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Militarización de la política

porLBenLMD

 

Arrastrado por fuerzas que operan en la base misma de su poderio. Estados Unidos desata una situación bélica en colombia que podria propagarse a toda la región. El firme rechazo de los presidentes es un hecho sin precedentes en la historia americana, de seguras consecuencias en el mapa político internacional.

Ya no es una presunción: el cuadro geopolítico hemisférico ha consumado un drástico giro, tras el cual Estados Unidos se ve desafiado -como nunca antes en dos siglos de historia- por un conjunto diverso de países sudamericanos, a cuya vanguardia marchan, aunque por carriles diferentes, los gobiernos de Brasil y Venezuela.

Todavía envuelta en la retórica impuesta desde el gobierno de James Carter, con eje en la democracia y los derechos humanos, la Casa Blanca apela sin embargo a su ultima ratio para contrarrestar el reto e inicia en Sudamérica una escalada militar calificada con rara unanimidad -por las voces más dispares- en esta tónica: «El Plan Colombia amenaza con arrastrar a Estados Unidos a la guerra civil más prolongada y brutal de todo el hemisferio occidental»(1).

Si fuese posible observar desde una cima el curso de los acontecimientos en esta región del mundo, el choque de impresiones y sensaciones llevaría a decir, como Macbeth: «En mi vida he visto un día tan hermoso, y tan feo a la par». La fealdad está a la vista: custodiado por mil hombres de su propia seguridad y otros diez mil de las fuerzas armadas y policiales de Colombia, el 30 de agosto pasado el presidente William Clinton arribó a Cartagena para entrevistarse con su par Andrés Pastrana y formalizar el inicio del «Plan Colombia». Tanto despliegue no es una incongruencia si se la entiende como el desembarco de un emperador de la era nuclear, que ostenta su poderío para amedrentar a quienes en la región osan cuestionar sus decisiones. Clinton aseguró que «no habrá intervención militar»(2), pero otra es la opinión de la prensa, incluso de la que habitualmente respalda la política exterior de Washington: la escala en Cartagena es «el inicio de una nueva era en las relaciones colombiano-estadounidenses y el acto que sigue incluirá probablemente el ataque a las guerrillas marxistas con helicópteros provistos por Estados Unidos»(3)
. Los helicópteros no vuelan solos y los hechos transforman la probabilidad en certeza: «Un grupo de 83 miembros de las Fuerzas Especiales del Comando Sur del Ejército de EE.UU. llegó en secreto al país la semana pasada para entrenar en las selvas del Sur a un segundo batallón antinarcóticos del ejército colombiano»(4).

No menos evidente es la otra faz de este momento crucial: pocas horas después del paso de Clinton por Colombia, los presidentes de los doce países sudamericanos se reunían en Brasilia, sin la presencia de Washington y con una impronta dominante: tomar distancia de la estrategia estadounidense para el hemisferio. Aun en la obligada ambigüedad de todo paso diplomático, los términos habían quedado claros desde antes del encuentro: luego de que el consejero nacional de Seguridad estadounidense declarara que «es muy difícil imaginarse que la democracia sobreviva en Colombia con estos dos problemas (la guerrilla y el narcotráfico)»(5), en la capital brasileña el canciller Luiz Felipe Lampreia formuló conceptos terminantes: «prevemos la intensificación del conflicto desde comienzos del año 2001 (lo cual) representa una amenaza para el territorio brasileño (porque) implica el empleo de nuestro territorio como santuario, e incluso, la realización de acciones militares colombianas en nuestro país con fines de persecución»(6).

En boca de la diplomacia más afiatada, consecuente y equilibrada de todo el continente, tales aseveraciones deben ser tomadas como lo que son: aprestos de guerra. Lampreia se ocupa de que sea exactamente ése el signo de su exposición: «Desde el punto de vista de la preparación, para esa nueva etapa de profundización del conflicto, la primera acción del gobierno brasileño es aumentar la coordinación entre los diversos sectores del gobierno: fuerzas armadas, Policía Federal y ministerio de Relaciones Exteriores. En segundo lugar, se ha decidido aumentar la capacidad de disuasión militar. Esto es, aumentar la presencia y con planes para una intervención rápida en el caso de existir problemas. En tercer lugar, estamos empeñados en mejorar los mecanismos de nuestra inteligencia para saber exactamente qué ocurre en la región»(7).

Que no hay un ápice de exageración en la respuesta brasileña lo prueba, aunque indirectamente, la titular de la política exterior estadounidense, Madeleine Albright. A su paso por Quito reconoció que «ha prometido 15 millones de dólares al gobierno ecuatoriano para compensar la eventual llegada masiva de refugiados colombianos huyendo de su país por miedo a la ofensiva antidroga del Plan Colombia»(8). De hecho el problema para Washington en Ecuador es otro: la dolarización ha exacerbado los ya intolerables sufrimientos de la población de ese país y -está en las páginas de la prensa- se espera en cualquier momento una insurrección general de las fuerzas que en enero derrocaron al presidente constitucional, tomaron el poder por pocas horas y retrocedieron para dejar el gobierno en manos de Gustavo Noboa, ahora amenazado de sufrir la suerte de sus dos antecesores inmediatos.

