa. Sin embargo una de ellas debe ser puesta en su contexto: “aquella conciencia es roca”, sí, pero para defender al individuo en que ha depositado su esperanza. No había entonces –y no hay todavía– conciencia de clase, conciencia socialista. Eso significa, nada menos, que todo el inmenso poder, la fuerza inconmensurable de un pueblo de pie, descarga sobre los hombros de un individuo.

Yerrará quien prefiera entender esto como panegírico. El objetivo es desatar el nudo de un problema que va mucho más allá del lugar y la circunstancia donde ocurre. Lejos de la apologética, se trata de la necesidad de explicar el hecho objetivo que define la realidad venezolana y se expande hacia fuera: el renacimiento de la idea de revolución no reposa sobre masas con conciencia y organización, las cuales sin embargo han mostrado su voluntad de revolución y su disposición a movilizarse y entregar la vida en defensa de aquél en quien depositan su esperanza. Sólo a partir de esa certeza se podrá valorar el papel de Chávez en este proceso y medir las columnas de fortaleza y los puntos débiles en la estructura de la Revolución Bolivariana.

Siempre en función de ofrecer al lector pistas seguras para arribar a la conclusión que este capítulo pretende, interesa observar la respuesta de Chávez en 1999 ante la pregunta de cómo atacar los efectos sociales de la crisis:

“Nosotros tenemos una visión de largo plazo, pero no queremos caer en uno de los grandes defectos del pensamiento estructuralista, que tiene dificultad para mirar el corto plazo. Le ponemos mucha atención al corto plazo. Porque de eso dependerá que lleguemos al mediano. Y del mediano al largo. Un puente hacia el camino. Los paliativos tocan lo estructural, pero marchan sobre lo coyuntural. Por ejemplo el Plan Bolívar 2000, un plan de atención inmediata, de emergencia, a los más necesitados, a los que más han sufrido los nefastos resultados de las políticas neoliberales de los últimos 10 o 15 años. Se trata de utilizar todos los recursos del Estado, civiles y militares, científicos, tecnológicos, financieros, para atender a ese 80% de pobreza, de marginalidad, hasta donde podamos. Ya tenemos seis meses con ese plan. Se han incorporado unos cien mil militares y civiles, hombres y mujeres, especialmente jóvenes, voluntarios, profesionales, médicos, que colaboran los fines de semana sin cobrar un centavo; personas que tienen propiedades y están donándolas para construir viviendas, hospitales, ambulatorios, atención a los ancianos, a los marginales, a los niños de la calle. (…) El programa Bolívar 2000 es en resumen el gran proyecto social en la coyuntura”(6).

No había desmesura en la evaluación respecto de la efectividad de este plan articulado sobre la estructura de las fuerzas armadas en la calle y en función social. Allí estribó la popularidad del Presidente. Pero la operación tenía también otro objetivo: reeducar, elevar la conciencia de sus camaradas de armas, neutralizar la oposición interna militar, dificultar toda capacidad de reacción de aquellos mandos que en 1992 vencieron a Chávez y lo enviaron a la cárcel de Yare, pero también de otras franjas, ya claramente delineadas en la oposición. En la gestación y aplicación de aquel plan inicial para responder a la estridente demanda social, cuando apenas comenzaba la revolución política y debía actuar sin marco legal y sin fuerzas de masas organizadas, está la huella genética del individuo al mando; como lo está en la evaluación excesivamente esperanzada de la conducta de sus camaradas de armas y del conjunto social que lo acompañaba.

Al evaluar esas características no es posible eludir un rasgo principal, confesado desde antes de asumir la Presidencia:

“Siento la amenaza de las viejas tendencias, en todas partes, en gente que tú pensabas, creías, o creíste que tenían concepciones distintas y resultaron el mismo virus de los partidos tradicionales. Si a algo le tengo terror es a eso, a verme dentro de 20 años convertido en un gobernador, alcalde o presidente, utilizando lo mismo que tú creías combatir o que de verdad en una ocasión combatiste. Lucho conmigo mismo para no dejarme arrastrar por las corrientes”(7).

