Días atrás los habitantes de poblaciones cercanas a un reactor nuclear israelí recibieron pastillas antirradiación. Fue una medida preventiva adoptada por el primer ministro Ariel Sharon, quien poco antes amenazó con atacar a Irán y recibió la presumible respuesta de Teherán: «si lo intentan, barreremos del mapa a Israel».
Irán no tiene armas atómicas; y expertos en la materia sostienen que, en la mejor de las hipótesis, podría contar con ellas en tres años. Washington cree que el gobierno iraní apoya a la resistencia iraquí y ha resuelto alentar a Sharon contra Teherán. Por lo pronto, Israel ya ha desplegado misiles en posiciones capaces de alcanzar a Irán y calienta los motores de sus bombarderos F-15. Ante la explícita amenaza, el ministro de Defensa iraní Alí Shamkhani declaró el 18 de agosto a la televisión Al Yazira que algunos de sus comandantes consideran necesario golpear primero. Una hipótesis supone que esa táctica se llevaría a cabo mediante organizaciones islámicas como Hezbollah, operando desde Líbano. Este país quedaría en tal caso también como objetivo bélico para Israel, con el riesgo cierto de que la guerra se extendiera a Siria y arrastrara a Egipto.
El escenario está montado. En breve o a mediano plazo, la inexorable lógica de la guerra que Estados Unidos no puede ganar en Irak, se expande a la región. Y reaparece sobre el planeta la amenaza del uso de armas atómicas.
Gigante herido de muerte
No es George W. Bush quien empuja esta maquinaria diabólica. Es la crisis que atenaza el corazón del imperialismo. La guerra es una necesidad, un remedio que calma los síntomas, mientras acelera la enfermedad. Estados Unidos sufre hoy de un déficit gemelo de proporciones inconmensurables, que traba el funcionamiento del mecanismo capitalista y lleva a su destrucción. La sobreproducción de mercancías agudiza la competencia, acelera la caída de la tasa de ganancia y pone cada día en un escalón más alto la lucha por los mercados y el control geoestratégico. Estos son los motores de la creciente confrontación interimperialista.
El país más poderoso del mundo muestra saldo negativo tanto en su balance fiscal como en la cuenta corriente. Esta última tiene un déficit de 600 mil millones de dólares, equivalente al 6% del Producto Bruto Interno. Esto ocurre en parte por el desbalance comercial, pero también por una novedad: por primera vez en Estados Unidos, salen más divisas de las que ingresan. Los millonarios árabes, pero también los europeos y hasta los propios estadounidenses, no ven atractivos para invertir su dinero en Estados Unidos y optan por otras plazas. La Reserva Federal se ve obligada a subir la tasa de interés, pero debe hacerlo en proporciones homeopáticas para no acelerar la recesión. El punto medio hallado hasta el momento por Alan Greenspan tiene el raro mérito de provocar los dos efectos no deseados: aceleración del drenaje de divisas y enfriamiento de la economía.
Otro escenario
Para afrontar este descomunal déficit gemelo, Washington apela a un recurso de uso exclusivo: imprime moneda. Pero esto a su vez es un nuevo factor para empujar hacia abajo la moneda estadounidense: desde mayo pasado hasta hoy el dólar se devaluó un 5%. Y desde 2002 registra una caída del 23%.
Si por un lado aquella caída augura a término nuevos terremotos bursátiles, por otro produce fuerzas centrífugas entre los tres centros del imperialismo, con énfasis en la fractura entre Europa y Estados Unidos. Henry Kissinger traza una línea estratégica frente a ese fenómeno: «el alejamiento estructural estadounidense de Europa se está produciendo en un momento en que el centro de gravedad de la política internacional está trasladándose a Asia, donde las relaciones han sido de mucha menor confrontación (…) Rusia, China, India y Japón han tenido relaciones mucho menos belicosas con Estados Unidos que algunos aliados europeos». Sin explicitarlo, el ex secretario de Estado estadounidense reconoce que en Irak Washington confronta estratégicamente con la Unión Europea y quiere creer que Rusia, China, India y Japón «tienen interés, como mínimo, en alejar la posibilidad de una derrota estadounidense en Irak», mientras la UE necesita lo contrario.
Washington pretende, entonces, recomponer el cuadro político mundial colocando en su órbita a aquellos cuatro países, mediante una combinación de acuerdos y presiones extremas siempre basadas en su supremacía militar. Como alerta una y otra vez el comandante Fidel Castro, este curso de acción pone en peligro la subsistencia de la humanidad. Mientras tanto, en Suramérica se ha consumado en los últimos meses un bloque de gobiernos enfrentado con Estados Unidos. Gobiernos muy diferentes uno del otro en naturaleza y carácter, se ven compelidos a resistir de manera orgánica a escala continental; y al hacerlo cambian el cuadro de relaciones de fuerzas, no sólo latinoamericano y al interior de cada uno de los países de la región, sino a escala mundial: los acuerdos firmados en febrero último por la cumbre presidencial del Grupo de los 15, van exactamente a la inversa de las pretensiones estadounidenses. En otras palabras: frente al acelerado deterioro del sistema económico y político planetario, frente al belicismo estadounidense, hay una respuesta positiva desde América Latina. El fortalecimiento y la proyección de la revolución bolivariana tras el referendo que ratificó a Hugo Chávez coloca a Venezuela en la vanguardia política de esta respuesta a la crisis global. Y a Suramérica como una esperanza frente al curso desenfrenado del imperialismo.