¿Más pruebas de que algo fundamental se ha dado vuelta en el cuadro geopolítico continental? Como parte del despliegue estratégico con punto de partida bélico en Colombia, el estadounidense Thomas Pickerin, subsecretario del Departamento de Estado, afirmó que se trata de un conflicto regional, con efectos en todos los planos sobre el área en su conjunto y que por lo mismo debe ser asumido por los gobiernos de todos los países. Preguntado sobre el punto Lampreia respondió: «Nosotros decimos exactamente lo contrario. No regionalizamos el conflicto. Es más, esperamos que el conflicto no traspase hacia nuestros países».

Dos días antes, el canciller argentino Adalberto Rodríguez Giavarini se mostró igualmente alarmado y afirmó que Argentina no se involucrará directamente en el conflicto bélico. Pero ante la misma pregunta respondió: «Cualquier cosa que pase en Colombia impactará en Argentina, Brasil, Chile o Uruguay», refieriéndose a que el conflicto «ahuyentaría las inversiones».

No se trata de interpretaciones diferentes respecto de la dinámica de extensión del «Plan Colombia», tal como aclara el propio Lampreia al adelantar las medidas ya adoptadas por su gobierno. En ese matiz -y muy precisamente en la alusión a las «inversiones»- se explicita la determinación del Palacio del Planalto en la línea que lleva a una opción sudamericana y la vacilación actual del gobierno argentino entre la diplomacia menemista -que sigue por inercia- y el viraje hacia un nuevo rumbo.

En cualquier hipótesis, los hechos están a la vista: durante la semana anterior al arribo de Clinton a Cartagena cinco países (Brasil, Perú, Ecuador, Panamá y Venezuela) movilizaron tropas tomando posiciones en áreas fronterizas con Colombia, dato que no registra antecedentes en la historia latinoamericana desde las guerras de Independencia(9).

Por amenazantes que resulten, los alardes de fuerza de Clinton no pueden ocultar una evidencia clave: único dueño del escenario mundial desde fines de la década de 1980, Estados Unidos ha perdido la iniciativa en la región y desde hace tiempo viene actuando a contragolpe en más de un terreno. El punto de inflexión puede fijarse en diciembre de 1998, cuando un terremoto político demolió en Venezuela al sistema partidario que sostuvo el equilibrio durante medio siglo en aquel país, y dio paso a un fenómeno nuevo, encarnado en el presidente Hugo Chávez, quien desde entonces no sólo edificó en su país una institucionalidad que inquieta a tirios y troyanos, sino que además -y acaso sobre todo- promovió una sucesión de movimientos que precipitaron conflictos latentes hoy focalizados en dos puntos: la recomposición de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y el encuentro de Brasilia (10).

Nada prueba mejor este relevante cambio de las relaciones políticas en el hemisferio que la desprolija y frustrada gira reciente de la señora Albright. Imprevisto a tal punto que ciertos comentaristas llegaron a explicarlo como «un saludo de cortesía», el viaje de la Secretaria de Estado tuvo dos objetivos, además de sostener al gobierno de Ecuador: reclamar apoyo para el «Plan Colombia» y convencer a los presidentes de Chile y Argentina para que no se plieguen a la propuesta brasileña. No menos elocuente fueron los esfuerzos del Departamento de Estado por neutralizar el alza sostenida del precio del petróleo. En ambos casos, el gobierno estadounidense se vio compelido a correr tras los acontecimientos y, hasta ahora, en ambos fracasó.

Desde luego el punto nodal del conflicto en curso está hoy en el papel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que controlan un 40% del territorio. Apenas cuatro meses atrás, cuando todavía no le resultaba obligatorio decir que la ayuda económica no estaba destinada a combatir la guerrilla, Clinton declaraba: «Que nadie se equivoque, si la democracia más antigua de América del Sur puede caer, también pueden caer otras»(11). En su discurso en la reunión anual del Consejo de las Américas, el presidente estadounidense aludía explícitamente a la inestabilidad extrema en Ecuador, Perú y Paraguay. Y por cierto no exageraba. Sin embargo, la preocupación del Departamento de Estado tiene también otro origen, que acaso podría ser el que explica el tempo de esta operación de desembarco militar: el brusco cambio de rumbo de un país que, además de ser una llave para América de Sur y poseer el segundo mayor yacimiento petrolífero del mundo, es el primer exportador de esa materia prima vital a EE.UU.