Para sumar otro trazo en el autorretrato vale repetir otra definición, ofrecida como al pasar en una conversación sobre otro tema, a bordo de su avión en un viaje internacional:

“¿Cómo concebir a un Bolívar sin la masa? ¿Cómo concebir a Lenin sin los bolcheviques? ¿Quién podría expulsar sólo, por sí mismo, un imperio como el español? ¿Sucre, Páez, Bolívar? Sin la masa jamás hubiese sido posible.”

Y allí cobra significación un párrafo recién citado, en el que Chávez corrige, para aumentar, el concepto de uno de sus maestros, Simón Rodríguez: “la fuerza material está en la masa, la fuerza moral está en el movimiento, y yo le agregué: la fuerza transformadora en la masa en movimiento consciente y acelerado”.

Pero al evaluar ese “movimiento consciente y acelerado” como base material, desde el comienzo mismo Chávez no se deja engañar por las apariencias y observa que, si bien la revolución política tiene una sustentación muy ancha, el caso es diferente cuando se piensa en una revolución social:

“Desde el punto de vista social hay un proceso mucho más pastoso, mucho más difícil, más engorroso que el político, mucho más lento por supuesto, perturbado, a veces impulsivo. Y sin embargo le estamos entrando a la transformación social, en lo que hemos llamado la cancelación de la deuda social, con el objetivo de elevar los niveles de vida de la población por encima de los umbrales humanitarios”(8).

En esa dificultad sugestivamente definida como “pastosidad”, Chávez está señalando la barrera existente entre la respuesta objetiva que unía y a la vez separaba dos partes subjetivamente muy diferenciadas de un conglomerado heterogéneo y ampliamente mayoritario: la negativa de los de abajo a continuar viviendo en la miseria y la marginalidad, y el rechazo al régimen político corrupto y brutal por parte de las clases medias. Por detrás de esos sentimientos colectivos está la contradicción entre el sistema y el desarrollo de las fuerzas productivas, pero que en la visión general es interpretada como choque con el régimen político.

Una parte de la sociedad –las clases medias y una franja de la burguesía– reacciona convencida de que la solución está en la adopción de medidas políticas más o menos radicales, tendientes a sanear el mecanismo, obturar grietas del gobierno y el Estado por donde fugan volúmenes desmesurados de riqueza y recomponer el entramado político que sostiene al Estado. Otra parte, mayoritaria, simplemente asume, para decirlo con una expresión clásica, que “ya no quiere vivir como hasta entonces”. Está compuesta por aquellos que según otra frase de resonancias conocidas, “no tienen nada que perder”. Son las víctimas de un proceso de desarrollo deformado y desprovisto de toda reflexión social y consideración humana, en el cual la economía petrolera polariza la riqueza y la pobreza extremas, empuja a millones de personas del campo a la ciudad y crea una arquitectura social insostenible, dramáticamente plasmada en las montañas que rodean al valle de Caracas con cientos de miles de viviendas precarias que, en elocuente metáfora de la realidad venezolana, penden literalmente al borde del abismo. Son los habitantes de los cerros, destinados a servir, limpiar y custodiar a una minoría privilegiada de burgueses grandes, medianos y pequeños. Carecen de todo derecho político; viven en condiciones miserables: no tienen asistencia sanitaria ni educación; sufren los efectos devastadores de la desocupación, los salarios ínfimos, la violencia, la delincuencia, la degradación acelerada por la invasión de la droga y sus estragos sobre la juventud.

Entre esa masa mayoritaria y la minoría elegida está la clase obrera industrial: relativamente pequeña pero compacta, tan poderosa como inconsciente de su fuerza, neutralizada y obnubilada por salarios y condiciones de vida que, en comparación con subempleados y buhoneros hacen sentir a sus miembros como una verdadera aristocracia entre los pobres.

El espectro político refleja linealmente esta estratificación social. Los partidos de la burguesía han cooptado a buena parte de los de abajo a fuerza de asistencialismo y corrupción. Ninguno de sus dirigentes ha comprendido que esa victoria equivale a congratularse por franquearle los muros de Troya al caballo hueco cargado de combatientes enemigos. Las izquierdas, después del fracaso de los intentos guerrilleros entre 1960 y 70, sufren el golpe combinado de la consolidación de las estructuras socialdemócrata y socialcristiana, la anomia del proletariado y la fuga de estudiantes e intelectuales hacia el ensueño postmodernista.

Bloqueo y disponibilidad, como un todo inseparable, para cualquier propuesta de cambio profundo.

Una singular combinación de factores, siempre con el Caracazo y el estrangulamiento económico como trasfondo, catapultó a Chávez al poder, con el respaldo clamoroso de los tres sectores señalados. La propia composición del gobierno tradujo inicialmente de manera directa esa realidad de heterogeneidad extrema: portavoces de una protoburguesía nacional, militares nacionalistas, políticos de diferentes vertientes empeñados en saltar exitosamente del naufragio anunciado de AD y Copei.

Si bien cada uno de estos sectores tenía sus propios objetivos, de mi experiencia directa no surge la conclusión de que hubiese una verdadera estrategia. Todo se limitaba –y esto vale también para el imperialismo– a la certeza de que, como tantos otros, en Venezuela y en todo el hemisferio, después de recorridas las dificultades iniciales, Chávez se adecuaría a las exigencias del sistema capitalista y, sin necesariamente dejar de esgrimir un lenguaje revulsivo, adoptaría las medidas que cambiarían algo para que todo siguiese igual. De paso, beneficiaría a quienes lo acompañaron en la aventura permitiendo la acumulación de capital en sus manos. Aunque sin precisiones y con contradicciones por momentos agudas, Chávez trasuntaba una perspectiva diferente:

“Si algo hay que subrayar es que en Venezuela hay proyecto de mediano y de largo plazo. Lo hemos llamado Proyecto Nacional Simón Bolívar. Estamos saliendo de la fase inicial; y encaramos cinco ejes de acción simultánea. Este es un proyecto holístico, integral, no es cartesiano, no es fragmentario, no es cortoplacista. Uno de esos ejes es la transformación política. Estamos en plena efervescencia de ese eje, a una velocidad endemoniada; una transformación política estructural, de fondo, a través de la Constituyente”(9).

¿Cuántos y quiénes compartían, en sus precisiones estratégicas, ese pensamiento en 1999? Seguramente no pasaban de un puñado de personas. Desde el punto de vista económico, el discurso de Chávez era todavía menos preciso, y tras algunas afirmaciones de carácter general desaguaba nuevamente en el terreno político-estratégico, reafirmando una noción que antes y después de aquel momento inicial permaneció invariable, la unidad latinoamericana:

“Estamos apenas sembrando las semillas de un modelo económico distinto, que hemos llamado humanista, autogestionario, sustentable, también competitivo, pero con la economía al servicio del ser humano. Un modelo diversificado, productivo, para salir del actual, rentístico petrolero, monoproductor, dependiente, excluyente, salvaje. Un cuarto eje, relativo a un desarrollo integral y equilibrado sobre el territorio, una visión geopolítica endógena, buscando el equilibrio a lo largo de ejes de desarrollo para salir de un país que creció de manera macrocefálica, con un gran país abandonado al Este y al Oeste, con un potencial gigantesco. Y por último el quinto eje de trabajo es el internacional. Creemos que el mundo del siglo XXI debe ser multipolar, entonces estamos marchando y contribuyendo a la conformación de un polo de fuerza en esta parte del mundo; la idea bolivariana, de integración de América Latina y el Caribe, para que en las próximas décadas sea un polo de fuerza. Por eso Venezuela está trabajando en prioridad estratégica internacional en tres direcciones geopolíticas: una hacia la fachada amazónica (Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay), luego hacia la fachada andina (Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile), y la fachada caribeña, el Gran Caribe. Tenemos una claridad estratégica de integración en esa área, porque debe ser el epicentro de un polo de fuerzas para que haya un mundo más equilibrado, donde tengamos relaciones de respeto mutuo con los demás centros de poder del mundo. En esa dirección vamos. Cuántos años demoraremos, no sé. Pero avanzamos en esa dirección”(10).