Desde antes de asumir su cargo el presidente Chávez atacó por ese flanco. Entonces el barril de petróleo estaba por debajo de los 10 dólares. Menos de un año después supera los 30 dólares y en ese nivel se mantiene. Pública y secretamente, EE.UU. (acompañado en este punto por la Unión Europea y Japón) ha reclamado a los países de la OPEP el aumento de la producción para que baje el precio del crudo. La Casa Blanca perdió la compostura el mes pasado, cuando intentó impedir que Chávez incluyera en su gira por las capitales del petróleo la visita a Saddam Hussein, presidente demonizado de un país sitiado y bloqueado desde hace nueve años por Washington. La respuesta del hombre a quien buena parte de la prensa insiste en denominar «ex coronel golpista», pese a que ha ganado con amplios márgenes seis elecciones en 30 meses, excedió los límites que una metrópoli imperial es capaz de soportar: «Somos un pueblo orgulloso y yo represento a un Estado soberano que toma sus propias decisiones en función de sus intereses»(12). Es difícil saber qué preocupa más a Washington, si el éxito del viaje de Chávez, quien obtuvo un contundente respaldo para la cumbre presidencial de países de la OPEP que se realizará en Caracas este mes (no es un detalle menor que Clinton visitara Nigeria antes de su escala en Cartagena), o el impacto peligrosamente fértil de un lenguaje político que desde hace mucho parecía desterrado de las relaciones internacionales.

 

¿Fin de las naciones?

Una de las innumerables vaciedades que alcanzaron categoría de verdad inapelable en los últimos años es la del fin de las naciones y fronteras, y en consecuencia el fin de las soberanías y el imperio urbi et orbi de la economía más fuerte. Que el mundo marcha en el sentido de la unificación es una obviedad con 500 años de antigüedad, contestada desde siempre por el pensamiento reaccionario. Pero en tanto el impulso hacia ese destino resida únicamente en la lucha por áreas de mercado, lejos de acabar con las naciones y los nacionalismos, la globalización revalidará a aquéllas contra todo anacronismo y exacerbará a éstos contra toda lógica. No otra cosa es lo que el mundo observa en el área del Golfo Arábigo-Pérsico, en la ex URSS y aun en la propia Unión Europea.

En América Latina, en cambio, la sobresaliente reaparición de conceptos y conductas de independencia y soberanía nacional no ha adoptado hasta el momento -aunque el riesgo está en la esencia del fenómeno- aquellos contenidos. Entre las muchas responsabilidades que afrontan los partidos e intelectuales sinceramente comprometidos con los valores democráticos está precisamente la de evitar que una continuada política de sumisión a las exigencias de Washington empuje hacia un nacionalismo ultramontano, que en última instancia sería percibido por Washington, con razón, como un mal menor.

Es por eso que la línea aplicada por el venezolano Chávez alarma tanto a la Casa Blanca como a la casi totalidad de los dirigentes políticos tradicionales de la región: «la democracia representativa ha fracasado en América Latina (…) es necesario que avancemos, sin temores, hacia la constitución de democracias participativas, con las que nuestros pueblos recuperen las sendas del desarrollo», afirmó en un discurso de apertura del Sistema Andino de Integración. Y agregó: «es absolutamente falso que triunfó el fundamentalismo de mercado; el neoliberalismo está realmente en retirada en la mayoría de los países del mundo»(13).

Se trata de tres nociones (agotamiento de las políticas dominantes en la última década, reivindicación de la soberanía y llamado a la participación), que actúan ahora como un manantial de agua fresca para decenas de millones de sedientos latinoamericanos, en especial de la juventud: 220 millones de personas, alrededor del 45% de la población latinoamericana, vive en la pobreza extrema; y de éstos, 117 millones son niños y menores de 20 años(14).

Es acaso por las inexorables derivaciones de esta realidad que Estados Unidos ha resuelto responder con la fuerza; una decisión de tal magnitud que incluso parte el corazón del poder estadounidense. El mismo día del desembarco de Clinton en Cartagena una deliberada filtración puso esa fractura a la vista: «Según un funcionario del Departamento de Estado, que pidió no ser identificado, el entrenamiento, el equipamiento y los helicópteros que recibirán las fuerzas armadas colombianas serán utilizadas en la lucha contra los integrantes de las FARC y el ELN»(15). Con todo, aun desde el punto de vista militar, el centro de gravedad no está en el «Plan Colombia». EE.UU. ha montado una base aérea en el puerto ecuatoriano de Manta, que además de ratificar un concepto militarista para la región ha acelerado la fractura del ejército, como se comprobó en la participación de altos mandos en la insurrección de enero. En línea con esta política está la decisión de montar una base de lanzamiento de cohetes en El Esequibo, territorio en litigio entre Venezuela y Guyana, situado en la estratégica desembocadura del Orinoco. El conflicto viene tensándose desde que, tras la firma de un contrato entre la empresa estadounidense Beal Aerospace y el gobierno guyanés, el canciller venezolano José Vicente Rangel presentó una protesta formal oponiéndose al acuerdo. Aparte la histórica reclamación territorial, las autoridades venezolanas alegan contra el resquicio contractual abierto para que la base pudiera quedar bajo custodia de fuerzas militares extranjeras, es decir, estadounidenses.