Ésa era la perspectiva de Chávez en 1999. Sin embargo su visión internacional comprometida con la emancipación del país de toda sujeción imperial, así como su consecuencia con el propósito de llevar alivio real a las inenarrables penurias de las masas, prevaleció en su accionar y guió consecuentemente su pensamiento.

El derrotero del grupo dirigente desde la sublevación de 1992 muestra un trazado zigzagueante y explica la desazón de ciertos políticos de derecha e izquierda que, en uno cualquiera de los segmentos, sacó conclusiones definitivas abstrayéndolo del proceso general. Sin pausa, el paso siguiente desmentiría esas conclusiones. Sea por no advertirlo a tiempo, sea por falta de reflejos e integridad para corregirse ante la población, para esos críticos el error se convertiría en distanciamiento respecto del fenómeno en curso y progresiva enajenación frente al conjunto social. Sin embargo, como se verá más adelante, ese zigzagueo que en términos históricos es ineludible y por ello resulta necesario, dado el cuadro general y la base social concreta del Presidente, cuya heterogeneidad se expresa desproporcionadamente en el gobierno revolucionario, en determinadas circunstancias confunde al movimiento de masas y a los cuadros medios, desvía o ralenta el desarrollo de la conciencia y la capacidad de intervención política. Con el transcurso del tiempo la línea de acción del gobierno toca y despega en relación con la conciencia mayoritaria (y lo hace para avanzar a grandes saltos o dar pasos atrás, sobre todo retóricamente), retrocediendo luego para reatar la propuesta estratégica con el estado de ánimo de las masas, apelando a pausas y desvíos más o menos planificados y calibrados, para inmediatamente replantearse retomando la marcha en un punto de definiciones más radicales en relación con el que se había abandonado, para proyectarlo a un objetivo mayor.

No se trata aquí de emprender un análisis de la persona desde un punto de vista psicológico o biográfico. Por el contrario, se trata de asir la singularidad de un fenómeno complejo, en el cual el individuo es, a la vez y en aparente paradoja, nada y todo, sujeto y objeto de la coyuntura histórica; fenómeno en el que intervienen innumerables determinaciones pasibles de derivar en uno u otro resultado, combinadas de tal manera en este caso que Hugo Chávez, por toda una etapa, resulta la clave de la continuidad y direccionalidad de un proceso revolucionario. Desde el punto de vista teórico general la dialéctica materialista ha explicado este fenómeno un siglo atrás:

“Un gran hombre no es grande porque sus cualidades personales le otorguen rasgos individuales a grandes acontecimientos históricos, sino porque tiene cualidades que lo hacen más capaz de servir a las grandes necesidades sociales de su tiempo, necesidades que surgen como resultado de causas generales y particulares (…) Un hombre grande es precisamente un iniciador porque ve más lejos que otros y desea más fuertemente que otros. Resuelve el problema científico planteado por el anterior proceso de desarrollo intelectual de la sociedad; apunta a la nueva necesidad social creada por el desarrollo previo de las relaciones sociales; toma iniciativas satisfaciendo estas necesidades. Éste es el héroe. Pero no es héroe en el sentido de que puede detener o cambiar el curso natural de los hechos, sino en el sentido de que sus actividades son la consciente y libre expresión de su inevitable curso inconsciente. Aquí reside toda su significación; aquí reside todo su poder. Pero su significación es colosal y su poder es terrible”(11).

 

Mirada estratégica

En el caso particular que nos ocupa, la posibilidad de ver más lejos y de desear con mayor intensidad el objetivo de la revolución, apoyados ambos factores en el ensamble del individuo y la masa, atravesando clases e ideologías, cuenta además con un elemento de extraordinario peso: la comunicación de Chávez con el conjunto social.

La capacidad de comunicarse con una muchedumbre es sólo una prolongación de la capacidad para comunicarse con un individuo, escuchándolo, entendiéndolo, ocupándose de él y empeñándose en explicarle el pensamiento propio y persuadirlo de su valor individual como parte de un pueblo. Chávez puede aquello porque hace esto. Difícil poner en cuestiones sus dotes de comunicador, pero lo verdaderamente extraordinario es su esfuerzo sistemático por elevar la autoestima de cada hombre y mujer de pueblo, incluso de aquellos arrojados a lo más hondo del abismo social: la Misión Negra Hipólita, destinada a rescatar de las calles a dementes, alcohólicos, drogadictos, ancianos y jóvenes, confirma la sinceridad y los extremos de aquel objetivo, logra resultados estremecedores con esa porción de la sociedad a la que los espíritus más solidarios habitualmente sólo le destinarían una dádiva paliativa, pero sobre todo se manifiesta con potencia redoblada en los efectos sobre esa masa inmensa de la sociedad venezolana que, sin haber llegado al grado de destrucción humana de los beneficiados por la Misión Negra Hipólita, está sin embargo hundida y degradada por la brutalidad de un sistema que la ha puesto al margen de la sociedad. Chávez –es preciso aquí aludir a él individualmente– se propuso rescatarlos y convertirlos en sujeto de la revolución. Es una traducción a la acción política del concepto con el que Plejanov completaba el párrafo recién citado:

“Este amplio campo de actividades no está abierto sólo para iniciadores, para grandes hombres. Está abierto para todos aquellos que tienen ojos para ver, oídos para oír y corazones para amar a sus semejantes. El concepto grande es relativo. En su sentido ético es grande el hombre que, para usar la frase bíblica, ‘ofrece su vida por sus amigos’”.

Es probable que la disposición de las masas a entregar la vida por Chávez sea, en última instancia, una singular combinación –a escala de millones– en la cual la percepción clara y distinta de la naturaleza social de la confrontación en curso, cede prioridad al sentimiento de que el dirigente por quien están dispuestos a marchar a la muerte puso antes su compromiso vital e inalterable con los de abajo. Sea como fuese, lo cierto es que el fenómeno social y político encarnado por millones de personas y un individuo, se despliega en la interacción entre la formulación de un objetivo, la satisfacción a menudo mínima de las necesidades proyectadas en el líder, la confianza que éste ha transmitido a sus seguidores y la labor sin precedentes de educación ideológica y política de un pueblo entero por parte de un individuo desde el cargo de Presidente.

Empeñada en destruir la imagen de Chávez, la prensa comercial lo condena por sus larguísimos discursos, pronunciados a veces en dos, tres, o cuatro oportunidades en un mismo día, además del programa dominical Aló Presidente, que suele durar cinco o más horas. Incluso seguidores y aliados leales condenan habitualmente esa conducta como una extravagancia, supuestamente basada en la necesidad enfermiza de un ego desmesurado.

He allí una fuente de errores constantes: es la estrategia, no la psicología, la disciplina que explica a Chávez. Desde el juramento del Samán de Guare, no ha cesado de transmitir, todo el tiempo, por todos los medios, ante cualquier auditorio, conocimientos, convicciones y propósitos. Éstos mismos han ido cambiando, desenvolviéndose, hasta transformar en ciertos casos su contenido original en lo contrario (el más notorio es su adhesión inicial a la “tercera vía”, formal y públicamente autocriticada años después). Pero la actitud invariable ha sido compartirlos, tal vez en la convicción de que enseñar es aprender, transformando la política en docencia permanente. Ocurre que enseñar es también aprender, transferir ideas a una o millones de personas equivale a recibir de ellas nociones, conceptos, valores. Chávez personifica esa dialéctica. La simbiosis resultante ha dado como saldo la elevación asombrosa en la conciencia de las mayorías venezolanas, así como la clave para explicar la propia línea de marcha del Presidente. Con el mundo entero empujando en sentido contrario a la revolución socialista, es un prodigio que el conservadurismo propio de ese sector especial de las clases medias, la fuerza armada, combinado con la lógica reformista de un movimiento de masas en el que prevalecen las mayorías desocupadas o cuentapropistas y un proletariado sin plena conciencia, sin dirección propia, no haya doblegado la voluntad de quien marcha en primera fila y ocupa el lugar de comandante. La dialéctica negativa que hizo de Lula y el PT, por ejemplo, un líder reformista y una organización capaz de sepultar su propio programa inicial, en Venezuela obró de manera inversa, alumbrando un proceso revolucionario que lejos de llevar a un remanso un torrente embravecido, produjo un salto cualitativo en la evolución política de la sociedad al darle a la mayoría sumergida un contenido programático y organizativo enderezado hacia la transición al socialismo.