A mediados de agosto Chávez sostuvo que Venezuela y Guyana deben buscar una solución práctica y desechó la alegación del ministro de Relaciones Exteriores guyanés, Clement Rohee, quien calificó de «inconsistente» la oposición a la instalación de la base y aludió a una amenaza militar por parte del gobierno venezolano. «No me hagan hablar más de la cuenta», dijo Chávez a los periodistas reunidos en el Palacio Miraflores, y alertó elípticamente sobre «lo que pudiese haber detrás de esta problemática territorial»(16).

La abrupta militarización de las relaciones y del lenguaje político provocada por el «Plan Colombia» es indicativa de una tendencia de altísimo riesgo para el futuro inmediato del hemisferio. En consonancia con las declaraciones del canciller Lampreia, Brasil ha informado que pondrá en funcionamiento en breve el llamado Sistema de Vigilancia Amazónica, mediante el cual se propone controlar con aviones, radares y satélites el espacio aéreo de la región. Es imposible no entender la señal dada por los gobiernos de Brasil y Venezuela horas antes del arribo de Clinton a Colombia: el jefe del Estado Mayor del ejército venezolano anunció que acababan de firmar con su par brasileño un acuerdo de cooperación militar. «Siempre mantuvimos relaciones militares con Brasil. Pero en esta oportunidad queremos darles a esos vínculos un mayor énfasis»(17), dijo el general Germán García Gómez, mientras el avión de Clinton cubría la distancia entre la capital nigeriana y la bella Cartagena.

Allí, en la antigua capital colonial, las autoridades se empeñaron por mostrar un panorama a la altura del ilustre visitante. Además de asumir los costos de refacción de varias casas derruidas (para sorpresa de sus paupérrimos habitantes), pintar muros y plantar árboles, juntaron apresuradamente a una multitud de niños que viven en la calle y los ubicaron, temporariamente, en un «centro recreacional». También levantaron 1500 puestos de venta callejeros y borraron de las paredes toda expresión de disenso político. «Es como una muchacha que ordena su casa para recibir por primera vez a su novio», señaló con acierto el diario El Tiempo de Bogotá. Tanto esmero se vio empañado en la mañana del 30 de agosto, durante el recorrido del Presidente estadounidense: aparecieron pintadas en letras rojas palabras de antigua resonancia: yanqui go home.

  1. Tad Szulc, «El espectro de Vietnam», El País, Madrid, 27-08-00. Ver también «El plan Colombia desata un debate sobre el futuro de la paz», El País, 07-08-00; Natalio Botana, «Síntomas de regresión y de atascamiento del sistema democrático», La Nación, 27-08-00; Raúl Reyes, representante de las FARC, «El Plan Colombia significa guerra», Página 12, 27-08-00; Jim Hoagland, «The 1,3 billones to Colombia is about politics, no drugs», International Herald Tribune, 26-08-00; Carlos Fazio, «El conflicto colombiano a un paso de la vietnamización», La Jornada, México, 29-08-00; Steven Dudley: » Groups say, drug plan puts then in danger», «Más de 100 ONGs colombianas se unieron para resistir (al Plan Colombia), aduciendo que éste forma parte de la estrategia militar estadounidense», International Herald Tribune, París, 24-08-00.
  2. Cambio, Bogotá. 28-08-00.
  3. Clifford Krauss, The New York Times, 29-08-00.
  4. Nelson Padilla, Clarín, Buenos Aires,12-08-00.
  5. El Tiempo, Bogotá, 25-08-00
  6. Eleonora Gosman, Clarín, Buenos Aires,29-08-00
  7. Ibid.
  8. Nicole Bonnet, «Ecuador afronta un nuevo período de inestabilidad política» Le Monde, París 26-08-00.
  9. Clifford Krauss, «Vecinos preocupados con la ayuda a Colombia», The New York Times, 25-08-00.
  10. Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur, noviembrede 1999 y julio de 2000.
  11. María O»Donnell, Clarín, Buenos Aires,3-05-00.
  12. El Nacional, Caracas, 10-08-00.
  13. El Universal, Caracas, 18-08-00.
  14. CEPAL, Panorama Social de América Latina1999-2000.
  15. Ana Barón, Clarín, Buenos Aires,30-08-00.
  16. El Universal, Caracas, 17-08-00.
  17. Eleonora Gosman, Clarín,30-08-00.

 

 

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