Hacia 1902, con el célebre Qué hacer de Lenin se inició en Europa un debate teórico que aún perdura, ¿pueden por sí mismos los trabajadores, las masas desposeídas, transformar sus reclamos sociales en conciencia revolucionaria socialista? Sin teorizar Venezuela salda en los hechos el dilema: Hugo Chávez obra como motor y vehículo de la conciencia de millones. Pero si la buena teoría asegura que ningún partido puede sustraerse a la realidad de la masa cuyos sentimientos encarna, tanto más ha de valer esa certeza cuando se trata de un individuo. Es patente que la realidad social, cultural e ideológica de la masa y las vanguardias que apoyan a Chávez condicionan y hasta cierto punto determinan su accionar y explican buena parte de su conducta. Lo notable del fenómeno no reside en los pasos a menudo cruzados en el andar político de la Revolución Bolivariana, sino la resultante de ese movimiento en sus primeros 10 años de desarrollo: siempre adelante, invariablemente en el sentido de mayor radicalización, amplitud y profundidad.

He allí –para usar la expresión de Plejanov– la “significación colosal” de Hugo Chávez: en él vienen a expresarse la necesidad de un época, las causas generales que dan lugar a una crisis sin precedentes del sistema capitalista, el acervo político histórico de América Latina, el agotamiento de los instrumentos políticos de las clases dominantes para ejercer el poder. Con o sin Chávez, esa fuerza poderosa busca un cauce y al hacerlo descoyunta los regímenes burgueses de toda Suramérica. (…) El futuro depende de que la masa asuma conscientemente su condición de clase, el individuo complete su deliberada transmutación en Partido y quede conformada, como culminación de un proceso de rescate y recomposición, una dirección revolucionaria en Venezuela, con proyección y articulación internacionales. Esas tres tareas de dimensiones históricas tienen por tanto un punto de apoyo decisivo en la figura de Hugo Chávez, pero dependen en última instancia de la capacidad de las vanguardias para ensamblar el papel del individuo con el movimiento de las masas, lo cual estriba a su vez en la capacidad para interpretar la realidad internacional y saber actuar a partir de ella en la transición local. Sin el concurso de la ciencia como columna maestra para sostener y guiar la voluntad revolucionaria, masas y vanguardias tomarían por senderos que se bifurcan y dejan al individuo ante la fatalidad de las fuerzas ciegas de la historia, en momentos en que la crisis capitalista hace que éstas empujen en el sentido inverso a las necesidades humanas.

 

 



 1. Venezuela en Revolución – Renacimiento del Socialismo; Luis Bilbao, Capital Intelectual, Buenos Aires 2008. ISBN: 978-987-614-134-5

2. On the Role of the Individual in History, G.V. Plekhanov (1898), Selected Works of G.V. Plekhanov, Volumen II, Lawrence & Wishart, 1961, (hay traducción al castellano)

 3. Robespierre, La teoría del gobierno revolucionario

 4. “Chávez, el menemismo tardío”, Clarín, Buenos Aires, 15 de julio de 1999

 5.  Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Número 5, noviembre de 1999

 6.  Ibid

 7.  Habla el comandante, op. cit

 8.  Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Número 5, noviembre de 1999

 9.  Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Número 5, noviembre de 1999

 10.  Ibid

 11.  G.V. Plekhanov, op. cit

 

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